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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

Titus Groan (69 page)

BOOK: Titus Groan
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La diminuta cara apergaminada estaba al borde de las lágrimas. En los intervalos de silencio, la boca asomaba entre sus propias arrugas y volvía a esconderse. —Todos esperan al nuevo pequeño conde, para homenajearlo y todo lo demás, pero soy yo quien lo baña y lo prepara, y quien le plancha la túnica blanca y le da el desayuno. Pero ellos no piensan en todo eso…, y luego…, y luego… —Tata se sentó de pronto en el borde de una silla y rompió a llorar— me lo van a quitar. Oh, qué injusticia. Y me voy a quedar sola…, completamente sola para morir… y…

—Yo estaré contigo —dijo Fucsia desde la puerta—. Y nadie va a quitártelo. Claro que no.

Tata Ganga se precipitó hacia ella y le agarró el brazo.

—¡Sí que me lo quitarán! —gritó —. Tu enorme madre dijo que lo haría. Lo
dijo
.

—Bueno, a mí no me han llevado, ¿verdad?

—¡Pero tú eres sólo una chica! —gritó Tata Ganga, más fuerte que nunca—. Tú no cuentas. Tú no serás nada.

Fucsia apartó la mano de la niñera y fue pesadamente hacia la ventana. La lluvia caía a torrentes, caía y caía.

Por detrás de ella, continuaba la voz: —Como si no le hubiera entregado todo mi amor, día tras día, días tras días. Se lo he dado todo hasta vaciarme por completo. Siempre me toca a mí. Siempre me ha tocado a mí. Trajín y más trajín. Tráfago y más tráfago; y sin nadie que me diga «¡Que Dios te bendiga!». Sin nadie que me comprenda.

Fucsia no podía soportarlo más. Aunque quería mucho a su niñera, no podía seguir escuchando la voz melancólica y quejumbrosa y ver caer la lúgubre lluvia y a la vez mantenerse en calma. Si no se marchaba enseguida era capaz de romper algo, lo primero que tuviera a mano. Dio la vuelta y echó a correr, y en cuanto estuvo de nuevo en su propia habitación, se tiró sobre la cama, con el vestido de arpillera recogido hasta los muslos.

Esa oscura mañana, pocos de los innumerables desayunos del castillo tuvieron buen sabor. El ruido monótono y regular de la lluvia era ya bastante deprimente, pero que ocurriera en un día semejante descorazonaba al más pintado. Era como si la lluvia desafiara la fe más arraigada del castillo; se mofaba de él con un necio e ignorante chaparrón de blasfemia, como si las inagotables nubes murmuraran: «¿Qué nos importa una Investidura? Nos da lo mismo».

Por suerte, había mucho que hacer antes de las doce, y casi todos estaban ocupados con una u otra tarea. Desde mucho antes de las ocho la gran cocina bullía de actividad.

El nuevo chef era muy distinto de su predecesor: un veterano de los hornos, patizambo, con cara de mulo, dentadura de latón, y sucias greñas grises. Había algo feroz en esa cabeza, de la que parecían brotar, más que crecer, los cabellos hirsutos. En la cocina se decía que se los rapaba cada dos días, y aun había alguien que sostenía haberlos visto crecer a la velocidad de la aguja minutera de un gran reloj.

Una voz lenta y resonante salía de vez en cuando por entre los destellos de los dientes de ésta cara de mulo. Pero no era un hombre comunicativo, y la mayor parte de las veces daba las órdenes gesticulando con las pesadas manazas.

Las actividades de la gran cocina, donde todo lo relacionado con la preparación de la comida en cualquiera de sus aspectos parecía ocurrir al mismo tiempo, y donde el calor ya hacía sudar la sala de paredes de piedra, no estaban, en realidad, destinadas al Día de la Investidura, sino al día siguiente, ya que la pobreza de la indumentaria iba acompañada de una dieta de mendicante: las figuras vestidas de arpillera no comían más que migajas hasta el amanecer del otro día. Vestidos de nuevo con sus ropas habituales, y finalizada la simbólica humildad ante el nuevo conde de Gormenghast, se regalaban entonces con una barbacoa que rivalizaba con la del día del nacimiento de Titus.

El personal de la cocina, hombres y muchachos, y toda la servidumbre, de todas las categorías y de ambos sexos, tenían que estar listos a las once y media para bajar en tropel hacia el lago de Gormenghast, donde los árboles ya estarían preparados.

Los carpinteros habían estado trabajando a orillas del lago y entre las ramas durante los últimos tres días. Habían instalado en los cedros las plataformas de madera que desde hacía veintidós años permanecían apoyadas contra una negra pared de medianoche, en las profundidades de las bodegas de cerveza. Eran superficies de madera aseguradas con listones, de extrañas formas, como piezas de un rompecabezas gigantesco. Había sido preciso reforzarlas, pues veintidós años en las malsanas bodegas no les había hecho ningún bien. Y por supuesto, habían tenido que ser repintadas: de blanco. Cada una de esas curiosas plataformas estaba cortada de tal manera que se adaptaba perfectamente a las ramas de los cedros. Las diversas excentricidades de los árboles habían sido cuidadosamente estudiadas cientos de años atrás, de modo que esos estrados tan ingeniosamente concebidos pudieran ser instalados con un mínimo de dificultad en futuras Investiduras. Para evitar confusiones, en la parte trasera de cada estrado de madera se había escrito el nombre del árbol correspondiente, y la altura del suelo a la que había que montarlo.

Había cuatro de estos artilugios de madera, ya todos instalados. Los cuatro cedros a los que pertenecían estaban hundidos un metro en el agua; y apoyadas contra los grandes troncos, se habían erigido unas escalas que atravesaban los bajíos desde la orilla hasta aproximadamente un palmo por debajo del nivel de las plataformas. Estructuras similares, aunque más groseras, se habían introducido entre las ramas de los fresnos y de las hayas, y donde era posible entre los alerces y pinos más próximos. En la orilla opuesta, donde las tías habían chapoteado hasta el chorreante Pirañavelo, los árboles crecían demasiado lejos del borde del lago para que sirvieran de atalaya; pero en el espeso bosque en pendiente había miles de ramas entre cuyas circunvoluciones podían acomodarse los criados.

En un claro de ese bosque, y bastante más apartado del agua que el resto de los árboles habitados, había un tejo que tenía como invitado al poeta con cara de cuña. Alguien había arrancado un gran pedazo de corteza, y la lluvia burbujeaba, y la carne desnuda del árbol era roja. La lluvia caía casi verticalmente en el aire inmóvil, punteando el lago gris. Era como si la textura blanca y acristalada de ayer hubiera sido reemplazada por otra sustancia: papel de lija gris, una hoja enorme y granulada. Las plataformas chorreaban con cortinas de lluvia. Las hojas goteaban y salpicaban en esas mismas cortinas. En la otra orilla la lluvia había empapado la arena. El castillo estaba demasiado lejos como para distinguirlo a través del interminable velo de agua. No se veía ninguna nube en el cielo gris, ininterrumpido, del que descendían las cuerdas melancólicas.

El día avanzó, los lluviosos minutos, las lluviosas horas se sucedieron, y al fin los árboles del empinado declive estuvieron repletos de figuras. Las había prácticamente en todas las ramas capaces de soportarlas. Un gran roble albergaba al personal de cocina. Un haya a los jardineros, con Pentecostés majestuosamente sentado en la horcadura principal del tronco resbaladizo. Los mozos de cuadra, precariamente encaramados a las ramas de un nogal muerto, silbaban y rechiflaban, tirándose de los cabellos a la menor oportunidad o dando puntapiés en el aire. A cada árbol, o grupo de árboles, correspondía un oficio o categoría particular.

Sólo unos cuantos
oficiales
se movían por el borde del agua, aguardando la llegada de los protagonistas. Sólo unos cuantos oficiales entre los árboles, pero en la orilla opuesta, a lo largo de la arena oscura se había congregado una gran muchedumbre. Hombres viejos, mujeres viejas, y jóvenes extraños envueltos en completo silencio. Eran los habitantes de las casas de barro, los Moradores de Extramuros, el pueblo olvidado de los Tallistas Brillantes.

Cerca de la orilla había una mujer. Estaba de pie, un poco apartada. Tenía un rostro que era joven y que era viejo: la estructura juvenil, la expresión estragada por los años: la maldición de los Moradores. Llevaba en brazos a una criatura de carne de alabastro.

La lluvia lo bañaba todo. Era una lluvia tibia. De una melancolía tibia y perpetua. Lavaba el cuerpo de alabastro de la criatura y lo lavaba otra vez. Parecía que nunca iba a parar, y el gran lago crecía. En las altas ramas del nogal muerto habían cesado los silbidos y las rebatiñas, pues a través de las coníferas de la orilla próxima se acercaban unos caballos. Acababan de llegar al borde del agua y estaban atándolos a las ramas bajas y abiertas de los cedros.

Sobre el primer animal, un caballo de caza gris, de gran tamaño, iba sentada, de lado, la condesa. Al principio había quedado oculta por el follaje y no se veía más que el caballo, pero en cuanto quedó al descubierto, la montura se convirtió en un poney.

La arpillera simbólica pendía en torno al cuerpo de la condesa en pliegues enormes y chorreantes. Detrás de ella iba Fucsia, montada a horcajadas sobre un caballo ruano. La muchacha le acariciaba el cuello mientras avanzaban por entre los árboles. Era como acariciar terciopelo mojado. La crin negra parecía una réplica de la cabellera de Fucsia; mojada y lacia, se le pegaba a la frente y al cuello.

Las tías iban en un tílburi tirado por un poney. Parecía extraordinario que no estuvieran vestidas de púrpura. Las ropas purpúreas de las mellizas habían sido siempre y para todos tan inevitables como sus caras. Parecían incómodas con la arpillera y no hacían más que tirar de ella con dedos fláccidos. El delgado cochero detuvo al poney cerca del lago, y en el mismo instante otro tílburi de diseño parecido, pero pintado de un feo color naranja oscuro, apareció por entre los pinos, y en él venía sentada la señora Ganga, tan tiesa como podía, la orgullosa pose (así la imaginaba ella) anulada por la expresión aterrorizada del rostro, que emergía como una especie de fruta marchita de los ásperos pliegues de la vestimenta. Recordaba la Investidura de Sepulcravo. Él era entonces un adolescente. Había nadado hasta la balsa, y no había llovido. Pero —¡oh, su pobre corazón!— todo había cambiado. Nunca hubiera llovido el día de una Investidura cuando ella era joven. Entonces las cosas eran tan diferentes.

En la falda llevaba a Titus, empapado. No obstante, la túnica que había planchado con tanto esmero parecía milagrosamente blanca, como si emitiera luz en lugar de recibirla. Titus se chupaba el pulgar y miraba alrededor. Veía a las figuras que lo observaban desde lo alto de los árboles. No sonreía: simplemente miraba, volviendo la cabeza de unos a otros. Luego se interesó por una argolla de oro que la condesa le había enviado esa misma mañana: la hacía subir por el brazo tan arriba como podía, y luego la hacía bajar hasta el pliegue de la regordeta muñeca, examinándola muy seriamente todo el rato.

El doctor y su hermana tenían un sicómoro para ellos solos. Tardaron un cierto tiempo en alzar a Irma, a quien todo este asunto no le hacía ninguna gracia. Le desagradaba tener las caderas apretadas entre el ramaje, aunque fuera en nombre del simbolismo. El doctor, sentado un poco más arriba, parecía alguna especie de pájaro, posiblemente una grulla desplumada.

Pirañavelo había seguido a Tata Ganga para impresionar a la muchedumbre. Aunque le correspondía un pino-para-cuatro, eligió un pequeño fresno, donde gozaría de la doble ventaja de ver cómodamente y de ser visto por el resto de Gormenghast.

Las mellizas mantenían las bocas herméticamente cerradas. Se repetían interiormente cualquier pensamiento que se les ocurriera, para comprobar que la palabra «Incendio» no se les había colado, y cuando estaban seguras de que no era así, decidían de cualquier modo guardarlo para ellas mismas, como medida precautoria. En consecuencia no habían pronunciado una palabra desde que Pirañavelo las dejara en el dormitorio. Seguían estando lívidas, pero no con una blancura tan horrible. Un pequeño reflejo amarillo se les había infiltrado en la tez, y esto era bastante repelente. Las palabras de Pirañavelo, cuando en su papel de Muerte les había dicho que estaría siempre junto a ellas, no podían haber sido más verídicas. Ahora, mientras esperaban a que las ayudaran a bajar del tílburi, estaban estrechamente abrazadas, pues la Muerte no las había abandonado desde aquella pavorosa noche, y en todo momento tenían el lívido cráneo delante de los ojos.

Por medio de una proporcionada mezcla de fuerza bruta y de obsequiosa delicadeza, los oficiales habían conseguido por fin encaramar a la condesa Gertrude sobre su estrado, entre las enormes ramas oscuras de un cedro. Una alfombra roja cubría el tablado de la plataforma. Las diferentes especies de pájaros y aves zancudas del lago, que espantadas por las actividades del Día habían estado sobrevolando el bosque en aturdidas bandadas, acudieron en tropel hacia el árbol de la condesa en cuanto ella se instaló en el enorme sillón de mimbre. Luchando por conseguir las mejores posiciones a los pies y en otras partes del hospitalario cuerpo de la condesa, había una curruca, un zorzal, un reyezuelo, un herrerillo, un pitpit, un martín pescador, un alcaudón de dorso rojizo, un jilguero, un escribano amarillo, dos arrendajos, un pájaro carpintero moteado, tres gallinas de agua (en el regazo, junto con un pato silvestre, una becada y un zarapito), un caudatrémula, cuatro chorlos, seis mirlos, un ruiseñor y veintisiete gorriones.

Todos ellos aleteaban, derramando salpicaduras de diferentes dimensiones, de acuerdo con la envergadura de las alas, en el aire goteante. Los cedros, con los enormes brazos extendidos uno encima del otro, como húmedas terrazas de color verde oscuro, eran una protección más adecuada que el resto de la vegetación.

Por ese entonces los mozos de establo en las ramas superiores del nogal muerto estaban tan empapados como si se hubiesen sentado en el lago.

Lo mismo ocurría en la orilla de los Moradores, esa orgullosa e indigente congregación. No dejaban ningún reflejo en la superficie del agua, demasiado triturada por los aguijones de la lluvia.

Instalar a Bergantín en su estrado fue la tarea más delicada y desagradable que le cupo al grupo de oficiales. Estuvo acompañada de tan horribles palabrotas que incluso la pierna atrofiada se sonrojó por debajo de la arpillera. Aunque ya tenía que estar curada de espantos tras muchos años de oír juramentos, esta mañana sintió vergüenza al comprobar hasta qué punto de degradación la parte superior del cuerpo era capaz de
descender
, y se puso de color de almagre desde la cadera hasta la punta del dedo gordo. Sólo la consolaba que la influencia contaminante no hubiese descendido más allá de los pulmones, y que por tanto los males de la pierna atrofiada eran enteramente físicos.

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