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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

Titus Groan (35 page)

BOOK: Titus Groan
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—Antes que nada —dijo Pirañavelo, dejando sobre la mesa lo que parecía un inocente bastón—, ¿me permiten que les pregunte, con toda inocencia, por qué han tenido que molestarse ustedes personalmente en invitarme a entrar? Ha sido sin duda una distracción del lacayo de ustedes. ¿Por qué no estaba a la puerta para preguntar quién deseaba verlas y para informarles antes de que ustedes permitieran ser invadidas? Disculpen la curiosidad, mis queridas señorías, pero ¿dónde está el lacayo? ¿Quieren que hable con él?

Las hermanas se miraron fijamente y luego miraron al joven. Por fin, Clarice confesó:

—No tenemos lacayo.

Pirañavelo, que se había alejado a propósito, giró sobre los talones y dio enseguida un paso atrás, como si estuviera estupefacto.

—¡No tienen lacayo! —dijo, mirando a Cora.

Cora sacudió la cabeza.

—Sólo una mujer vieja que huele. Pero ningún lacayo.

Pirañavelo se acercó a la mesa, y apoyando las manos encima, se quedó mirando al vacío.

—Sus señorías Cora y Clarice Groan de Gormenghast no tienen lacayo…, no tienen más que una mujer vieja que huele. ¿Dónde están los criados? ¿Dónde está el séquito, el cortejo de sirvientes? —Enseguida, con una voz apenas más fuerte que un susurro—: Hay que remediarlo. Esto no puede seguir así. —Chasqueó la lengua y enderezó la espalda—. Y ahora —continuó con voz más alegre— las labores de aguja nos esperan.

Mientras inspeccionaban las paredes, las palabras de Pirañavelo empezaron a refertilizar las semillas de rebelión que había sembrado ya en casa de los Prunescualo. Al tiempo que alababa las obras, el joven observaba a las hermanas de reojo, y advertía que aunque estaban muy contentas mostrando sus bordados, sus mentes no dejaban de volver a la conversación que habían tenido antes.

—Lo hacemos todo con la mano izquierda, ¿no es verdad, Cora? —dijo Clarice señalando un horrible conejo verde y rojo, un intrincado trabajo de aguja.

—Sí —dijo Cora—, se tarda mucho porque está hecho todo así, con la mano izquierda. Tenemos el brazo derecho inservible, ¿sabe? —Se volvió hacia Pirañavelo—. Totalmente, totalmente inservible.

—¿De veras, señoría? —dijo Pirañavelo—. ¿Cómo es eso?

—No sólo el brazo derecho —interrumpió Clarice— sino todo el costado derecho y la pierna también. Por eso están tan rígidos. Es por los ataques epilépticos que tuvimos. Es por eso, y por eso mismo nuestros trabajos de aguja son aún más valiosos.

—Y hermosos —dijo Cora.

—Estoy totalmente de acuerdo —dijo Pirañavelo.

—Pero nadie los ve —dijo Clarice—. Siempre estamos solas. Nunca nos piden nuestra opinión sobre nada. Gertrude no nos hace ni caso, y Prunescualo tampoco. Tú sabes lo que tendríamos que tener, ¿verdad, Cora?

—Sí —dijo su hermana—, lo sé.

—Bien —dijo Clarice—. Dímelo, dímelo.

—Poder —dijo Cora.

—Así es. Poder. Eso es exactamente lo que queremos.

Clarice volvió los ojos a Pirañavelo. Luego se alisó la brillante púrpura de la falda. —Me gustaban mucho —dijo.

Pirañavelo, preguntándose qué diantres querría decir, ladeó la cabeza como si reflexionara sobre la verdad de este comentario, cuando la voz de Cora (como el cuerpo de un lenguado traducido en sonido) preguntó:

—¿Te gustaban mucho
qué
cosas?

—Mis convulsiones —explicó Clarice muy seriamente—. Cuando el brazo empezó a ponérseme rígido. ¿Te acuerdas, Cora, cuando tuvimos aquellos
primeros
ataques? Me gustaban mucho.

Con un gran frufrú de faldas, Cora se plantó delante de su hermana y la amenazó con el dedo índice: —Clarice Groan —dijo—, hace tiempo que no hablamos de
eso
. Ahora estamos hablando del Poder. ¿Por qué no atiendes a lo que hablamos? Siempre pierdes el hilo. Ya me he dado cuenta.

—¿Y la Habitación de las Raíces? —preguntó Pirañavelo con animación afectada—. ¿Por qué se la llama Habitación de las Raíces? Estoy muy intrigado.

—¿No lo
sabes
? —dijeron las dos voces a dúo.

—No lo sabe —repitió Clarice—. Esto te demuestra lo olvidadas que nos tienen. No sabía nada de nuestra Habitación de las Raíces.

Pirañavelo estuvo poco tiempo en la ignorancia. Siguió a los dos alfileres purpúreos a través de un corto pasadizo, y Cora abrió en el extremo una puerta maciza cuyos goznes hubieran necesitado una pinta de aceite cada uno, y seguida de Clarice entró en la Habitación de las Raíces. Pirañavelo franqueó también el umbral y su curiosidad quedó más que colmada.

Si bien el nombre de la habitación era insólito, le pareció a Pirañavelo muy apropiado. Era exactamente una habitación de raíces. No de unas pocas, sencillas y separadas formaciones, sino de millares de ramificaciones que se torcían, enroscaban, entretejían, bifurcaban, convergían y entrelazaban de nuevo, y cuyo origen ni siquiera los ojos de lince de Pirañavelo consiguieron durante un tiempo averiguar.

Eventualmente descubrió que las ramas más gruesas convergían hacia una abertura estrecha y alta en un extremo de la habitación, por cuya mitad superior el cielo estaba derramando una luz gris y amorfa. A primera vista parecía imposible poder moverse en esa intrincada maraña, pero Pirañavelo observó con sorpresa cómo las mellizas andaban tranquilamente por el laberinto. Años de experiencia las habían familiarizado con los posibles trayectos hasta la ventana. Ya habían llegado y contemplaban el crepúsculo. Pirañavelo intentó seguirlas, pero pronto se encontró irremediablemente perdido. Mirara donde mirara, no veía más que una red de extraños brazos que se alzaban y caían, se inclinaban y arañaban, inmóviles y sin embargo animados con ritmos serpentinos.

No obstante, las raíces estaban muertas. En otro tiempo la habitación tenía que haber estado repleta de tierra, pero ahora, suspendidas sobre todo en lo alto de la habitación, las fibrosas extremidades arañaban impotentes el aire. No bastaba que Pirañavelo se encontrase en una habitación tan incongruentemente monopolizada; el hecho de que cada una de las retorcidas ramificaciones estuviera
pintada a mano
era aún más sorprendente. Las varias ramas principales y sus leñosos tributarios, hasta el más diminuto de los riachuelos de raíz, tenían su color particular, y parecía que siete troncos coloreados de amarillo, rojo, verde, violeta, azul pálido, rosa coral y naranja hubieran forzado las ramas desnudas a través de la ventana. La concentración de esfuerzo necesaria para la tarea de pintar las ramas tenía que haber sido tremenda, sin hablar de las molestias y dificultades casi sobrehumanas con que se habrían encontrado a la hora de determinar, en el inextricable laberinto de las raíces más delgadas, qué filamento provenía de qué raíz, qué raíz de qué rama, y qué rama de qué tronco, pues sólo después de descubrir la fuente podía aplicarse el color correcto.

El objetivo había sido que los pájaros escogieran al entrar las raíces cuyos colores se aproximaran más a su propio plumaje, o si lo preferían, que anidaran en aquellas raíces que tenían una tonalidad complementaria.

La tarea había llevado a las hermanas más de tres años, y sin embargo, cuando dieron la última pincelada se comprobó que el proyecto había sido inútil, la Habitación de las Raíces un fracaso, las esperanzas un sueño congelado. Las hermanas nunca se recuperaron de esta humillación. Es cierto que la habitación como tal les agradaba, pero que los pájaros no se acercaran jamás, y menos aún se posaran o anidaran en las ramas multicolores, era una llaga todavía abierta en sus supuestos cerebros.

A este enojoso desengaño podían oponer sin duda el orgullo de ser dueñas de una Habitación de Raíces. Y no sólo las Raíces, sino lógicamente también el Árbol, cuyas ramas se habían alimentado de las raíces, hasta la ramita más elevada, y que en el pasado remoto había estallado cada mes de abril con nuevos brotes verdes. Aquel Árbol era la principal satisfacción de las hermanas; les daba algo de esa distinción que ahora querían negarles.

Las mellizas apartaron los ojos de las ramas y miraron alrededor en busca de Pirañavelo. Estaba todavía atrapado en el laberinto.

—¿Pueden ayudarme, mis queridas señorías? —gritó, intentando verlas a través de una confusa maraña de fibras purpúreas.

—¿Por qué no vienes a la ventana? —dijo Clarice.

—No encuentra el camino —dijo Cora.

—¿No lo encuentra? No veo por qué —dijo Clarice.

—Porque no lo encuentra. Ve y enséñaselo.

—Está bien. Pero tiene que ser muy estúpido —dijo Clarice avanzando entre las espesas paredes de raíces que parecían abrirse delante de ella y cerrarse detrás. Cuando alcanzó a Pirañavelo, pasó de largo sin detenerse. Sólo pisándole prácticamente los talones consiguió Pirañavelo llegar hasta la ventana. Allí había un poco más de espacio, pues los siete troncos que se abrían paso por la mitad inferior se elevaban unos cuatro pies en la habitación antes de empezar a dividirse y subdividirse. Junto a la ventana había unos escalones que conducían a una pequeña plataforma encima de los gruesos troncos horizontales.

—Mira hacia afuera —dijo Cora en cuanto llegó Pirañavelo—, y lo verás.

Pirañavelo subió los escalones y vio que el tronco principal del árbol estaba suspendido horizontalmente en el espacio, antes de subir a gran altura, y entonces reconoció el árbol que había visto desde lo alto de los tejados, a media milla de distancia cerca del campo de piedra.

Aunque entonces le había parecido que las distantes figuras se balanceaban peligrosamente en el vacío, ahora vio que en realidad habían estado paseándose sin mucho riesgo, pues la parte superior del tronco era una superficie plana, e incluso cuando el árbol empezaba a ascender y ramificarse había espacio suficiente para acomodar a diez o doce personas, de pie y apiñadas.

—Eso sí que es un
árbol
—exclamó Pirañavelo—. Estoy maravillado. ¿Siempre lo han visto muerto?

—Naturalmente —dijo Clarice.

—No somos tan viejas —dijo Cora.

Era la primera broma que hacía en más de un año, y cuando intentó sonreír, los músculos faciales, anquilosados por la prolongada falta de práctica, no le respondieron.

—¿No tan viejas como qué? —preguntó Clarice.

—No entiendes nada —respondió Cora—. Eres mucho más torpe que yo. Ya me he dado cuenta.

ATISBOS DE GLORIA

—QUIERO TÉ —dijo Clarice, y encabezando la marcha, cubrió una vez más el milagroso trayecto a través de la habitación, con Pirañavelo pegado a sus talones como una sombra mientras que Cora tomaba un camino alternativo.

De nuevo en el comparativamente prosaico salón en el que la anciana había encendido las bujías, se sentaron delante del fuego, y Pirañavelo pidió permiso para fumar. Cora y Clarice se consultaron con la mirada y asintieron con lentos movimientos de cabeza. Pirañavelo llenó la pipa y la encendió con una pequeña brasa roja.

Clarice había tirado del cordón de una campana que pendía junto a la pared, y mientras los tres estaban sentados en semicírculo alrededor de las llamas, con Pirañavelo en la silla del medio, se abrió una puerta a la derecha y apareció una anciana de piel oscura, piernas muy cortas y cejas pobladas.

—Té, me imagino —dijo con una voz cavernosa que parecía provenir del piso de abajo.

Al ver a Pirañavelo, se restregó la desagradable nariz con el revés de la mano, y desapareció cerrando la puerta con un portazo explosivo. Los bordados ondearon en la corriente de aire y volvieron a caer lánguidamente contra las paredes.

—Eso es excesivo —dijo Pirañavelo—. ¿Cómo pueden tolerarlo?

—¿Tolerar qué? —dijo Clarice.

—¿No irán a decirme, mis señorías, que se han acostumbrado a que las traten de manera tan brusca e insolente? ¿No les importa que las dignidades naturales y hereditarias de ustedes sean ignoradas y pisoteadas por una anciana plebeya que da esos portazos y les habla como si pertenecieran al mismo degradado nivel? ¿Cómo puede la sangre Groan, que circula orgullosamente por las venas de ustedes en una corriente sin mezcla, permanecer impasible? ¿Por qué no hierve ahora mismo en una cólera purpúrea?

Hizo una pequeña pausa y se inclinó hacia adelante.

—Gertrude, la esposa del hermano de ustedes, les ha robado los pájaros. Por culpa de esa mujer, la labor que con tanto amor han llevado a cabo entre las raíces ha resultado estéril. Incluso el Árbol es ignorado. Yo no había oído nada de ese árbol. ¿Y por qué no había oído nada? Porque ustedes y todo lo que les pertenece ha sido arrinconado, ignorado, olvidado. Quedan pocos miembros de la noble y ancestral familia de Gormenghast para seguir cumpliendo los ritos inmemoriales, y no obstante, ustedes dos, que podrían hacerlo con mayor escrupulosidad que cualquiera, son desairadas una y otra vez.

Las mellizas le clavaban los ojos. En cuanto calló, volvieron a mirarse. Las palabras de Pirañavelo, aunque a veces demasiado rápidas para ellas, lograban sin embargo comunicarles el meollo subversivo. Aquí, y de boca de un extraño, sus propias aflicciones y resentimientos eran aireados y formulados.

La anciana de piernas cortas regresó con una bandeja que colocó delante de ellos con un mínimo de deferencia. Se alejó andando torpemente; ya en la puerta se volvió, miró un rato al visitante, y se restregó de nuevo la nariz con el revés de la manaza.

En cuanto desapareció, Pirañavelo se inclinó hacia adelante, y volviéndose ya a Cora, ya a Clarice, las miró de cerca con ojos atentos, y dijo: —¿Creen ustedes en el honor? Respóndanme, sus señorías, ¿creen en el honor?

Las dos asintieron mecánicamente.

—¿Creen que la injusticia ha de dominar en el castillo?

Menearon las cabezas.

—¿Creen que ha de proliferar sin freno, que ha de florecer sin una justa retribución?

Clarice, que había perdido el hilo de la última pregunta, esperó hasta ver que Cora sacudía la cabeza, antes de imitarla.

—En otras palabras —dijo Pirañavelo—, piensan que es preciso
hacer
algo. Algo que aplaste esta tiranía.

Asintieron de nuevo, y Clarice no pudo dejar de sentir cierta satisfacción por no haberse equivocado ni una sola vez con sus movimientos de cabeza.

—¿Tienen alguna idea? —preguntó Pirañavelo—. ¿Tienen previsto algún plan?

Las dos sacudieron la cabeza al mismo tiempo.

—En ese caso —dijo Pirañavelo, extendiendo las piernas hacia adelante y cruzándolas a la altura de los tobillos—, ¿me permiten una sugerencia, sus señorías?

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