Todo lo que tengo lo llevo conmigo (5 page)

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Authors: Herta Müller

Tags: #Histórico

BOOK: Todo lo que tengo lo llevo conmigo
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Por la noche, mientras regresaba arrastrando los pies, solía decirme: El cemento disminuye cada vez más, puede desaparecer espontáneamente. Yo también soy de cemento y disminuyo cada vez más. Por qué no puedo desaparecer.

Las mujeres de la cal

L
as mujeres de la cal forman una de las ocho brigadas de la obra. Ellas arrastran el carro de caballos con los trozos de cal por la escarpada pendiente situada junto a las caballerizas, después bajan hasta el borde de la obra, donde se encuentra la fosa de descarga. El carro es un enorme cajón trapezoidal de madera. A cada lado de la lanza van uncidas cinco mujeres con correas de cuero alrededor de los hombros y las caderas. Las escolta un guardia que camina a su lado. Mientras tiran, tienen los ojos hinchados y húmedos y la boca entreabierta por el esfuerzo.

Una de las mujeres de la cal es Trudi Pelikan.

Cuando la lluvia olvida durante semanas la estepa y el barro que rodea la fosa de descarga se seca como las algodonosas silvestres, las moscas del lodo se tornan molestas. Trudi Pelikan dice que las moscas del barro huelen la sal en los ojos y el dulzor en el paladar. Y cuanto más débil estás, más te lloran los ojos y más se endulza tu saliva. A Trudi Pelikan la uncían atrás del todo, porque ya estaba muy débil para ir delante. Las moscas del barro ya no se le posaban en el rabillo del ojo ni en los labios, sino en la pupila y en el interior de la boca. Trudi Pelikan empezó a tambalearse. Cuando cayó, el carro le pasó por encima de los dedos de los pies.

Sociedad intérlope

T
rudi Pelikan y yo, Leopold Auberg, éramos de Hermannstadt. Antes de que nos obligaran a subir al vagón de ganado, no nos conocíamos. Artur Prikulitsch y Beatrice es decir Tur y Bea, se conocían desde la infancia. Procedían de Lugi, un pueblo de montaña situado en el rincón de los tres países de los Cárpatos ucranianos. De la misma zona, de Rajiv, procedía el barbero Oswald Enyeter. También el acordeonista Konrad Fonn venía del rincón, de los tres países, de la pequeña ciudad de Sucholol. Mi compañero de camión Karli Halmen era de Kleinbetschkerek, y Albert Gion, con el que estuve más tarde en el sótano de la escoria, de Arad. Sarah Kaunz, la del sedoso vello en las manos, había nacido en Wurmloch; Sarah Wandschneider, la de la verruga en el anular, en Kastenholz. Ellas no se conocían antes del campo de trabajo, pero parecían hermanas. En el campo las llamaban las dos Siris. Irma Pfeifer procedía de la pequeña ciudad de Deta; la sorda Mitzi, es decir, Annamarie Berg, de Mediasch. El abogado Paul Gast y su esposa, la señora Heidrun Gast, eran de Oberwischau. El tamborilero Kowatsch Anton provenía de la región montañosa del Banato, de la pequeña localidad de Karansebesch. Katharina Seidel, a la que llamábamos Imaginaria-Kati, venía de Bakowa. Era deficiente y durante los cinco años no supo dónde estaba. El mecánico Peter Schiel, muerto por beber aguardiente de hulla, era de Bogarosch. La cantarina Loni, Ilona Mich, de Lugosch. El señor Reusch, el sastre, de Guttenbrun. Etc. Todos nosotros éramos alemanes y nos fueron a buscar a casa. Salvo Corina Marcu, que llegó al campo de trabajo con tirabuzones, abrigo de piel, zapatos de charol y un broche con un gato en el vestido de terciopelo. Era rumana, y los soldados de guardia de nuestro transporte, tras capturarla de noche en la estación de Buzău, la metieron en el vagón de ganado. Seguramente tenía que llenar un hueco en la lista, sustituir a alguna fallecida durante el trayecto. Murió de frío el tercer año paleando nieve en un tramo de la vía férrea. Y David Lommer, llamado Cítara-Lommer porque tocaba ese instrumento, era judío. Cuando le expropiaron su taller de sastrería, recorrió el país ofreciendo sus servicios de maestro sastre y entrando en las mejores casas. No le cabía en la cabeza que hubiese ido a parar a la lista de los rusos por ser alemán. Era oriundo de Dorohoi, en la Bucovina. Sus padres y su esposa habían huido de los fascistas en compañía de sus cuatro hijos. Él no sabía adónde y ellos ignoraban su paradero desde antes de su deportación. Estaba en Grosspold, cosiendo un traje de chaqueta de lana para la mujer de un oficial, cuando fueron a buscarlo.

Ninguno de nosotros luchó en ninguna guerra, pero para los rusos éramos culpables de los crímenes de Hitler por nuestra condición de alemanes. También Cítara-Lommer, que pasó tres años y medio en el campo de trabajo. Una mañana se detuvo delante de la obra un automóvil negro. Descendieron dos desconocidos con lujosos gorros de astracán y hablaron con el capataz. Después se llevaron en el coche a Cítara-Lommer. A partir de ese día la cama de Cítara-Lommer en el barracón permaneció vacía. Bea Zakel y Tur Prikulitsch debieron de vender su maleta y su cítara en el bazar.

Bea Zakel dijo que los de los gorros de astracán eran miembros de alto rango del partido en Kiev. Habían trasladado a Odessa a Cítara-Lommer y desde allí lo habían embarcado hacia Rumanía.

En su calidad de paisano, el barbero Oswald Enyeter se permitió el lujo de preguntar a Tur Prikulitsch por qué a Odessa. Tur contestó que a Lommer no se le había perdido nada aquí, que desde Odessa podría ir adonde quisiera. Yo le dije al barbero en lugar de a Tur: Adonde va a querer ir, ya no tiene a nadie en su tierra. Tur Prikulitsch contenía la respiración para no moverse. El barbero le estaba recortando los pelos de la nariz con unas tijeras oxidadas. Cuando terminó con la segunda fosa nasal, le cepilló de la barbilla los pelos recortados como hormigas y se giró a medias, apartándose del espejo, para que Prikulitsch no se diera cuenta de que me guiñaba el ojo. Estás satisfecho, preguntó. Tur respondió: Con mi nariz sí.

Fuera, en el patio, la lluvia había cesado. El carro del pan traqueteaba por los charcos de la entrada. Todos los días el mismo hombre tiraba del carro con el pan de molde y cruzaba la puerta del campo de trabajo hasta llegar al patio trasero de la cantina. El pan iba siempre tapado con un paño blanco, como si fuera un montón de cadáveres. Pregunté qué grado tenía el hombre del pan. El barbero repuso que ninguno, el uniforme lo había heredado o robado. Con tanto pan y tanta hambre necesitaba el uniforme para inspirar respeto.

El carro tenía dos ruedas altas y dos largos brazos de madera. Se parecía al gran carretón con el que en casa recorrían las carreteras los afiladores, de localidad en localidad, durante todo el verano. El hombre del pan cojeaba cuando se apartaba del carro. Una de sus piernas era una pata de palo hecha de mangos de pala unidos con clavos, informó el barbero. Yo envidiaba al hombre del pan, tenía una pierna de menos, pero mucho pan. También el barbero seguía con la vista el carro. Él sólo conocía el hambre a medias, seguramente hacía negocios ocasionales con el hombre del pan. También Tur Prikulitsch, que tenía el estómago harto, seguía con los ojos al hombre del pan, quizá para controlarlo o de manera inconsciente. Yo no sabía por qué, pero me pareció que el barbero quería apartar la atención de Tur Prikulitsch del carro del pan. De otro modo no podía explicarme por qué, justo cuando me senté en la banqueta, dijo: Menuda sociedad intérlope formamos aquí, en el campo de trabajo. Gente de todas partes, como en un hotel en el que resides una temporada.

Fue en la época de la obra. Qué tendrían que ver con nosotros expresiones como
Sociedad Intérlope, Hotel
y
temporada
. El barbero no era cómplice de la dirección del campo, pero sí un privilegiado. Le permitían vivir y dormir en su barbería. Nosotros, con nuestros barracones y el cemento, ya no teníamos ningún chiste en la cabeza. Aunque ese día Oswald Enyeter no tenía la barbería para él, nosotros entrábamos y salíamos. Él no paraba de cortar el pelo y de afeitar. Algunos hombres lloraban al mirarse al espejo. Mes tras mes, debió de ver cómo entrábamos por su puerta cada vez más depauperados. Durante los cinco años, él supo exactamente quién seguía acudiendo aunque estuviera ya medio céreo. Y quién había dejado de acudir porque estaba cansado de trabajar y enfermo de nostalgia o muerto. Me habría gustado no soportar todo aquello. Por su parte, Oswald Enyeter no tenía que soportar ninguna brigada ni un maldito día de cemento. Ni turnos de noche en el sótano. Nuestra depauperación lo agobiaba, pero el cemento no lo sometía a un engaño desmedido. Él se veía obligado a consolarnos y nosotros nos aprovechábamos porque no podíamos hacer otra cosa. Porque estábamos muertos de hambre y enfermos de nostalgia, porque nos habíamos apartado del tiempo y de nosotros mismos y habíamos acabado con el mundo. Mejor dicho, el mundo con nosotros.

Aquel día me levanté de un salto de la silla y grité que, a diferencia de él, yo sólo tenía sacos de cemento, no un hotel. Y entonces di una patada a la banqueta, que casi se volcó, y dije: Aquí usted, señor Enyeter, forma parte de los propietarios del hotel, yo no.

Siéntate, Leo, repuso, yo creía que nos tuteábamos. Te equivocas, aquí el propietario se llama Tur Prikulitsch. Y éste, asomando la punta rosácea de la lengua por la comisura de los labios, asintió. Era tan estúpido que se sintió halagado, se peinó ante el espejo y sopló el peine. Depositó éste sobre la mesa y las tijeras encima, y a continuación colocó las tijeras junto al peine y éste sobre las tijeras. Acto seguido, se marchó. Cuando Tur Prikulitsch salió, Oswald Enyeter dijo: Has visto, el propietario es él, él nos tiene en jaque, no yo. Vuelve a sentarte, puedes callar sobre los sacos de cemento, yo tengo que hablar con todo el mundo. Alégrate de saber todavía lo que es un hotel. Lo que todavía sabe la mayoría, hace mucho que ha cambiado. Todo, salvo el campo de trabajo, repuse.

Aquel día no me senté en la banqueta. Me mantuve en mis trece y me fui. Entonces no lo habría reconocido, yo era tan vanidoso como Tur Prikulitsch. Me halagó que Enyeter se mostrase conciliador, aunque no tenía necesidad de ello. Cuanto más me rogaba, más decidido estaba a marcharme sin afeitar. Con cañones de barba en la cara, el cemento resultaba aún más molesto. A los cuatro días regresé para sentarme en la banqueta como si nada hubiera pasado. Estaba tan cansado de la obra que su hotel me daba igual. Tampoco el barbero volvió a mencionar el asunto.

Semanas más tarde, cuando el hombre del pan tiraba del carro vacío hacia la puerta del campo, volví a recordar el
hotel
. Entonces me gustó. Lo necesitaba contra el hastío. Regresé al trote de descargar cemento en el turno de noche, como el ternero que sale al frescor de la mañana. En el barracón todavía dormían tres. Me tumbé en la cama sucio como estaba y me dije: Aquí en el hotel nadie necesita llave. Sin recepción, la morada abierta, condiciones como en Suecia. Mi barracón y mi maleta permanecen siempre abiertos. Mis objetos de valor son el azúcar y la sal. Debajo de la almohada está mi pan seco, ahorrado a base de quitármelo de la boca. Es una fortuna y se vigila él mismo. Soy un ternero en Suecia, y un ternero se comporta igual cada vez que entra en la habitación de su hotel: mira primero debajo de su almohada para comprobar si el pan sigue en su sitio.

La mitad del verano estuve en el cemento y fui un ternero en Suecia, volvía del turno diurno o nocturno y jugaba en el hotel de la mente. Algunos días tenía que reírme para mis adentros. Otros el
hotel
se desplomaba sobre sí, es decir sobre mí, y se me saltaban las lágrimas. Deseaba animarme, pero ya no me conocía. La maldita palabra
hotel
. Los cinco años enteros vivimos muy cerca…, en el recuento.

Madera y algodón

H
abía dos tipos de calzado: los chanclos de goma eran un lujo. Los zapatos de madera, una catástrofe, pues sólo la suela era de madera, una tablita de dos dedos de grosor. La parte de arriba era una tela de arpillera gris con una estrecha tira de cuero alrededor. El paño estaba fijado con clavos a la suela a lo largo de la tira de cuero. Como la tela de saco era demasiado endeble para aguantar los clavos, se rompía siempre, primero por los talones. Los zapatos de madera eran cerrados, tenían ojetes para atarlos, pero no había cordones. Se enhebraba un alambre fino al que se daba vueltas en los extremos, retorciéndolo sobre sí mismo. En los ojetes, la tela de saco también se hacía trizas al cabo de pocos días.

Los zapatos de madera impiden doblar los dedos. No levantas los pies del suelo, deslizas las piernas. De tanto arrastrar los pies, se te ponen tiesas hasta la rodilla. Cuando las suelas de madera se abrían por los talones, era un alivio, los dedos recobraban en parte la libertad y podías doblar mejor la rodilla.

En los zapatos de madera no había derecho ni izquierdo y sólo tres tallas, diminuta, gigantesca y muy raramente mediana. En el lavadero escogías del montón dos zapatos de madera con lona del mismo tamaño. Bea Zakel, la amante de Tur Prikulitsch, era la dueña de nuestra ropa. A algunos les ayudaba a rebuscar para encontrar dos piezas bien clavadas. Con otros se limitaba a acercar un poco su silla, sin agacharse, al montón de zapatos y vigilaba para que no robasen nada. Ella misma calzaba buenos zapatos bajos de cuero, y cuando hacía un frío glacial, botas de fieltro. Si tenía que caminar por el barro, se ponía chanclos de goma encima.

Según el plan de la dirección del campo de trabajo, los zapatos de madera tenían que durar medio año. Pero al cabo de tres o cuatro días el tejido se había roto por los talones. A través del trueque, todos intentaban agenciarse unos chanclos de goma adicionales, flexibles y ligeros, un palmo más grandes que el pie. Así había sitio suficiente para superponer varios paños que usábamos en lugar de calcetines. Para que los pies no se salieran de los chanclos al andar, se sujetaban por debajo de la suela con un trozo de alambre atado al empeine, tras enrollarlo bien. El lugar del empeine donde quedaba el nudo de alambre era el punto neurálgico, en ese sitio siempre se desollaban los pies. Y en la herida te salía el primer sabañón. Tanto los zapatos de madera como los chanclos se pasaban todo el invierno helados y adheridos a los trapos por el frío. Y los trapos a la piel. Los chanclos de goma eran aún más fríos que los zapatos de madera, pero duraban meses.

La ropa de trabajo, la única que había, o sea la ropa del campo, el uniforme de los internos, se repartía semestralmente. No había diferencias entre la ropa de hombres y mujeres. Además de los zapatos de madera y los chanclos de goma, la ropa de trabajo incluía ropa interior, un traje de algodón, guantes de trabajo, paños para los pies, una toalla y un trozo de jabón cortado de una barra que desprendía un intenso olor a sodio. Escocía la piel, era mejor mantenerlo lejos de las heridas.

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