Toda una señora / El secreto de Maise Syer (20 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: Toda una señora / El secreto de Maise Syer
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—Usted no me considera hermosa —replicó Peg—. Una vez le ofrecí todo cuanto puede ofrecer una mujer. Aún me queman las mejillas a causa de su desprecio.

—Esa es una frase hecha que carece por completo de valor para mí —dijo
El Coyote
—. Tus mejillas son incapaces de sonrojarse como no sea a consecuencia de alguna bofetada.

—Me insulta, señor
Coyote
. Los que hacen eso lo pagan…

—Como el pobre don Rómulo, ¿no? Lo ha pagado caro. Con la vida. Wemyss tendrá que responder de ese crimen.

—¿Por qué ese afán de justicia que nadie exige? —preguntó Peg— ¿Le hace feliz impedir que los demás lo sean a su manera? Usted lo es a la suya.

—En efecto. Pero yo no creo poseer la verdad y servir a la Justicia. Ya sé que es muy discutible; pero no cabe duda de que, en cambio, lo que tú haces y has hecho entra de lleno en los terrenos reservados a la Ley. Lo que yo hago, Peg, podrá discutirse si es bueno o es malo. En cambio, lo que tú haces no admite discusión: es malo.

—¿Qué va a hacer ahora? ¿Matarme?

—Es posible que acabe haciéndolo; pero antes me interesaban las joyas que robaste.

—¿Qué me ofrece a cambio de ellas?

—Nada.

—Es muy poco. Ofrezca algo más.

—Es lo máximo que puedo ofrecer. Si no te conviene…

—¿Y la vida de Yesares y de su mujer?

—Ya no me inquieta. Sé dónde están y puede que ya estén a salvo.

—Entonces… Me prepararé para morir.

El Coyote
no esperaba para aquel momento la reacción de Peg. La calculó para unos minutos después y, por ello, le cogió desprevenido el chorro de agua que fue a darle en el rostro desde la palangana de encima de la mesa. Habría podido disparar a bulto sobre Peg; pero sus planes no eran aquellos. Cuando se pudo limpiar la cara, Peg Marsh galopaba ya hacia Los Ángeles.

—Así es mejor —musitó
El Coyote
, yendo hacia la puerta.

Salió fuera y dirigióse, cautelosamente, hacia la inmediata cabaña. En el suelo, en medio de un charco de sangre, frente a la puerta de la cabaña que servía de prisión a Yesares y Serena, se veía el cuerpo de un hombre.

—Le acertamos a la primera, patrón —dijo Juan Lugones—. Cayó sin decir Jesús.

El Coyote
entró en la cabaña. Serena y su marido estaban uno al lado de la otra.

—Me alegro de haber podido hacer algo por ustedes —dijo
El Coyote
—. Pueden volver hacia Los Ángeles mientras nosotros terminamos con esa gentuza.

—Yo les ayudaré —dijo Yesares, recogiendo el rifle del centinela muerto.

—Si se rinden nos van a fastidiar —refunfuñó Timoteo Lugones.

Pero ninguno de los hombres de Wemyss se quiso rendir. Todos trataron de abrirse paso hasta el bosque y sus cuerpos quedaron en semicírculo frente a la cabaña que se convirtió en una trampa fatal. En todo el rato que duró el tiroteo entre los sitiados y sus sitiadores,
El Coyote
apenas disparó seis tiros, cediendo la tarea a los demás, especialmente a Juan y Timoteo Lugones.

Capítulo X: Petición de auxilio

Peg Marsh llegó al galope a Los Ángeles y dirigióse en seguida al único sitio donde le interesaba estar, es decir, cerca de su botín. La noche anterior había pedido a Antonio Páez que le guardara una cajita cerrada, dentro de la cual estaban las joyas robadas a don César y a los Hidalgo. Ahora, al verla llegar, Antonio Páez preguntó, inquieto:

—¿Se marcha?

Se había dado cuenta de que la mujer a quien él conocía por Maise Syer había desechado su disfraz. ¿Acaso por culpa de aquel hombre de quien le había hablado? Cuando se lo preguntó, Peg contestó negativamente:

—No… no —murmuró. Luego, en voz más alta—: Debería marcharme; pero me siento cansada.

—Entre en mi casa. Allí podrá descansar hasta mañana o cuando quiera. Nadie sabrá que está usted aquí.

Antonio Páez hablaba lentamente, con la mirada fija en el bello rostro de la mujer. Ésta aceptó la invitación y entró en el almacén, pasando a la trasera del mismo. Dejándose caer en un amplio sofá, dijo:

—¡Es usted muy bueno, Antonio!

—Quisiera hacer algo por usted. ¿No puedo?

—¡Oh—, sí! Pero… Ya veré. Ahora prefiero descansar. ¿Ha cerrado la puerta? Además está el caballo…

Antonio Páez salió a la calle; pero el caballo había desaparecido. Cerrando la puerta del almacén volvió al cuarto donde estaba Peg Marsh. Explicó lo ocurrido con el caballo. Peg se encogió de hombros.

—Tanto da —replicó.

Sentíase, por primera vez en su vida, vencida totalmente.

—Mañana huiré de aquí —dijo.

—¿Es necesario que se marche tan precipitadamente? —preguntó Páez.

—¿Por qué me habla con ese tono? —preguntó Maise.

—No sé… Tal vez porque… Pero a usted ya se lo habrán dicho muchas veces… Es imposible, viendo su rostro, no sentirse enamorado de usted.

—Es mejor no quererme. Antonio —musitó Peg—. Llevo la desgracia prendida en mi alma. Y todo el que se acerca a mí se contamina de ella.

—Exagera mucho, señorita —respondió Páez—. Está abatida y cree que nada tiene remedio; pero en la vida todo tiene algún remedio.

—Todo menos la muerte —recordó Peg.

—No creo que la muerte sea lo definitivo en la vida de nuestro espíritu —replicó Páez—. Yo la considero como un descanso que nuestra alma emplea en reflexionar, en revivir todo lo que ha hecho en la tierra. Entonces, cuando ya se ha dado cuenta de si ha hecho bien o ha hecho mal, puede volver a ocupar otro cuerpo y repetir la experiencia. Si entonces sale mal, puede que la otra muerte ya no tenga remedio; pero no creo que salga mal.

—¿Cree que vivimos dos veces? —preguntó Peg.

—Quizá más; pero en dos ya sería bastante. Uno vive una vida equivocada y en el momento de morir se da cuenta de su error. No sería justo que fuera demasiado tarde. Se le ha de dar otra oportunidad.

—Tal vez sí, o tal vez no —respondió Peg—. En una mesa de juego se apuesta por un número o por una carta. Si sale otra, ¿qué se le va a hacer? Mala suerte. Nadie devuelve el dinero para que juguemos de nuevo.

—Dios no es crupier —sonrió Antonio Páez—. Por lo menos no es lógico que lo sea.

—A veces dudo de que exista. Si pudo hacerme buena, ¿por qué me hizo mala?

—Usted no es mala.

—Sí lo soy. Lo veo ahora. Mi manera de ser no admite discusión: es mala. Lo mismo hubiese costado hacerme buena.

—Lo mismo cuesta hacer una rosa que un clavel. Lo mismo cuesta hacer una manzana que una pera o un melocotón. Sin embargo, hay de todo, para que podamos distinguir unas cosas de otras, unas cualidades de unos defectos.

—¿Con qué objeto?

—Soy un sencillo tendero que no puede discutir de esas cuestiones, señorita. Yo noto que en la vida hay algo más de lo que vemos. Los malos son castigados.

—¿Y los buenos no?

—A veces parece que son buenos; pero en realidad no lo son. Sólo lo parecen.

—Usted es bueno, Antonio.

—Trato de serlo. Nada más.

—Yo nunca lo he intentado.

—¿Olvida que hizo lo posible por salvar a mi hermano?

—Cualquiera lo hubiera hecho —replicó Peg.

—Había otros que trataron de matarle… y lo mataron.

—Eran unos salvajes. Además, estaban borrachos. Normalmente no le habrían hecho nada.

Peg acercóse a la ventana y clavó la mirada en el cielo.

—Hacía años que no me fijaba en las estrellas —murmuró.

Antonio Páez acercóse a ella. Mirando al cielo, declaró:

—A mí me gusta mucho contemplar el firmamento. Entonces es cuando me asombra más la inconsciencia humana.

—¿En qué sentido lo dice? —preguntó Peg.

—Ocupamos un trocito ínfimo de inconmensurable universo y aceptamos como la cosa más lógica del mundo que de todo ese universo sólo sirva de algo nuestro planeta, que ni es el más grande, ni el más hermoso, ni el más caliente.

—Dicen que los otros son inhabitables.

—No lo creo. A lo largo de ese inmenso sistema solar iremos caminando siglo tras siglo, de estrella en estrella, o de planeta en planeta, o de sol en sol. Nos separaremos de la Tierra y volveremos a hallarnos en Venus, Mercurio o en alguna de las estrellas de una constelación cualquiera.

—¿Cree que se puede vivir en el Sol? ¿Entre tanto fuego?

—¿Cree que se puede vivir en el fondo del mar, entre tanta agua?

—Los peces viven en el mar.

—Pero nosotros no. Nos faltan las características físicas propias de los peces; pero si las tuviésemos, viviríamos como viven ellos. Y si tuviésemos lo que se necesita para vivir entre las llamas y alimentarse con ellas, podríamos vivir en el Sol.

De pronto, Peg se volvió hacia Páez.

—Me marcho —dijo.

—¿Por qué? —preguntó, ansiosamente, Páez.

—Ya le he dicho que no soy buena. Me persigue un hombre a quien usted respeta mucho. En la partida de mi vida aposté a una carta equivocada. Era muy bonita…

—La partida aún no ha terminado, señorita. ¿Quiere aceptar mi humilde mano?

—¡Eh!

—¿Quiere casarse conmigo? Yo haré lo humanamente posible por lograr su felicidad.

Peg miró atentamente a Páez, como si buscara en él alguna muestra de demencia. Al fin preguntó:

—¿Por qué me pide eso? ¿Es porque me desea? Si sólo anhela mi cuerpo puedo ofrecérselo. Es lo menos que puedo hacer por quien se porta tan bien conmigo. No hace falta que se comprometa a casarse conmigo.

—Yo la amo de verdad. Ante todo deseo su alma. Luego, lo demás; pero ese demás lo considero secundario.

—Es usted muy raro, Páez. Aunque parezca imposible, me hace sentirme niña, como cuando las estrellas me parecían lucecitas encendidas por los ángeles en el firmamento.

—¿Acepta?

—No sé. ¿Cree usted en… en la posibilidad de limpiar una mancha tan grande como la propia vida con un pequeño acto de contrición?

—Se pueden necesitar años para levantar un palacio. Luego, con una mirada que dura unos segundos, se puede decidir si es hermoso o feo. ¿Por qué no se ha de poder arrepentir uno de todo cuanto ha hecho mal en la vida?

—Si fuera así… aún podría reparar mis culpas. Ayer noche fueron robadas unas joyas.

—Lo sé.

—Las joyas están en esta caja —y Peg señaló la que tenía sobre la mesa.

—Me lo imaginaba —replicó Páez.

—Las devolveremos a sus dueños.

—Es lo justo.

—¿Usted me ayudará?

—Con todas mis fuerzas…

Una llamada que llegó desde la puerta de la calle cortó en seco la conversación.

—Es Wemyss —musitó Peg—. Viene a buscar su parte en las joyas.

Nerviosamente abrió la caja y se disponía a sacar algunas de las joyas, cuando Páez la contuvo.

—Deben devolverse —dijo.

—¡Oh! Lo había olvidado.

De pronto, recordando algo, Peg escondió la caja bajo el sofá y cogiendo un papel salió al almacén, abrió una pequeña vitrina y sacó de ella un puñado de objetos de bisutería, entre los cuales había varios collares de cuentas, pulseras de latón y una serie de objetos sin valor alguno, que hacían las delicias de los indígenas. Lo envolvió todo en el papel y, yendo a la puerta, al otro lado de la cual sonaba la llamada, preguntó:

—¿Eres tú, James?

Abriendo la puerta, Peg le entregó el paquete que acababa de hacer.

—Aquí está tu parte de las joyas —dijo—. Huye lo antes posible.
El Coyote
nos ha vencido.

—Encontré tu caballo —replicó Wemyss—. Me extrañó… ¿Qué ha ocurrido?


El Coyote
ha matado a todos tus hombres, ha liberado a Yesares y dentro de poco te perseguirá. Cree que yo estoy lejos.

Lívido de terror, Wemyss cogió el paquete, advirtió a través del papel el duro contacto de las perlas y lo guardó en el bolsillo; después, montó a caballo y deseó:

—¡Buena suerte, Maise!

Capítulo XI: La justicia del
Coyote

Apenas había recorrido cien metros, James Wemyss tuvo que detenerse ante un jinete que empuñaba un revólver y cuyo rostro se ocultaba tras un antifaz negro. Vestía a la mejicana y la luz de uno de los escasos faroles de que disponía el alumbrado público de Los Ángeles, daba de lleno sobre él.

—¡
El Coyote
! —exclamó Wemyss, deteniendo su caballo. Pensó por un brevísimo instante empuñar su revólver; pero comprendió que si llegaba a hacerlo sólo conseguiría hacerse matar. Sosteniendo con una mano las riendas del caballo, levantó la otra en señal de rendición.

—Buen chico —aprobó
El Coyote
—. Así está bien. Pensé que me obligarías a matarte. ¿Adónde vas?

Wemyss movió negativamente la cabeza.

—Está bien —replicó
El Coyote
—. Si tú no quieres decirlo lo diré yo. Huyes de mí. Y en ese paquete crees llevar una fortuna en joyas. Ábrelo.

Wemyss obedeció y de sus temblorosas manos cayeron al suelo las perlas falsas, las pulseras de latón, los anillos de cobre. Su rostro expresaba su resistencia a creer la verdad de lo que estaba viendo.

—No puede ser —murmuró—. No puede ser. Me ha engañado…

Cuando miró hacia
El Coyote
, vio, asombrado, que había desaparecido. Buscó a su alrededor y encontróse solo. Miró al suelo y vio las piedras falsas, la prueba del engaño…

Obligando a su caballo a girar sobre sus cuartos traseros, Wemyss, ciego de rabia, regresó al almacén de Páez. Saltando a tierra se lanzó contra la puerta y la dejó colgando de sus goznes. Cuando llegaba a mitad del salón del almacén, vio aparecer a Páez y a Peg Marsh.

—¿Qué te ocurre? —preguntó Páez.

Wemyss tardó un rato en contestar. La boca le temblaba y no hallaba fuerzas para articular bien las palabras. Al fin consiguió decir:

—¡Me habéis engañado! Lo tenías planeado todo… Me disteis unos pedruscos y unos trozos de metal…

—James, no seas loco. Yo te explicaré…

—¡No necesito explicaciones de ti! —rugió Wemyss—. Ni de ese fantoche que está a tu lado. Querías deshacerte de mí. Me dijiste que huyera; que estábamos perdidos, que debía salvarme… Y me diste… ¡esto!

Wemyss tiró al suelo el papel que había envuelto las joyas falsas.

—Escúchame… —pidió Peg.

—¿Es que pretendes negarlo? —gritó el antiguo
sheriff
—. ¿Es que me vas a decir que todo esto es mentira? ¡Contesta!

—No lo niego, James; pero…

—¿Pero qué? —rugió Wemyss, empuñando su revólver y levantando el percutor—. ¡Contesta!

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