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Authors: Arthur Hailey

Tags: #Intriga

Traficantes de dinero (7 page)

BOOK: Traficantes de dinero
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Era evidente que hablaba en serio, y el banquero exclamó:

—No me mueven las amenazas.

—No
estoy amenazando. Usted me ha hecho una pregunta y se la contesto.

Ben Rosselli vaciló, después garabateó una firma en el fichero y dijo, sin sonreír:

—La solicitud está concedida.

Antes que Wainwright se fuera, el banquero preguntó:

—¿Qué pasará ahora si me cogen a toda velocidad en su pueblo?

—Le detendremos. Si se trata de otra acusación de velocidad, probablemente irá a la cárcel.

Al ver irse al policía, Ben Rosselli tuvo una idea, que confió años después a Wainwright:
Ah, tipo recto. Algún día te cogeré
.

Nunca lo hizo… en ese sentido. Pero lo hizo en otro.

Dos años más tarde, cuando el banco buscaba a un ejecutivo para el Departamento de Seguridad que fuera —como decía el personal— «tenazmente fuerte y totalmente incorruptible», Rosselli dijo:

—Yo conozco a ese hombre.

Poco después se hizo una oferta a Nolan Wainwright, se firmó un contrato, y Wainwright entró a trabajar en el FMA.

Desde entonces Ben Rosselli y Wainwright nunca habían tenido un choque. El nuevo jefe de Seguridad cumplía con su tarea eficientemente y procuraba compenetrarse más siguiendo cursos nocturnos de teoría bancaria. Rosselli, por su parte, nunca pidió a Wainwright que quebrara su rígido código de ética y el banquero hizo que le arreglaran en otra parte las citaciones por velocidad, en lugar de hacerlo por intermedio de su oficina de Seguridad, en la creencia de que Wainwright no estaba enterado de la cosa, aunque generalmente lo estaba.

De todos modos la amistad entre los dos hombres creció, hasta que, tras la muerte de la mujer de Ben Rosselli, Wainwright empezó a comer frecuentemente con el viejo y después jugaban al ajedrez hasta altas horas de la noche.

En cierto modo había sido un consuelo para Wainwright también, porque su matrimonio había terminado en divorcio, poco después de entrar a trabajar para el FMA. Sus nuevas responsabilidades y las sesiones con el viejo Ben ayudaban a colmar el vacío.

Hablaban en esas ocasiones sobre las creencias personales, y se influían el uno al otro de una manera que ambos comprendían, y también en otras, de las que ninguno de los dos era consciente. Fue Wainwright —aunque los dos fueron los únicos en saberlo— quien convenció al presidente del banco para que usara su prestigio personal y el dinero del FMA para contribuir al desarrollo del Forum East en la olvidada zona de la ciudad, donde Wainwright había nacido y pasado sus años de adolescente.

Así, como muchos otros en el banco, Nolan Wainwright tenía sus recuerdos privados de Ben Rosselli, y su propio dolor.

Hoy, su estado depresivo persistía, y, tras una mañana en la cual casi no se había movido de su escritorio, evitando ver a gente que no necesitaba ver, Wainwright se dirigió solo a almorzar. Fue a un pequeño café en el otro lado de la ciudad, donde acudía a veces cuando quería sentirse por unos momentos libre del FMA y de sus negocios. Volvió a tiempo para una cita con Vandervoort.

El lugar del encuentro era la División de Tarjetas Clave de Crédito del banco, situada en la Torre Principal.

En el sistema de tarjetas de crédito, el FMA había sido uno de los pioneros y ahora operaba en conjunto con un fuerte grupo de otros bancos en los Estados Unidos, Canadá y en ultramar. Las Tarjetas Clave venían inmediatamente después del sistema del Bankamericard y del Cargo Máximo. Alex Vandervoort tenía, dentro del FMA, toda la responsabilidad por esta división.

Vandervoort llegó temprano y, cuando Nolan Wainwright se presentó, ya estaba en el centro de autorización de las Tarjetas de Crédito, observando las operaciones. El jefe de Seguridad del banco se le unió.

—Siempre me gusta ver esto —dijo Alex—, es el mejor espectáculo gratuito de la ciudad.

En una habitación enorme, como un auditorio, indistintamente iluminada y con paredes acústicas y techos que ahogaban el sonido, unos cincuenta operadores —en su mayoría mujeres— estaban sentados ante una batería de consolas. Cada consola comprendía un tubo de rayos catódicos, similar a una pantalla de televisión, con un tablero detrás.

Era aquí donde se daba o se negaba el crédito a los portadores de tarjetas clave.

Cuando una Tarjeta de Crédito era presentada en cualquier parte en pago por mercancías o servicios, el lugar donde se hacía el negocio podía aceptar la tarjeta sin cuestionarla, siempre que la suma involucrada estuviera por debajo de un límite convenido. El límite variaba, pero era generalmente entre veinticinco y cincuenta dólares. Para una compra mayor se necesitaba una autorización, que sólo se demoraba unos segundos en conseguir.

Las llamadas inundaban el centro de autorización durante las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana. Provenían de todos los estados del país y de las provincias canadienses, en tanto que una fila de ruidosas máquinas Telex traían preguntas de treinta naciones extranjeras, incluidas algunas en la órbita comunista rusa. Al igual que los creadores del Imperio Británico, que alguna vez aclamaron con orgullo los «colores rojo, blanco y azul», los creadores del imperio económico de la Tarjeta de Crédito proclamaban con igual fervor «el azul, verde y oro», colores internacionales de la Tarjeta Clave.

Los procedimientos aprobatorios se movían con la velocidad de un reactor.

Estuvieran donde estuvieran, los comerciantes y demás marcaban directamente por intermedio de las líneas WATS hasta el centro mismo del sistema de Tarjetas Clave en la Torre Principal del FMA. Automáticamente cada llamada se dirigía a un operador libre, cuyas primeras palabras eran: «¿Cuál es su número de comercio?»

Al oír la respuesta, el operador escribía a máquina las cifras, que aparecían simultáneamente en la pantalla de rayos catódicos. Después seguía el número de la tarjeta y la cantidad de crédito que se solicitaba, esto también escrito y reflejado en la pantalla.

El operador apretaba un botón dando la información a una computadora, que instantáneamente señalaba «ACEPTADO» o «REHUSADO». Lo primero significaba que el crédito era bueno y que la compra había sido aprobada, lo segundo que el poseedor de la tarjeta era un delincuente y que debía cortarse el crédito. Como las reglas del crédito eran benévolas, y los bancos del sistema querían prestar dinero, las aceptaciones sobrepasaban con mucho a las denegaciones. El operador informaba al comerciante y, entre tanto, la computadora anotaba la transacción. En un día normal se recibían quince mil llamadas.

Tanto Alex Vandervoort como Nolan Wainwright habían aceptado auriculares, para poder escuchar los intercambios entre los que llamaban y los operadores.

El jefe de Seguridad tocó el brazo de Alex y señaló, y después cambió las clavijas de los auriculares para ambos. La consola que Wainwright señalaba mostraba un deslumbrante mensaje de la computadora: «TARJETA ROBADA.»

El operador, hablando con tranquilidad y como si estuviera entrenando, contestó:

—La tarjeta que le han presentado ha sido robada. Si es posible detenga a la persona que la ha presentado y llame a la policía local. Guarde la tarjeta. La división de Tarjetas Clave le pagará treinta dólares por devolverla.

Pudieron oír un coloquio murmurado, después una voz anunció:

—El hijo de puta que acaba de salir corriendo de mi tienda. Pero me he apoderado de la tarjeta de plástico. La mandaré.

El tendero parecía contento ante la perspectiva de ganar tan fácilmente treinta dólares. Para el sistema de Tarjetas Clave también era un buen negocio, ya que la tarjeta, si quedaba en circulación, podía ser usada fraudulentamente para sumas mucho mayores.

Wainwright se quitó los auriculares; lo mismo hizo Alex Vandervoort.

—Da resultado —dijo Wainwright— cuando recibimos la información y podemos programar la computadora. Desgraciadamente la mayoría de los fraudes ocurren antes de que se informe que ha desaparecido una tarjeta.

—Pero siempre nos previenen cuando hay una compra excesiva, ¿no?

—Así es. Diez compras en el día y la computadora nos da la voz de alarma.

Pocos dueños de tarjetas, como sabían muy bien los dos hombres, realizaban más de seis u ocho compras en un solo día. Así una tarjeta podía ser catalogada como «PROBABLEMENTE FRAUDULENTA», aunque el verdadero dueño no se hubiera enterado de que la había perdido.

Pese a todos los sistemas de alarma, sin embargo, una tarjeta perdida o robada, si era usada con astucia, podía valer unos veinte mil dólares de compras fraudulentas más o menos en una semana, tiempo que se tardaba en informar sobre la mayoría de las tarjetas robadas. Los billetes de avión para vuelos a larga distancia eran una de las compras favoritas de los ladrones de tarjetas de crédito; lo mismo pasaba con los cajones de bebidas. Ambos eran revendidos luego a precios de ocasión. Otra treta era alquilar un coche —preferiblemente un coche caro— usando una tarjeta de crédito robada o falsificada. El coche era llevado a otra ciudad donde recibía nueva placa de numeración y papeles de registro falsificados y después era vendido o exportado. La agencia de alquiler de coches nunca volvía a ver al cliente o al vehículo. Otra argucia era comprar joyas en Europa con una tarjeta de crédito fraudulenta apoyada por un falso pasaporte, y después contrabandear las joyas en los Estados Unidos para volver a venderlas. En todos estos casos la compañía de tarjetas de crédito se encargaba de las pérdidas eventuales.

Tanto Vandervoort como Wainwright sabían que había señales usadas por los criminales para decidir si una tarjeta de crédito podía ser usada de nuevo o si estaba «quemada». Una treta favorita era por ejemplo, pagar a un jefe de camareros 25 dólares para que controlara una tarjeta. El hombre podía obtener fácilmente la respuesta consultando una «lista confidencial de alerta», que era otorgada semanalmente por la compañía de tarjetas de crédito a los comerciantes y restaurantes. Si la tarjeta no estaba «quemada» era usada para otra tanda de compras.

—Hemos perdido bastante dinero últimamente con los fraudes —dijo Nolan Wainwright—. Mucho más que de costumbre. Es uno de los motivos por los que quería hablarle.

Se trasladaron a la oficina de Seguridad de la división, que Wainwright había decidido usar esa tarde. Cerró la puerta. Los dos hombres contrastaban mucho físicamente: Vandervoort rubio, grueso, poco atlético, algo flojo; Wainwright negro, alto, esbelto, duro y musculoso. Sus personalidades también diferían, aunque sus relaciones eran buenas.

—Éste es un concurso sin premio —dijo Nolan Wainwright al vicepresidente ejecutivo. Colocó sobre el escritorio ocho tarjetas de crédito de material plástico, echándolas como un jugador de póker, una tras otra.

—Cuatro de estas tarjetas son falsificadas —anunció el jefe de Seguridad—. ¿Puede usted darse cuenta cuáles son las buenas y cuáles las malas?

—Naturalmente. Es fácil. Los falsificadores siempre usan diferentes tipos para el nombre del poseedor y… —Vandervoort se interrumpió, mirando el grupo de tarjetas—. ¡Dios mío! ¡Con éstas no es así! El tipo es el mismo en cada tarjeta.

—Casi el mismo. Si se sabe buscar, pueden apreciarse leves diferencias. Con una lupa… —Wainwright sacó una. Dividiendo las tarjetas en dos grupos, señaló diversas variantes en el repujado de las cuatro tarjetas auténticas y las otras.

Vandervoort dijo:

—Veo la diferencia, pero no la hubiera percibido a simple vista. ¿Qué aspecto tienen las tarjetas falsificadas bajo los rayos ultravioleta?

—Exactamente el mismo que las verdaderas.

—Malo.

Varios meses antes, siguiendo un ejemplo establecido por el American Express, había sido impresa una insignia oculta en la cara de todas las tarjetas clave de crédito. Sólo era visible bajo los rayos ultravioleta. La intención había sido proporcionar un rápido y sencillo control sobre la autenticidad de cualquier tarjeta. Ahora también esa garantía había sido anulada.

—Malo, no cabe duda —asintió Nolan Wainwright—. Y éstos no son más que ejemplos. Tengo cuatro docenas más, interceptadas
después
de haber sido utilizadas con éxito en comercios minoristas, restaurantes, pasajes de avión, bebidas y otras cosas. Y todas son las mejor falsificadas que he visto en mi vida.

—¿Ha habido detenciones?

—Hasta ahora no. Cuando la gente presiente que una tarjeta fraudulenta es sospechosa, se van del comercio, se alejan del mostrador de la compañía aérea, o de donde sea, como acaba de pasar hace unos minutos —señaló hacia el recinto de autorizaciones—. Además, aunque detengamos a algunos portadores, esto no significaba que estemos cerca de la fuente de las tarjetas; generalmente son vendidas y revendidas con mucho cuidado, para cubrir la pista.

Alex Vandervoort tomó una de las falsas tarjetas azul, verde y oro y le dio la vuelta.

—El plástico parece también exacto.

—Están hechas con auténticas bandas de plástico que ha sido robado. Así tiene que ser, para que sean tan buenas —prosiguió el jefe de Seguridad—. Pero creo que hemos descubierto la fuente de las tarjetas mismas. Hace unos cuatro meses uno de nuestros proveedores fue asaltado. Los ladrones entraron en el cuarto de almacenaje, donde estaban las sábanas de plástico. Se llevaron trescientas sábanas.

Vandervoort silbó suavemente. Una sola sábana de plástico producía sesenta y seis tarjetas de crédito. Aquello significaba, potencialmente, casi veinte mil tarjetas falsas.

Wainwright dijo:

—Yo también he hecho el cálculo —señaló las tarjetas falsas sobre el escritorio—. Ésta es la punta del iceberg. Bueno, las tarjetas falsas que conocemos, o que creemos conocer, pueden representar diez millones de dólares de pérdida antes de que las quitemos de circulación. Pero, ¿qué pasará con otras, que no hemos descubierto? Puede haber diez veces más.

—Veo el cuadro.

Alex Vandervoort dio unos pasos por el pequeño despacho, mientras sus ideas adquirían forma.

Reflexionó: desde que las tarjetas de crédito bancario habían sido introducidas, todos los bancos que las habían otorgado habían tenido la plaga de fuertes pérdidas debido a los fraudes. Al principio bolsas enteras de tarjetas habían sido robadas y el contenido usado por los ladrones para juergas costosas… a costa del banco. Algunos embarques de tarjetas habían sido secuestrados y devueltos tras un rescate. Los bancos habían pagado el dinero del rescate, porque sabían que iba a costarles mucho más si las tarjetas eran distribuidas entre los malhechores y utilizadas. Irónicamente, en 1974, Pan American Airways fue castigada por la prensa y el público cuando reconoció haber pagado dinero a unos criminales para que devolvieran grandes cantidades de billetes robados. El objetivo de la compañía aérea había sido impedir enormes pérdidas por el mal uso de los pasajes. Sin embargo, sin que los críticos de la Pan Am lo supieran, algunos de los bancos más importantes de la nación, habían estado haciendo lo mismo en secreto, desde hacía años.

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