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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, #Romántico

Tokio Blues (3 page)

BOOK: Tokio Blues
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Al atardecer se arriaba la bandera siguiendo el mismo ritual. Sólo que en orden inverso al matutino. Se arriaba la bandera y se guardaba dentro de la caja. Durante la noche no ondeaba.

¿Por qué tenían que arriarla de noche? Las razones se me escapaban. La nación sigue existiendo durante la noche, y hay mucha gente que trabaja a esas horas. Las brigadas del ferrocarril, los taxistas, las chicas de alterne, los bomberos con turno de noche, los guardas nocturnos de los edificios… Me parecía injusto que todas las personas que trabajaban de noche no contaran con la tutela del Estado. Aunque era cierto, quizá no tenía mucha importancia. Tal vez no le preocupaba a nadie y fui yo el único que reparó en ello. Y a mí, en realidad, sólo se me pasó una vez por la cabeza, y no tuve ganas de llevar las cosas más lejos.

Las habitaciones se distribuían de la siguiente manera: las dobles para los estudiantes de primero y segundo; las individuales para los de tercero y cuarto curso. Las habitaciones dobles tenían una superficie de seis
tatami
[2]
, si bien la forma era un poco más estrecha y alargada de lo habitual. En la pared del fondo había una ventana con el marco de aluminio y, frente a la ventana, dos mesas y dos sillas, espalda contra espalda, para facilitar el estudio. A la izquierda de la puerta, una litera de hierro de dos pisos. Todos los muebles eran austeros y resistentes. Aparte de las mesas y la litera, había una mesita baja y una estantería empotrada. Por más buenos ojos con que la miraras, la estancia no tenía nada de poético. En los estantes de la mayoría de habitaciones se alineaban transistores, secadores del pelo, cafeteras y hervidores eléctricos, café instantáneo, bolsitas de té, terrones de azúcar, ollas y vajilla sencilla para preparar
raamen
[3]
instantáneo. En las paredes de yeso,
pin-ups
de
Heibon Panchi
[4]
o pósters, arrancados de alguna parte, de películas porno. En una de las paredes habían pegado, en broma, la fotografía de dos cerdos copulando, pero ésa era una excepción, pues lo que colgaba de la mayoría de las paredes eran fotos de mujeres desnudas y de jóvenes cantantes y actrices. Encima de la mesa se alineaban manuales, diccionarios y novelas.

Al ser habitaciones masculinas, solían estar muy sucias. En el fondo de las papeleras había pegadas pieles de mandarinas enmohecidas, y las latas vacías que hacían las veces de ceniceros estaban atiborradas, hasta una altura de unos diez centímetros, de colillas que, cuando humeaban, apagábamos echándoles café o cerveza, por lo que despedían un asfixiante olor agrio. Todos los utensilios de cocina estaban ennegrecidos y tenían pegados restos de comida de dudosa procedencia, y el suelo estaba sembrado de envoltorios de celofán de
raamen
instantáneo, botellas de cerveza vacías, tapas…, un poco de todo. A nadie se le ocurría tomar una escoba, barrer la porquería, recogerla con la pala y tirarla a la papelera. Las ráfagas de aire levantaban nubes de polvo del suelo. Todas las habitaciones despedían un hedor nauseabundo, distinto en cada habitación, aunque los componentes eran exactamente los mismos: sudor, olor corporal y basura. Todos arrojábamos la ropa sucia debajo de la cama y, como a nadie se le ocurría airear los futones a menudo, éstos estaban completamente empapados en sudor y apestaban sin remedio. Que un caos de tal magnitud no originara una epidemia letal es algo que aún hoy sigue extrañándome.

Mi habitación, por el contrario, estaba limpia como una patena. No había ni una mota de polvo en el suelo, ni vaho que empañara el cristal de las ventanas; los futones se tendían al sol una vez por semana, los lápices estaban colocados dentro de su bote, las cortinas se lavaban cada mes. Y es que mi compañero de habitación era patológicamente limpio. En una ocasión les conté a los chicos de las otras habitaciones: «El tío incluso lava las cortinas», pero no me creyeron. Nadie sabía que las cortinas tuvieran que lavarse de vez en cuando. Todos pensaban que era algo que siempre había colgado de las ventanas.

«Es un anormal», decían. Y, empezaron a llamarlo Nazi o Tropa-de-Asalto.

Ni siquiera teníamos
pin-ups.
De nuestra pared colgaba la imagen de un canal de Ámsterdam. Cuando intenté pegar el póster de una mujer desnuda, mi compañero me espetó: «Wat-wat-anabe. A mí, no me gus-gustan esas co-cosas», lo arrancó y pegó el póster del canal. Puesto que yo no suspiraba por tener una mujer desnuda colgando de la pared, no protesté. Todos los que venían a nuestra habitación decían: «¿Pero esto qué es?». Alguna vez comenté: «Tropa-de-Asalto se masturba mirándolo». Fue una broma, pero todos lo creyeron. Lo aceptaron con tanta naturalidad que yo mismo acabé pensando que era cierto.

Todos me compadecían por tener que compartir habitación con Tropa-de-Asalto, pero a mí no me desagradaba. Mientras yo mantuviera limpias mis cosas, él me dejaba en paz, así que era un compañero bastante cómodo. Él se encargaba de la limpieza, tendía los futones, sacaba la basura. Cuando yo tenía mucho trabajo y llevaba tres días sin bañarme, él arrugaba la nariz y me aconsejaba que me diera un baño. También solía decirme que fuera al barbero o que me cortara los pelos de la nariz. Lo único molesto era que, en cuanto veía un insecto, pulverizaba insecticida por toda la habitación, y yo entonces tenía que refugiarme en el caos de la habitación vecina.

Tropa-de-Asalto estudiaba geografía en una universidad pública.

—Es-estoy estu-tudiando ma-mapas —me dijo cuando nos conocimos.

—¿Te gustan los mapas? —le pregunté.

—Sí. Cuando acabe la universidad quiero entrar en el Instituto Nacional de Geografía y hacer ma-mapas.

Me admiró la gran diversidad de deseos y objetivos que pretende alcanzar el ser humano. Era una de las primeras cosas que me habían sorprendido al llegar a Tokio. Si no hubiera algunas personas —no hace falta que sean muchas— que se interesan, apasionan incluso, por la cartografía, tendríamos un serio problema. Pero me extrañaba que alguien que tartamudeaba cada vez que pronunciaba la palabra «mapa» quisiera entrar en el Instituto Nacional de Geografía. A veces tartamudeaba y a veces no, pero cuando se trataba de la palabra «mapa» tartamudeaba el cien por cien de las veces.

—¿Qué es-estudias? —me preguntó.

—Teatro —le respondí.

—¿Haces teatro?

—No. Se trata de leer obras de teatro, de investigar. Ya sabes, Racine, Ionesco, Shakespeare…

Repuso que, aparte de Shakespeare, no había oído hablar jamás de los otros autores. Yo apenas los conocía, pero figuraban en el índice de materias del curso.

—Bu-bueno, sea como sea, eso es lo que te gusta —dijo.

—No especialmente —repuse.

Esta respuesta lo desconcertó. Y cuando se desconcertaba su tartamudeo se agravaba. Me sentí culpable.

—Me daba igual una cosa que otra —le expliqué—. Etnología, historia de Asia… Al final elegí teatro un poco por casualidad.

Por supuesto, no era ése el tipo de explicación que podía convencerlo.

—No lo en-entiendo. —Puso cara de no entender nada—. En mi ca-caso, me gustan los ma-mapas, y por eso estudio ma-mapas. Por eso, he en-entrado en una universidad de Tokio, y mis padres me envían di-dinero. Pero tú dices que a ti no te pa-pasa lo mismo que a mí…

Su argumento era más lógico que el mío, así que desistí de seguir dándole explicaciones. Luego nos jugamos a los chinos qué litera usaría cada uno. A mí me tocó la de arriba y a él la de abajo.

Él siempre vestía camisa blanca, pantalones negros y jersey azul marino. Llevaba la cabeza rapada, era alto, de pómulos marcados. Para ir a la universidad, se ponía siempre el uniforme de estudiante y zapatos de cordones negros. Tenía toda la pinta de ser un estudiante de derechas y, por eso, los demás chicos lo llamaban Tropa-de-Asalto, pero la verdad es que no sentía ningún interés por la política. Le daba pereza elegir la ropa y, en consecuencia, vestía siempre así. Su interés se limitaba a las transformaciones de la línea costera, a la construcción de un nuevo túnel del ferrocarril, a ese tipo de cosas. Cuando empezaba a hablar de esos temas, podía pasarse una o dos horas tartamudeando y encallándose, hasta que yo acababa huyendo de la habitación o me dormía.

Cada mañana se levantaba a las seis usando el «Que tu reinado…» como despertador. Así que no puede decirse que aquella ceremonia ostentosa de izamiento de la bandera no sirviera para nada. Se vestía, iba al baño y se lavaba la cara. Tardaba tanto rato que yo me preguntaba si se quitaba los dientes y se los lavaba uno por uno. Cuando volvía a la habitación, alisaba con esmero las arrugas de la toalla y la ponía a secar sobre el radiador, depositaba el cepillo de dientes y el jabón en la repisa. Luego encendía la radio y empezaba su sesión de gimnasia radiofónica.

Solía quedarme leyendo hasta tarde y, por las mañanas, dormía como un bendito hasta las ocho. Por más que Tropa-de-Asalto se levantaba y daba vueltas por la habitación, por más que encendía la radio y empezaba a hacer gimnasia, yo seguía durmiendo como si nada. Hasta que se ponía a dar saltos, claro. No me despertaba exactamente, pero, cada vez que brincaba —y daba grandes saltos—, con la vibración, la litera daba una sacudida. Lo soporté tres días. Había oído que, en la convivencia, hay que aguantarse hasta cierto punto. A la cuarta mañana llegué a la conclusión de que mi tolerancia había llegado a un límite.

—Perdona, pero ¿no podrías hacer gimnasia en la azotea? —le solté a bocajarro—. No puedo dormir.

—Pero si son ya las seis y media —dijo con cara de incredulidad.

—Ya lo sé. Para mí las seis y media es hora de estar durmiendo. No podría explicarte por qué, pero es así.

—Im-imposible. Si lo hago en la azotea, los del tercer piso se quejarán. Aquí no hay problema, como debajo hay un almacén nadie se queja.

—Entonces puedes hacerla en el patio. En el césped.

—Im-imposible también. Mi ra-radio no es un transistor. Si no hay enchufe, no puedo usarla. Y sin música, no puedo hacer la gimnasia de la ra-radio.

La verdad es que su radio era de un modelo muy anticuado y funcionaba sin pilas. Yo tenía un transistor, pero sólo sintonizaba FM para escuchar música. «¡Qué fuerte!», pensé.

—Negociemos —sugerí—. Tú puedes hacer la gimnasia aquí. Pero, a cambio, te olvidas de la parte de los saltos. Haces mucho ruido…

—¿Saltos? —repitió asombrado—. ¿Saltos? ¿Y eso qué es?

—Saltos son saltos. Levantar una pierna y otra, saltar…

—De eso no hay.

Empezó a dolerme la cabeza. Sentí que tanto me daba una cosa que otra, pero ya que había sacado el tema a colación, decidí que lo mejor sería zanjarlo y, tarareando la música de apertura del programa radiofónico de gimnasia de la cadena de televisión NHK, empecé a dar saltos en el suelo.

—¡Mira! Es esto. Hay, ¿no?

—Sí que los hay. No me había da-dado cuenta.

—Así que —proseguí sentándome en la cama— quiero que te saltes esta parte. El resto lo soportaré. ¿Harás el favor de olvidarte de la parte de los saltos y me dejarás dormir en paz?

—Im-imposible —me dijo con la mayor naturalidad del mundo—. No puedo saltarme ninguna parte. Hace diez años que hago lo mismo todos los días. En cuanto empiezo me sale todo, una cosa tras otra. Si me saltara una parte, no podría continuar.

Nada pude responder a eso. ¿Qué podía decirle? Lo más sencillo hubiese sido arrojar aquella maldita radio por la ventana cuando él no estuviera, pero era evidente que si lo hacía abriría la caja de los truenos. Tropa-de-Asalto era un chico extremadamente celoso de sus pertenencias. Cuando, ya sin palabras, me senté desalentado en la cama, me consoló con una sonrisa.

—Wat-watanabe, ¿por qué no te levantas y hacemos gimnasia los dos juntos? —Y se fue a desayunar.

Naoko se rió cuando le conté el incidente de la gimnasia radiofónica con Tropa-de-Asalto. No se lo había contado con la intención de divertirla, pero al final me reí con ella. Aunque su sonrisa duró un instante, hacía mucho tiempo que no la veía sonreír. Naoko y yo nos habíamos apeado en la estación de Yotsuya e íbamos andando por el malecón paralelo a la vía en dirección a Ichigaya. Era la tarde de un domingo de mediados de mayo. Esa mañana había lloviznado a ratos; al mediodía la lluvia había cesado y el viento del sur barría los oscuros nubarrones que cubrían el cielo. Las hojas de los cerezos, de un fresco color verde, se mecían al viento y reflejaban los destellos de los rayos del sol. Ya era un día de principios de verano. Las personas con quienes nos cruzábamos se habían quitado los jerséis y las chaquetas, que llevaban sobre los hombros o colgados del brazo. Todo el mundo parecía feliz bajo los cálidos rayos del sol de aquella tarde de domingo. En la pista de tenis, frente al malecón, un chico se había quitado la camisa y blandía la raqueta apenas vestido con unos sucintos pantalones cortos. Dos monjas sentadas en un banco vestían pulcramente sus negros hábitos, por lo que, a su alrededor, parecía no haber llegado todavía la luz del verano. Con todo, ambas disfrutaban con aire satisfecho de su charla.

Tras quince minutos de caminata, tenía la espalda bañada en sudor, así que me quité la gruesa camisa de algodón y me quedé en camiseta. Naoko se había subido hasta los codos las mangas de la chaqueta de su chándal color perla. La prenda había adquirido una bonita tonalidad al desteñirse, a fuerza de lavados. Tenía la impresión de haberla visto enfundada en un chándal parecido mucho tiempo antes, pero no estaba seguro. En aquella época no eran muchos los recuerdos que yo tenía de Naoko.

—¿Qué tal la convivencia? ¿Es divertido vivir con otra gente? —me preguntó.

—Todavía no lo sé. Llevo un mes —dije yo—. No está mal. Como mínimo, no es insoportable.

Ella se detuvo delante de una fuente, bebió un sorbo de agua, se sacó un pañuelo del bolsillo de los pantalones y se secó los labios. Luego se agachó y se anudó los cordones de los zapatos.

—¿Crees que yo también podría vivir así?

—¿Con otra gente?

—Sí —dijo Naoko.

—No lo sé. Depende de cómo te lo tomes. Supone muchas molestias, ésa es la verdad. Las reglas son una pesadez, y hay muchos imbéciles prepotentes. Mi compañero de habitación, por ejemplo, hace gimnasia con la radio puesta a las seis de la mañana. Pero cuando pienso que en cualquier otra parte hay casos parecidos, me conformo. Si te haces a la idea de que no tienes más remedio que estar allí, puedes ir tirando. De eso se trata.

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