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Authors: Mario Vargas Llosa

Travesuras de la niña mala (40 page)

BOOK: Travesuras de la niña mala
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De los modelos que asfixiaban nuestro piso, menos de la décima parte habían subido a un escenario. La mayoría se frustraron por falta de financiación, ideas que tuvo al leer una obra que le gustó y para la que concibió ese decorado que no pasó del dibujo y la maqueta. Nunca discutía los honorarios cuando la contrataban y era capaz de rechazar un encargo importante si el director o el productor le parecían unos fariseos, desinteresados de lo estético y atentos sólo a lo mercantil. En cambio, cuando aceptaba el encargo —por lo general de grupos de vanguardia, sin acceso a los teatros establecidos—, se entregaba en cuerpo y alma. No sólo se desvivía por hacer bien lo suyo, colaboraba en todo lo demás, ayudando a sus compañeros a buscar patrocinios, conseguir local, donativos y préstamos de mobiliario y atuendo, y trabajaba hombro a hombro con carpinteros y electricistas y, si hacía falta, barriendo el escenario, vendiendo entradas y acomodando al público. Siempre me maravillaba verla volcada de ese modo en su trabajo, al extremo de que yo tuviera que recordarle, en esos períodos de fiebre, que no sólo de decorados teatrales vivía un ser humano, también de comer, dormir e interesarse un poco por las demás cosas de la vida.

Nunca entendí por qué Marcella estaba conmigo, qué agregaba yo a su vida. En lo que a ella más le interesaba en el mundo, su trabajo, yo podía ayudarla muy poco. Todo lo que sabía de escenografía teatral me lo había enseñado ella, y las opiniones que podía darle eran superfluas, porque, como todo auténtico creador, ella sabía muy bien lo que quería hacer sin necesidad de asesoría. Sólo podía ser para ella una oreja atenta vez que necesitaba verter en voz alta el chorro de imágenes, posibilidades, alternativas y dudas que la asaltaban cuando se embarcaba en un proyecto. Yo la escuchaba con envidia, todo el tiempo que hiciera falta. La acompañaba a la Biblioteca Nacional a consultar grabados y libros, a visitar artesanos y anticuarios, al infalible recorrido dominical al Rastro. No lo hacía sólo por cariño, sino porque lo que decía era siempre novedoso, sorprendente, a veces genial. A su lado cada día aprendía algo nuevo. Nunca hubiera adivinado, sin conocerla, cómo en una historia teatral pueden influir de manera tan determinante, aunque siempre discreta, el decorado, la iluminación, la presencia o la ausencia del objeto más corriente, una escoba, un simple florero.

La diferencia de veinte años de edad entre nosotros no parecía preocuparla. A mí, sí. Siempre me decía que la buena relación que teníamos se empobrecería cuando yo fuera sesentón y, ella, todavía una mujer joven. Entonces, se enamoraría de alguien de su edad. Y partiría. Era atractiva, pese a lo poco que se ocupaba de su físico, en la calle los hombres la seguían con los ojos. Un día que estábamos haciendo el amor me preguntó: «¿Te importaría que tuviéramos un hijo?». No. Si a ella le hacía ilusión, yo encantado. Pero me asaltó de inmediato la angustia. ¿Por qué tuve esa reacción? Tal vez porque, dadas mis prolongadas aventuras y desventuras con la niña mala, me resultaba imposible a mis cincuenta y pico de años creer en la perennidad de una pareja, incluso la nuestra, que funcionaba sin altibajos. ¿No era absurda esa duda? Nos llevábamos tan bien que en esos dos años y medio juntos no habíamos tenido una sola pelea. Pequeñas discusiones y enojos pasajeros a lo más. Pero nunca algo que pudiera semejarse a una ruptura. «Me alegra que no te importe», me dijo Marcella aquella vez. «No te lo pregunté para que encarguemos un
bambino
ahora, sino cuando hayamos hecho algunas cosas importantes.» Hablaba por ella, que, sin duda, haría en el futuro cosas dignas de ese calificativo. Yo me contentaría con que, en los años siguientes, Mario Muchnik me consiguiera algún libro ruso que me diera mucho esfuerzo y entusiasmo traducir, algo más creativo que esas novelitas
light
que se me iban desvaneciendo de la memoria a la velocidad con que las iba reescribiendo en español.

Sin duda estaba conmigo porque me quería; no tenía ninguna otra razón. Yo, incluso, le resultaba en cierta medida una carga económica. ¿Cómo había podido enamorarse de mí, siendo yo para ella un viejo, nada apuesto, sin vocación, algo disminuido en mis facultades intelectuales y cuya única finalidad en la vida había sido, desde niño, instalarse para el resto de sus días en París? Cuando le conté a Marcella que ésa había sido mi única vocación, se echó a reír: «Bueno,
caro
, lo conseguiste. Estarás contento, has vivido en París toda tu vida». Lo decía con cariño, pero sus palabras me sonaron algo siniestras.

Marcella se interesaba en mí más que yo mismo: que tomara las pastillas para la presión, que caminara a diario por lo menos media hora, que no me excediera nunca de las dos o tres copitas diarias de vino. Y siempre repetía que, cuando consiguiera una buena comisión, nos gastaríamos ese dinero haciendo un viaje al Perú. Ella, antes que el Cusco y Machu Picchu, quería conocer el barrio limeño de Miraflores del que tanto le había hablado. Yo le seguía la cuerda, aunque, en el fondo, sabía que nunca haríamos ese viaje, pues yo me encargaría de darle largas hasta el infinito. No pensaba volver al Perú. Desde, la muerte del tío Ataúlfo mi país se me había desvanecido como los espejismos en el arenal. Ya no tenía allá ni parientes ni amigos y hasta se me habían ido esfumando los recuerdos de mi juventud.

Me enteré de la muerte del tío Ataúlfo varias semanas después de ocurrida, a los seis meses de estar viviendo en Madrid, por una carta de Alberto Lamiel. Me la trajo Marcella al Barbieri y, aunque sabía que iba a ocurrir en cualquier momento, la noticia me causó tremenda impresión.

Dejé de trabajar y me fui a caminar como un sonámbulo por los caminitos del Retiro. Desde mi último viaje al Perú, a finales de 1984, nos habíamos escrito todos los meses, y, en su letra temblorosa, que había que descifrar como un paleógrafo, yo había seguido paso a paso los desastres económicos que acarreaban al Perú las políticas de Alan García, la inflación, las nacionalizaciones, la ruptura con los organismos de crédito, el control de precios y de cambios, la caída del empleo y de los niveles de vida. Las cartas del tío Ataúlfo delataban la amargura con que esperaba la muerte. Había fallecido en el sueño. Alberto Lamiel añadía que él estaba haciendo gestiones para irse a Boston, donde, gracias a los padres de su mujer norteamericana, tenía posibilidades de trabajo. Me decía que había sido un imbécil creyendo en las promesas de Alan García, por quien había votado en las elecciones del 85, como tantos profesionales incautos. Confiado en la palabra del Presidente de que no los tocara, había conservado los certificados en dólares en que tenía todos sus ahorros. Cuando el flamante mandatario decretó la conversión forzosa de los certificados de divisas en soles peruanos, el patrimonio de Alberto se deshizo. Fue sólo el principio de una cadena de reveses. Lo mejor que podía hacer era «seguir tu ejemplo, tío Ricardo, y partir en busca de mejores horizontes, porque en este país ya no es posible trabajar si uno no está conchabado con el gobierno».

Ésta fue la última noticia que tuve de las cosas en el Perú. Desde entonces, como en Madrid no veía prácticamente a ningún peruano, sólo me enteraba de lo que ocurría allí las rarísimas veces que alguna noticia se filtraba en los periódicos madrileños, generalmente el nacimiento de quintillizos, un terremoto o el desbarrancamiento de un ómnibus en la Cordillera de los Andes con una treintena de muertos.

Nunca le conté al tío Ataúlfo que mi matrimonio había naufragado, de modo que él, en sus cartas, hasta el final siguió mandándole saludos a «mi sobrina» y yo, en las mías, devolviéndole los de ella. No sé por qué se lo oculté. Tal vez porque hubiera tenido que explicarle lo ocurrido y cualquier explicación le hubiera parecido absurda e incomprensible, como me lo parecía a mí.

Nuestra separación ocurrió de manera inesperada y brutal, como habían ocurrido siempre las desapariciones de la niña mala. Aunque esta vez no se trató propiamente de una fuga, sino de una separación urbana, conversada. Por eso mismo supe que, a diferencia de las otras, ésta sí era definitiva.

La luna de miel que tuvimos, desde que volví a París de Lima, aterrado de que se hubiera ido porque no me contestó el teléfono tres o cuatro días, duró algunos meses. Al principio, ella estuvo tan cariñosa como la tarde que me recibió con aquellas demostraciones de amor. Conseguí un contrato de la Unesco de un mes y, al regresar a la casa, ella había vuelto de su oficina antes y tenía preparada la cena. Una noche me esperó con la luz de la salita apagada y la mesa iluminada por unas velas románticas. Luego, tuvo que hacer dos viajes de un par de días cada uno a la Costa Azul enviada por Martine y me llamó todas las noches. ¿Qué más podía desear? Tenía la impresión de que a la niña mala le había llegado la edad de la razón y de que nuestro matrimonio era ya irrompible.

Entonces, en algún momento que mi memoria no podría precisar, su humor y sus maneras comenzaron a cambiar. Fue un cambio discreto, que ella disimulaba, tal vez porque todavía tenía dudas, del que sólo retroactivamente tomé conciencia. No me llamó la atención que la actitud tan apasionada de las primeras semanas cediera poco a poco el paso a una actitud más distante, ella había sido siempre así y lo inusitado era que se mostrara efusiva. Advertí que se distraía, que se perdía en unas cavilaciones que parecían llevársela fuera de mi alcance, con el ceño fruncido. De esas fugas volvía asustada, dando un respingo, cuando yo la regresaba a la realidad con una broma: «¿
Qué tendrá la princesa de la boca de fresa
? ¿Por qué estará tan pensativa? ¿Estará enamorada la princesa?». Se ruborizaba y me respondía con una risita forzada.

Una tarde, al regresar yo de la antigua oficina del señor Charnés —éste se había retirado a pasar su vejez en el sur de España—, donde por tercera o cuarta vez me dijeron que no tenían para mí trabajo alguno por el momento, apenas abrí la puerta del departamento de la rue Joseph Granier y la vi, sentada en la sala, con el trajecito sastre marrón y el maletín de mano que llevaba siempre en sus viajes, comprendí que ocurría algo grave. Estaba desencajada.

—¿Qué te pasa?

Suspiró, tomando fuerzas —tenía unas ojeras azules, le brillaban los ojos—, y, sin rodeos, me soltó la frase que sin duda había preparado con mucha antelación:

—No he querido irme sin hablar contigo, para que no pienses que me estoy escapando —la dijo de un tirón, con la voz helada que solía poner para las ejecuciones sentimentales. Por lo que más quieras, te ruego que no me hagas una escena ni me amenaces con suicidarte. Ya no estamos ninguno en edad para esas cosas. Perdona que te hable con tanta crudeza, pero creo que es lo mejor.

Me dejé caer sobre el sillón, frente a ella. Sentí infinita fatiga. Tuve la sensación de estar oyendo un disco que repetía, cada vez más deformada, la misma frase musical. Ella estaba muy pálida siempre, pero, ahora, su expresión era irritada, como si tener que estar allí dándome explicaciones la hubiera llenado de resentimiento contra mí.

—Te consta que he tratado de adaptarme a este tipo de vida, para darte gusto, para pagarte lo que me ayudaste cuando estuve enferma —su frialdad parecía ahora hirviendo de furor—. No puedo más. Esto no es vida para mí.

Si me sigo quedando contigo por compasión, terminaría odiándote. Yo no quiero odiarte. Trata de comprenderme, si puedes.

Calló, esperando que yo le dijera algo, pero me sentía tan cansado que no tenía fuerzas ni ganas de decirle nada.

—Aquí me asfixio —añadió, echando una ojeada a su alrededor—. Estos dos cuartitos son una cárcel y ya no los soporto. Yo sé cuál es mi límite. Me está matando esta rutina, esta mediocridad. Yo no quiero que el resto de mi vida sea así. A ti no te importa, tú estás contento, mejor para ti. Pero yo no soy como tú, yo no sé conformarme. He tratado, has visto que he tratado. No puedo. No voy a pasarme el resto de la vida a tu lado por compasión. Perdona que te hable con esta franqueza. Es mejor que sepas la verdad y que la aceptes, Ricardo.

—¿Quién es él? —le pregunté, al ver que callaba otra vez—. ¿Puedo saber al menos con quién te vas?

—¿Me vas a hacer una escena de celos? —reaccionó, indignada. Y con sarcasmo me recordó—: Yo soy una mujer libre, Ricardito. Nuestro matrimonio fue sólo para conseguirme los papeles. Así que no vengas a tomarme cuentas de nada.

Me desafiaba, encrespada como un gallito. Al cansancio, ahora, se añadía una sensación de ridículo. Tenía razón: ya estábamos viejos para estas escenas.

—Ya veo que lo tienes todo decidido y que no hay mucho más que hablar —la interrumpí, poniéndome de pie—.

Me voy a dar una vuelta, para que hagas con calma tus maletas.

—Ya están hechas —me repuso, con el mismo tonito exasperado.

Lamenté que no se hubiera ido como otras veces, dejándome unas líneas. Cuando me dirigía hacia la puerta, la oí decir a mis espaldas con una vocecita que quería ser apaciguadora:

—Por si acaso, no voy a reclamarte nada de lo que me corresponde por ser tu mujer. Ni un centavo.

«Eres muy amable», pensé, cerrando despacito la puerta de calle. «Pero, lo único que podrías reclamarme serían deudas y la hipoteca de este piso que, al paso que vamos, muy pronto me van a embargar.» Al salir a la calle comenzó a llover. No había sacado paraguas, de manera que fui a refugiarme en el café de la esquina, donde estuve mucho rato, tomando a sorbitos una taza de té que se fue enfriando hasta volverse insípida. La verdad, había en ella algo que era imposible no admirar, por esas razones que nos llevan a apreciar las obras bien hechas, aunque sean perversas. Había logrado una conquista, con todo cálculo, para, una vez más, conseguir un estatuto social y económico que le diera mayor seguridad, que la sacara de los dos cuartitos carceleros de la rue Joseph Granier. Y, ahora, sin un pestañeo, se mandaba mudar, echándome al tarro de la basura. ¿Quién sería esta vez el galán? Alguien que habría conocido gracias a su trabajo con Martine, en uno de esos congresos, conferencias y celebraciones que organizaban. Un buen trabajo de seducción, sin duda. Ella se conservaba muy bien, pero, de todos modos, ya tenía más de cincuenta años.
Chapeau
¿Un vejete, sin duda, al que mataría acaso de placer para heredarlo, como la heroína de
La Rabouilleuse
, de Balzac? Cuando escampó di una caminata por los alrededores de la École Militaire, haciendo tiempo.

Regresé cerca de las once de la noche, y ya había partido, dejando las llaves en la salita comedor. Se había llevado toda su ropa en las dos maletas que teníamos y echado a las bolsas de basura lo que estaba viejo o le sobraba: unas zapatillas, unas enaguas, una bata de levantarse y algunas medias y blusas, así como muchos pomos de cremas y de maquillaje. No había tocado los francos que guardábamos en la pequeña caja fuerte en un armario de la sala.

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