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Authors: Arthur Hailey

Tags: #Intriga

Traficantes de dinero (13 page)

BOOK: Traficantes de dinero
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Para empezar, el impuesto sobre la renta cortaba más de un tercio de la gran cantidad. Después, una primera y segunda hipoteca de la casa requerían pagos de 16 000 dólares anuales, en tanto que los impuestos municipales consumían 2500 dólares. Esto dejaba 23 000 dólares, o sea en términos generales unos 450 dólares semanales, para todos los gastos, incluidos las reparaciones, los seguros, la comida, el vestido, un coche para Beatrice (el banco suministraba a Roscoe un coche con chófer cuando lo necesitaba), una cocinera-ama de llaves, donaciones de caridad, y un increíble despliegue de pequeños detalles que se añadían a una suma depresivamente grande.

La casa, según comprendía siempre Heyward en momentos como este, era una seria extravagancia. Desde el principio había demostrado ser mucho más grande de lo que necesitaban, incluso cuando Elmer estaba allí, cosa que no sucedía ahora. Vandervoort, que tenía el mismo salario, era de lejos mucho más sabio al vivir en un apartamento y pagar alquiler, pero Beatrice, que amaba la casa por su tamaño y prestigio, no quería oír hablar de esto, ni Roscoe iba a pretenderlo.

Como resultado tenían que encogerse por algún lado, proceso que, a veces, Beatrice se negaba a reconocer, considerando que ella
debía
tener dinero y que, por lo tanto, preocuparse por esto, era un caso de
lèse majesté
. Su actitud se reflejaba de innumerables maneras en la casa. Nunca usaba dos veces una servilleta de hilo; sucia o no, debía ser lavada después de cada servicio. Lo mismo sucedía con las toallas, de manera que las cuentas de lavandería y planchado eran altas. Hacía de cuando en cuando llamadas a larga distancia, y rara vez se dignaba apagar las luces. Unos momentos antes Heyward había ido a la cocina a buscar un vaso de leche y, aunque hacía dos horas que Beatrice estaba acostada, todas las luces de la escalera estaban encendidas. Las apagó irritado.

Sin embargo, pese a todas las actitudes de Beatrice, los hechos eran los hechos, y había cosas que, sencillamente, no podían permitirse. Un ejemplo eran las vacaciones: hacía dos años que los Heyward no las tomaban. El verano pasado Roscoe había dicho a sus colegas del banco: «Estábamos planeando un crucero por el Mediterráneo, pero decidimos, finalmente, que era mejor quedarse en casa».

Otra realidad incómoda era que virtualmente carecían de ahorros —sólo algunas acciones del FMA—, que probablemente tendrían que ser vendidas muy pronto, aunque el producto no bastara para colmar el déficit del último año.

Esta noche la única conclusión a la que había llegado Heyward era que, después de pedir prestado, debían mantener inmóvil la línea de gastos, dentro de lo que se pudiera, esperando una mejora financiera dentro de poco tiempo.

—Y habría una —satisfactoriamente amplia— si se convertía en presidente del FMA.

En el First Mercantile American, como en la mayoría de los bancos, existía una amplia diferencia en el salario entre la presidencia y los funcionarios inmediatos. Como presidente, Ben Rosselli había estado cobrando 130 000 dólares anuales. Era casi una certidumbre que su sucesor iba a recibir la misma cantidad.

Si esto sucedía para Roscoe Heyward, la cosa significaba doblar
inmediatamente
su salario actual. Incluso con impuestos más elevados, lo que iba a quedarle eliminaría todos los problemas presentes.

Dejando a un lado los papeles empezó a soñar en esto, un sueño que se prolongó toda la noche.

Capítulo
12

Viernes por la mañana.

En su
pent-house
en el elegante Cayman Manor, un barrio alto residencial situado a uno o dos kilómetros de la ciudad, Edwina y Lewis D'Orsey desayunaban.

Habían pasado tres días desde el dramático anuncio de Ben Rosselli sobre su próxima muerte, y dos días desde el descubrimiento de una fuerte pérdida en la sucursal principal del First Mercantile American. De los hechos, la pérdida del dinero —por lo menos en ese momento— era el que preocupaba más a Edwina.

Desde el miércoles por la tarde no se había descubierto nada nuevo. Todo el día de ayer, con precisión matemática, dos agentes especiales habían interrogado intensamente a los empleados de la sucursal pero sin resultado tangible. Se sospechaba de la cajera directamente involucrada, Juanita Núñez; aunque no había reconocido nada, seguía insistiendo en que era inocente y rehusaba someterse a un detector de mentiras.

La negativa había aumentado las sospechas generales de culpabilidad, pero, como dijo uno de los hombres del FBI a Edwina: «Podemos sospechar todo lo que queremos de ella, y sospechamos, pero no tenemos ni la punta de un alfiler como prueba. En cuanto al dinero, incluso en el caso de que esté escondido en casa de ella, necesitaríamos alguna evidencia sólida antes de poder conseguir un permiso de registro. Y no tenemos prueba alguna. Naturalmente, seguiremos vigilándola, pero no es el tipo de caso en que el FBI puede mantener una vigilancia total.»

Los agentes del FBI iban a estar hoy nuevamente en la sucursal, aunque daba la impresión de que no podían hacer mucho.

Pero lo que el banco podía e iba a hacer era terminar con el empleo de Juanita. Edwina sabía que hoy debía despedir a la muchacha.

Aunque era un final decepcionante, poco satisfactorio.

Edwina prestó atención al desayuno: huevos ligeramente revueltos y
muffins
ingleses, tostados, que había servido la criada unos momentos antes.

Al otro lado de la mesa, Lewis, oculto detrás del «Wall Street Journal» gruñía como de costumbre sobre las últimas locuras de Washington, donde un subsecretario del Tesoro había declarado ante un comité del Senado que Estados Unidos nunca más volvería al patrón oro. El secretario había hecho una cita keynesiana al describir el oro como «esa bárbara reliquia amarilla». El oro, afirmaba, estaba terminado como medio de intercambio internacional.

—¡Dios mío! ¡Qué leproso ignorante! —lanzando chispas sobre sus gafas de media luna y aro de acero, Lewis D'Orsey tiró el diario al suelo, para que se uniera al «New York Times», al «Chicago Tribune» y al «Financial Times» de Londres del día anterior, que ya había recorrido totalmente. Estaba enfurecido con el funcionario del Tesoro:

—Cinco siglos después de que los tarados como él se hayan convertido en polvo, el oro seguirá siendo la única base sólida para el mundo del dinero y del valor. Con los imbéciles que tenemos en el poder no hay esperanza para nosotros, absolutamente ninguna.

Lewis tomó una taza de café, la levantó hasta su flaca y torva cara y la vació de golpe, después se limpió los labios con una servilleta de tela.

Edwina que había estado hojeando el «Christian Science Monitor», levantó la vista.

—Lástima que dentro de cinco siglos no puedas estar ahí para decir: «Ya lo había dicho yo».

Lewis era un hombre pequeño con un cuerpo como una rama, que le daba una apariencia frágil y de muerto de hambre, aunque no era ninguna de las dos cosas. Su cara estaba de acuerdo con su cuerpo y era flaca, casi cadavérica. Sus movimientos eran rápidos, su voz con frecuencia impaciente. A veces Lewis bromeaba sobre su físico insignificante. Golpeándose la frente, afirmaba:

—Lo que la naturaleza omitió en el cuerpo lo ha puesto aquí…

Y era verdad: incluso aquellos que le detestaban reconocían que tenía un cerebro notablemente ágil, particularmente cuando se aplicaba al dinero o a las finanzas.

Sus ataques matutinos rara vez preocupaban a Edwina. En primer lugar, tras catorce años de matrimonio, ella sabía que los ataques rara vez iban dirigidos contra ella; en segundo, sabía que Lewis se estaba preparando para una sesión matinal ante la máquina de escribir, donde iba a rugir como un Jeremías enfurecido y justiciero de acuerdo con el deseo de los lectores de su periódico quincenal financiero.

El periódico, altamente costoso y que daba el consejo financiero de Lewis D'Orsey para inversiones, tenía una lista exclusiva de suscriptores internacionales, y proporcionaba al editor a la vez un rico medio de vida y una lanza personal con la que aguijoneaba a los gobiernos, presidentes, primeros ministros y políticos cuando alguna de las acciones fiscales le desagradaban. Casi siempre era así.

Muchos financieros adheridos a las teorías modernas, incluidos algunos del First Mercantile American, detestaban el periódico noticioso de Lewis D'Orsey, tan independiente, ácido, mordiente, ultraconservador. Pero, en general, la mayoría de los entusiastas suscriptores de Lewis lo consideraban una combinación de Moisés y de Midas, en una generación de imbéciles financieros.

Y con buenos motivos, reconocía Edwina. Si hacer dinero era el objetivo principal de una vida, Lewis era un hombre seguro, a quien había que seguir. Lo había demostrado muchas veces, de manera casi mágica, con consejos que habían dado muy buenos resultados para los que los habían seguido.

El oro era un ejemplo. Mucho antes de que sucediera, y mientras otros se burlaban, Lewis D'Orsey había predicho un dramático aumento en el precio del mercado libre. También había urgido grandes compras de acciones de las minas de oro sudafricanas, en aquel momento a bajo precio. Desde entonces varios suscriptores del «D'Orsey Newsletter» habían escrito diciendo que eran millonarios, nada más que como resultado de haber seguido sus consejos.

Con igual premonición había previsto la serie de devaluaciones del dólar, y había aconsejado a sus lectores que pusieran todo el dinero en efectivo que tuvieran en otras monedas, principalmente en francos suizos y marcos alemanes, cosa que muchos hicieron… con grandes beneficios.

En el último número del «D'Orsey Newsletter», había escrito:

«El dólar norteamericano, que fuera una vez una moneda orgullosa y honrada, está moribundo, como la nación que representa. Financieramente, Norteamérica ha pasado el punto del que no vuelve. Gracias a una loca política fiscal, mal concebida por políticos incompetentes y corrompidos, que sólo piensan en sí mismos y en la reelección, vivimos en medio del desastre financiero, que sólo puede empeorar.

Como nuestros dirigentes son canallas e imbéciles y el dócil público permanece vacuamente indiferente, hay que decir que ya es hora de usar los botes salvavidas financieros: "Sálvese quien pueda".

Si tienen ustedes dólares, guárdenlos sólo para pagar un taxi, la comida y los sellos. Que sean suficientes nada más que para comprar un pasaje aéreo a alguna tierra más feliz.

Porque el inversor sabio será aquel que abandone los Estados Unidos, el que viva en el extranjero y deje la ciudadanía norteamericana. Oficialmente, el Código de Renta Interna, sección 877, dice que, si los ciudadanos norteamericanos renuncian a su nacionalidad para evitar los impuestos a la renta, y esto puede probarse, el deber de pagar el impuesto continúa. Pero, para los que saben, hay maneras de engañar al Código de la Renta. (Ver el "D'Orsey Newsletter" de julio del año pasado, sobre cómo hay que dejar de ser ciudadano norteamericano.
Hay ejemplares disponibles por 16 dólares o 40 francos suizos cada uno
).

Motivo para cambio de nacionalidad y escenario: el valor del dólar norteamericano continuará descendiendo, junto con la libertad fiscal norteamericana.

E incluso si usted no puede irse, mande su dinero a ultramar. Convierta sus dólares mientras pueda hacerlo (¡puede que no sea por mucho tiempo!) póngalos en marcos alemanes, francos suizos, guldens holandeses, chelines austríacos, krugerrands.

Después colóquelos fuera del alcance de los burócratas de Estados Unidos, en un banco europeo, preferiblemente uno suizo…»

Lewis D'Orsey había proclamado con trompeta variaciones sobre este tema desde hacía años. Su último editorial continuaba en el mismo tono y terminaba con un consejo concreto sobre inversiones recomendadas. Naturalmente ninguna estaba en moneda norteamericana. Otro tema que provocó la ira de Lewis había sido la venta de oro de la Tesorería de los Estados Unidos. Escribió: «En una generación más, cuando los norteamericanos despierten y comprendan que su patrimonio nacional fue vendido a precio de mercancía quemada para halagar la vanidad escolar de los teóricos de Washington, los responsables serán marcados como traidores y maldecidos por la historia».

Las observaciones de Lewis fueron ampliamente comentadas en Europa, pero ignoradas por Washington y la prensa norteamericana.

Ahora, en la mesa del desayuno, Edwina seguía leyendo el «Monitor». Había un informe de la cámara de diputados sobre una ley proponiendo cambios en los impuestos, lo que reduciría los descuentos depreciatorios a la propiedad. Aquello afectaría los préstamos hipotecarios en el banco, y Edwina preguntó a Lewis si creía posible que aquel proyecto se convirtiera en ley.

Él contestó crispado:

—Ninguna. Aunque lo aprueben los diputados, nunca pasará en el Senado. Ayer telefonee a un par de senadores. No la toman en serio.

Lewis tenía un extraordinario margen de amigos y de contactos —y éste era uno de los varios motivos de su éxito. Se mantenía también informado sobre todo lo referente a los impuestos, y aconsejaba a los lectores de su periódico sobre las situaciones que podían explotar ventajosamente.

Lewis mismo sólo pagaba una cantidad irrisoria de impuesto a la renta cada año, no más de unos pocos cientos de dólares, según se vanagloriaba, aunque su verdadera renta tenía siete cifras. Lograba esto utilizando cubre impuestos de todo tipo: inversiones petrolíferas, propiedades, explotación de la madera, granjas, sociedades limitadas y bonos de libre impuesto. Tales tretas le permitían gastar libremente, vivir espléndidamente y —sobre el papel— presentar cada año pérdidas personales.

Sin embargo todas estas tretas para los impuestos eran totalmente legales. «Sólo un tonto oculta sus rentas, o engaña en los impuestos de otra manera» Edwina le había oído declarar con frecuencia. «¿Para qué arriesgarse cuando hay más maneras legales de escapar a los impuestos que agujeros en un queso suizo? Todo lo que se necesita es trabajo para entender e impulso para utilizarlas».

Hasta ese momento Lewis no había seguido su propio consejo de vivir en el exterior y dejar la ciudadanía norteamericana. De todos modos detestaba Nueva York, donde había vivido una vez y donde había trabajado y la llamaba «una guardia de bandoleros decadentes, complacientes, arruinados, que existen en solipsismos y tienen mal aliento». También era, afirmaba, una ilusión, «mantenida por los arrogantes neoyorquinos, la idea de que los mejores cerebros se encuentran en esa ciudad. No es así». Prefería el Midwest, donde se había trasladado y donde había conocido a Edwina hacía quince años.

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