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Authors: Matilde Asensi

Todo bajo el cielo (39 page)

BOOK: Todo bajo el cielo
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—¿Y tu pie? —le pregunté al niño.

—Creo que no me lo he roto —aseguró—. El dolor se me está pasando.

—Ya veremos cuando se te enfríe después de estar quieto un buen rato.

—Sí, pero ahora puedo caminar.

—¡Tía...! ¡Biao...!

—¡Esperad un momento! —grité—. ¿Cómo les hacemos bajar? —le pregunté al niño.

—Creo que no hay otra forma —respondió mirando a nuestro alrededor—. Tienen que dejarse caer.

—Sí, pero corremos el riesgo de que se hagan daño.

—Que tiren primero las bolsas y nosotros las colocaremos como si fueran
k'angs
.

—La de Lao Jiang ni en sueños —repuse, alarmada.

—No —convino él muy serio—, la de Lao Jiang no.

La voz de mi sobrina sonó atemorizada cuando aseguró que ella no se sentía capaz de dejarse caer por el terraplén. Le dije, muy seria, que me parecía estupendo que se quedara arriba para cuidar de los animales pero que tuviera muy presente que, si no salíamos en varios días, pasaría sola todo ese tiempo, noches incluidas, y que eso me asustaba. Cambió rápidamente de opinión y, cuando le llegó el turno de saltar tras el maestro Rojo, se lanzó como una valiente. Saber que caes, no al vacío como suponía yo cuando me tiré sin pensar, sino a un suelo firme y carente de peligro, hace que el descenso sea distinto, más firme y seguro. Todos llegaron bien. Después de Fernanda, vino la dichosa bolsa de Lao Jiang con los explosivos. El no paraba de repetir desde arriba que no tuviésemos miedo, que no iba a pasar nada, pero los niños y yo nos alejamos rampa abajo hasta la siguiente plataforma por si las moscas. El maestro Rojo recibió el desagradable fardo en los brazos y, luego, lo dejó cuidadosamente a un lado para ayudar a Lao Jiang en su caída. Al poco, todos estábamos enteros y a salvo dentro de aquel pozo de la dinastía Han del que ascendía un extraño olor a podrido. Daba mucha tranquilidad —aunque no completa— saber que pisabas tierra firme reforzada con tableros y vigas que, por muy mal que estuvieran, algo harían porque nada temblaba.

No sé cuántos metros descendimos hasta que la luz se redujo a un punto blanco en lo alto que ya no iluminaba en absoluto. Desde luego, yo no había contado con aquella eventualidad pero, como siempre, Lao Jiang sí. Sacó un yesquero de plata de su bolsillo —el mismo con el que seguramente había prendido la mecha de la dinamita y que yo no le había visto hasta entonces— y, de su bolsa, extrajo también una gruesa caña de bambú en la que anduvo trasteando hasta que consiguió, al parecer, quitarle una pieza muy pequeña y, entonces, al acercarle la llama del yesquero, aquello se encendió lo mismo que una antorcha.

—Un antiguo sistema chino de iluminación para los viajes —nos explicó—, tan eficaz que, tras muchos siglos, aún se sigue utilizando.

—¿Y qué combustible lleva? —curioseó Fernanda.

—Metano. Un magnífico texto de Chang Qu
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del siglo IV describe la construcción de canalizaciones de bambú calafateadas con asfalto que conducían el metano hasta las ciudades para ser utilizado en el alumbrado público. Ustedes, en Occidente, no han iluminado sus grandes capitales hasta hace menos de un siglo, ¿verdad? Pues nosotros, no sólo lo conseguimos hace más de mil quinientos años sino que, además, también aprendimos a almacenar el metano en tubos de bambú como éste para usarlos como antorchas o como reservas de carburante. El metano se ha empleado en China desde antes de los tiempos del Primer Emperador.

El maestro Rojo y Pequeño Tigre sonrieron orgullosamente. La modestia china era una falacia como otra cualquiera. No había más que ver cómo se ponían en cuanto tenían algo de lo que presumir. Desde luego, sus muchos y muy valiosos y antiguos conocimientos eran dignos de asombro y admiración, pero cansaba un poco que siempre estuvieran vanagloriándose de ellos. A lo mejor es que necesitaban recordárselos a sí mismos para recuperar su orgullo nacional pero, francamente, resultaba un poco molesto. Yo había dado un salto suicida en busca de Biao y, sin embargo, no me dedicaba a mencionarlo para que me recordaran lo valiente que había sido (aunque me hubiera gustado, para qué nos vamos a engañar).

Después de aquello, con la antorcha china, el descenso por las rampas volvió a ser cómodo y seguro. Cada vez nos hundíamos más en las profundidades de la tierra y yo me preguntaba, asustada, cuándo recibiríamos el primer flechazo de ballesta. Caminaba con desconfianza, aunque ahora, después del salto, sentía un recobrado ánimo en mi interior que me volvía un poco más arrojada e intrépida. La sensación era muy dulce, como si volviera a tener veinte años y pudiera comerme el mundo.

—El camino se termina —dijo de pronto el maestro Rojo. Nos detuvimos en seco. Sólo nos quedaban dos plataformas y tres rampas para llegar al final. Curiosamente, a la profundidad en la que nos encontrábamos no hacía más frío que en el exterior; diría, incluso, que la temperatura era más agradable. Lo único difícil de soportar era el olor pero, después de llevar tres meses en China, incluso esto había dejado de ser un problema.

—¿Qué hacemos? —pregunté—. Las ballestas pueden empezar a disparar en cualquier momento.

—Habrá que arriesgarse —murmuró el anticuario.

No di ni un solo paso.

—Recuerde el
jiance
—me dijo, irascible—. El maestro de obras le explicaba a su hijo que, entrando por el pozo al que llegaría tras sumergirse en la presa, saldría directamente al interior del túmulo, frente a las puertas del salón principal que conduce al palacio funerario, y que allí se dispararían sobre él cientos de ballestas. Este pozo está muy alejado del túmulo. Las ballestas no están aquí.

—Pero, en la historia que contó el maestro Jade Rojo —me obstiné—, los ladrones que bajaron por estas mismas rampas nunca volvieron a subir.

—Pero no tuvieron que morir necesariamente en este lugar,
madame
—me contestó el maestro—. Los chinos somos muy supersticiosos y hace dos mil años todavía más. Es lógico suponer que, tratándose de la tumba de un emperador tan poderoso, los primeros sirvientes que entraron en ella estarían aterrados. Probablemente serían presos, como los que construyeron el mausoleo y arriba, en la superficie, se habrían quedado los capataces y los nobles esperando a ver qué ocurría.

—¿Y qué ocurrió? —preguntó Biao como si no hubiera oído nunca la historia.

—Pues que los que bajaron no volvieron a subir —sonrió el maestro—. Era todo lo que decía la crónica que leí. Pero eso asustó tanto a los que esperaban fuera que cegaron el pozo como si temieran que algo espantoso pudiera escaparse de aquí.

—Profanar una tumba en China —comenté—, donde tanto se venera y respeta a los antepasados, debe de ser algo terrible.

—Y mucho más la tumba de un emperador a quien los propios Han no habían dejado ni un solo descendiente vivo para que pudiera llevar a cabo las ceremonias funerarias en su honor que marca la tradición.

—Hagamos una cosa —propuse—. Vayamos tirando nuestras bolsas por delante de nosotros y así sabremos si el camino está despejado.

—Una idea muy buena, Elvira.

—Pero su bolsa no, Lao Jiang.

Seguimos descendiendo un poco más y empezamos a lanzar los hatos con mucho impulso para que llegaran lo más lejos posible del pozo y de los restos destrozados del suelo que se había hundido bajo el peso de Biao. Y no ocurrió nada. Ninguna flecha los atravesó.

—La trampa no está aquí —dijo el maestro Rojo.

—Pues sigamos adelante.

El último pie que pusimos en la última pendiente fue el primero de una visión desconcertante que nos dejó boquiabiertos: frente a nosotros se abría una inmensa extensión aparentemente vacía, jalonada por columnas lacadas en negro y decoradas con motivos de dragones y nubes, sin capiteles ni basas. El techo de placas de cerámica se encontraba a unos tres metros de altura y se sostenía gracias a unas traviesas fabricadas con gruesos troncos que no me inspiraron demasiada confianza. Muchas de las placas se habían desprendido y yacían hechas añicos sobre el piso de baldosas.

—¿Dónde estamos? —preguntó mi sobrina.

—Yo diría que en el recinto exterior del palacio funerario —conjeturó Lao Jiang señalando con el dedo algo que quedaba oculto tras una de las columnas. Di unos pasos hacia adelante y me llevé un susto de muerte al descubrir a un hombre arrodillado, con el cuerpo descansando sobre los talones y las manos escondidas dentro de las «mangas que detienen el viento». Era grande e iba muy bien peinado con un moño sobre la nuca y raya en el centro.

—¿Es una estatua? —Fue una pregunta tonta por mi parte, ya que era obvio que no podía tratarse de un ser humano auténtico, pero es que parecía terriblemente real, tan real como cualquiera de nosotros.

—¡Claro que es una estatua, tía! —se rió mi sobrina.

—Sí, pero no una estatua cualquiera. Es magnífica —aseguró Lao Jiang, sinceramente impresionado. Se acercó aún más y llamó a Biao. El niño avanzó con paso inseguro. El anticuario le dio la antorcha y le colocó el brazo a la altura que deseaba que la sostuviera. Luego, se caló las gafas en la nariz y se inclinó para estudiarla mejor—. Es la representación de un joven siervo de la dinastía Qin. Está hecho con arcilla cocida y todavía conserva la pigmentación, lo cual resulta extraordinario. Fíjense en el color de su cara y en el pañuelo rojo que lleva anudado al cuello. Impresionante.

—Fue colocado mirando al sur —indicó el maestro Rojo—, hacia el túmulo.

—Deberíamos seguir —manifesté. Nunca me habían gustado mucho las estatuas, sobre todo las de forma humana como aquélla, tan realistas. Siempre tenía la sensación, cuando visitaba los museos de París, de que las esculturas me miraban y de que no eran falsos ojos de piedra los que me seguían. Procuraba salir corriendo de ese tipo de salas.

Pero aquel joven siervo no fue el único que encontramos. Cada cierto número de columnas había uno parecido, todos mirando hacia el sur, la misma dirección que nosotros seguíamos, y también funcionarios imperiales, en pie, vestidos con gruesas chaquetas y amplios pantalones negros, luciendo vistosos lazos al cuello y, colgando del cinto, sus instrumentos de escritura. Además hallamos esqueletos de animales que bien podían ser ciervos o cualquier otra especie salvaje, junto a pesebres de cerámica y con la argolla que les sujetaba a las columnas todavía alrededor de las vértebras del cuello. Sólo eran huesos y cráneos, pero impresionaban en medio de aquellas tinieblas. Descubrimos muchas otras cosas igualmente extrañas porque había también compartimentos con altares de piedra lujosamente adornados sobre los que aún descansaban los más variados cacharros de bronce cubiertos de cardenillo (jarras, jarrones, hervidores, calderos de tres patas...), habitaciones que debieron de albergar hermosos cojines y cortinas de seda, algunas estancias con armas, otras con miles de
jiances
, cocinas repletas de animales de arcilla como aves de caza, cerdos o liebres junto a los más variados utensilios de carnicero e, incluso, cuadras completas de caballos con los esqueletos en el suelo, prácticamente deshechos. Pero, lo más hermoso de todo, con diferencia, eran las cámaras repletas de lujosos vestidos ceremoniales confeccionados con sedas y piezas de jade. En éstos ni siquiera nos atrevimos a entrar por miedo a que nuestra presencia dañara las delicadas telas de dos milenios de antigüedad. Caminamos durante mucho tiempo, impresionados y también un poco sobrecogidos por las cosas que veíamos. Conforme nos acercábamos al túmulo el techo se iba haciendo más y más alto, alejándose de nuestras cabezas basta alcanzar una altura desproporcionada. Pronto descubrimos la razón: un largo muro de tierra enlucida pintado de rojo nos impedía seguir avanzando. Era tan alto que no divisábamos el final (aunque también es verdad que la antorcha de Lao Jiang no daba para muchas alegrías y que su círculo luminoso no llegaba más allá de los tres o cuatro metros).

—¿Y ahora, qué? —inquirí—. ¿Derecha o izquierda?

El maestro Rojo sacó su
Luo P'an
de la bolsa y lo consultó. No sé qué cálculos extraños haría pero pasaba la uña del índice repetidamente sobre los signos y caracteres del plato de madera y se le veía sumamente concentrado.

—Las «Venas del dragón»... —murmuró al fin, levantando la cabeza, satisfecho.

—Las líneas de energía
qi
—explicó Lao Jiang.

—... fluyen hacia el sur pero hay otra, mucho más débil, de este a oeste. Si los cálculos de las Nueve Estrellas son correctos —afirmó el maestro—, llegaremos antes a la puerta principal yendo por la derecha.

—No me pregunten sobre las Nueve Estrellas —nos advirtió Lao Jiang a los niños y a mí viéndonos coger aire y abrir las bocas—. Son asuntos de
Feng Shui
muy complicados que sólo conocen los grandes expertos.

De manera que continuamos caminando y, unos diez minutos más tarde, llegamos a la esquina de la muralla, que torcimos para seguir descendiendo. La pared presentaba grandes desconchones que dejaban al descubierto la tierra apisonada de su interior y nosotros, al caminar, aplastábamos los trozos de enlucido rojo produciendo, para mi gusto, un ruido áspero que, en aquellas oscuras soledades, sonaba preocupante.

Al cabo de bastante tiempo —no sabría puntualizar cuánto, puede que una media hora o quizá un poco más— alcanzamos el final y torcimos a la izquierda. Ya no debía de faltar mucho para la puerta. Mis sentidos se aguzaron: con un poco de suerte (o de mala suerte, según cómo se mirase), podríamos ver los restos de los sirvientes que murieron asaeteados por los disparos de las ballestas y eso nos avisaría del peligro. Pero cuando por fin llegamos, no advertimos nada que nos indicara que ninguna flecha se hubiera disparado nunca en aquel lugar aunque, sin duda, alguien había pasado por allí antes que nosotros porque las hojas de aquel inmenso portalón de casi cinco metros de altura, cada una de ellas adornada con una enorme argolla de hierro oxidado que colgaba de una aldaba con forma de cabeza de tigre, estaban abiertas de par en par. Las atravesamos con prevención, mirando en todas direcciones, pues, pasándolas, entrabas en una especie de túnel abovedado de unos diez metros de largo que parecía el lugar ideal para un ataque por sorpresa. Aquélla era una edificación monumental, de unas dimensiones colosales. Ningún rey europeo había tenido nunca un enterramiento tan grandioso. No era de extrañar que hubieran hecho falta tantísimos condenados a trabajos forzados para llevarlo a cabo. Ni las pirámides de Egipto se le podían comparar.

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