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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, intriga

Tres manos en la fuente (41 page)

BOOK: Tres manos en la fuente
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—¿En qué Hades se habrá metido?

—Está siguiendo a un sospechoso, señor.

—¿Qué sospechoso?

—El pelirrojo con la pierna mala.

—¿Aquí? ¿Damonte? Pero si había vigiles siguiéndolo. Además, todos habíamos llegado a la conclusión de que Damonte no era nuestro sospechoso.

—Petro fue a ayudarles en ese trabajo. Dijo que aquí ya no pasaba nada y que seguiría su instinto.

—¿Cuándo fue eso?

—Hace un buen rato. Me ordenó quedarme aquí, pero todo el mundo se ha ido a casa. Iba a decirle que no le esperara más, señor.

—¿Damonte iba solo? —pregunté tras soltar una maldición en voz baja.

—Llevaba a una mujer.

—¿Una chica despierta, vestida de blanco, con la nariz algo grande?

—No, una rubia asquerosa que iba con una falda roja, enseñando las piernas.

Podía haber cambiado de chica más tarde. Las chicas que enseñan las piernas suelen oler el peligro, tal vez la de la falda roja se había desembarazado de él. Claudia le habría parecido un objetivo más fácil, pero quizá Damonte aún estaba con la de la falda roja y otro hombre había secuestrado a Claudia. Si era de ese modo, no sabíamos quién podía ser.

—Averigua adónde han ido. Busca a Petro, dile que… No, primero haz llegar este mensaje a tu comandante: «La pasada noche fue secuestrada una chica respetable mientras todos los demás estábamos por ahí papando moscas. El que la ha secuestrado tenía vehículo. Por si todavía no ha salido de la ciudad, hay que controlar todos los medios de transporte que lo hagan a partir de ahora mismo. Concentrarse en los sectores orientales, probablemente se dirigirá a Tíbur».

—No habrá mucho movimiento. Casi todos los vehículos han estado aquí y ya se han marchado —dijo el agente con cara de preocupación.

—¡Eso ya lo sé!

Cogí a Eliano. Tenía la cara pálida, el pelo desgreñado y el corazón a punto de estallar.

—Haré todo lo que pueda, Aulo. Si todavía está viva, te la traeré de inmediato, pero no puedo prometerte nada; por lo que debes estar preparado para lo peor.

—Y yo, ¿qué puedo hacer? —reaccionó, encajando bien mis palabras.

Lo examiné unos instantes. Había controlado el pánico. Pertenecía a una familia brillante. No me caía bien pero confiaba en su tenacidad.

—Necesito una orden de arresto pero aún no sabemos el nombre. Haz lo que puedas.

El hombre que lo ha previsto todo es el ex cónsul Frontino, conoce a tu padre. El magistrado que tiene que firmar el documento se llama Marponio. —Le di la dirección de ambos—. No tienen aspecto de fugitivos, por lo que te será fácil encontrarlos. Di a Marponio que firme la orden a nombre de «el secuestrador de Claudia Rufina». Eso es lo bastante concreto. Llévalo corriendo a la Castra Pretoria. Si ese hombre ha salido de Roma, las Cohortes Urbanas correrán tras él.

—¿Y tú, Falco?

—Yo iré directamente a los Castra y los convenceré de que se pongan en marcha. Si no lo consigo sin la orden, lo haré yo solo.

—Iré contigo…

—¡No! Necesito que organices todo ese apoyo del que te he hablado, Aulo. —No podía llevármelo sabiendo lo que podíamos encontrar. Para un chico de veintitrés años, perder de ese modo a su futura esposa ya sería lo bastante terrible, teníamos que ahorrarle que viera lo que le habían hecho—. La orden de arresto es vital. Luego, puedes hacerme otro favor. Helena debe de estar en casa esperándome. Si no llego, se pondrá frenética. Ve a verla y cuéntale lo ocurrido. —Como era su hermano, también podía llevarle otro mensaje—. Dale todo mi amor y, si de verdad quieres ser un héroe, besa a la niña de mi parte.

Bueno, con eso esperaba mantener ocupado al holgazán tío Aulo.

LIX

Todavía estaba todo en mi contra.

Cuando me puse en marcha, los carros de vino destartalados y las lujosas carrozas de mármol aún pugnaban por salir de Roma antes del amanecer. Al terminar los juegos, el transporte privado se llevó al público y, luego, se había dispersado. Tendría que ir a pie, y desde el circo a los campamentos pretorianos había una buena distancia. Al pasar por los Jardines de Mecenas, vi a un borracho montado en un asno y le di un empujón por orden del imperio. Al borracho no le importó, a decir verdad, apenas se enteró. El asno se rebeló pero yo estaba de un humor de perros, le di unas patadas para que se pusiera en marcha y con un bastón que encontré, lo engatusé para seguir adelante hasta la Puerta Tiburtina. Cuando llegué los vigiles estaban a punto de disolverse.

—¡Esperad! ¡Es urgente! Esta noche, ¿ha salido por aquí algún vehículo privado?

—Venga, hombre, Falco. Ha sido una noche muy movida. Habrán salido cientos de ellos.

—¿Tenéis la lista?

—Creíamos que ya habíamos terminado y se la hemos enviado al prefecto.

—Tenéis que ayudarme, chicos: una gran carroza de cuatro caballos o una caja encima de dos ruedas.

—Podría ser, pero ¿a nosotros qué nos cuentas?

—¡Por Júpiter! ¡Sois unos funcionarios de mierda! ¿Para eso pago mis impuestos al censo?

—Olvídalo. ¿Quién paga los impuestos?

—Al parecer, no los paga suficiente gente para tener una vigilancia como los dioses mandan. Dejémoslo aquí, no discutamos. El malnacido ha secuestrado a una joven que iba a casarse con un senador. Tenemos que encontrarla. Registrad todos los vehículos que pasen por aquí y que corra la voz entre las otras puertas de la ciudad…

Tiré del asno que había robado para que se pusiera otra vez en marcha. Pasamos bajo la arcada del Anio Vetus, y luego discurrimos siguiendo los inmensos arcos triples del Aqua Marcia, que llevaba el Tépula y el Julia por arriba. Esa modificación no estaba en los planos originales, por lo que los canales más nuevos ni siquiera estaban centrados y los arcos tuvieron que ser reforzados pero, aun así, la cubierta superior del Marcia se resquebrajaba debido a una mala distribución del peso. Gracias a Bolano, sabía todos aquellos detalles, y también sabía lo que quizá pronto flotaría en sus aguas. Obligué al asno a entrar en los Castra Pretoria. Fue una mala experiencia, como siempre. El campamento era una horrible extensión amparada en las Murallas Servias, ante las cuales había un terreno para desfiles que ocupaba casi todo el espacio entre el Viminal y la Puerta Colina. Los miembros de la tropa eran unos auténticos bellacos.

Todo estaba extrañamente tranquilo; tanto que experimenté la curiosa sensación de escuchar los rugidos de las fieras en el Zoológico Imperial que se encontraba justo a las afueras de la ciudad. Mis oídos fueron asaltados también por los ruidos inconfundibles del cuerpo de guardia, que estaba en una sala de reunión cercana, y cuyos miembros estaban terminando las quince jarras de vino habituales de cada noche. Los pendencieros que estaban apostados en la puerta debían de ir por la mitad, pero lo llevaban muy bien; el vino los hizo reaccionar despacio ante la emergencia pero, una vez lo consiguieron, les infundió un cierto instinto salvaje. Un alma compasiva dio unas palmadas al asno, el cual le respondió con un mordisco. El tipo era tan duro o estaba tan borracho que ni lo notó.

El centurión de los urbanos, que tenía instrucciones de mantener el estado de alerta y ayudarnos cuando lo necesitáramos, era un alma apacible y limpia que acababa de acostarse. Era agradable pensar que el inflexible y famoso centurión estaba leyendo tranquilamente en sus aseadas literas y luego soplaba las velas mientras las fuerzas de la ciudad se movilizaban sin que él interviniera en absoluto. Después de una agónica espera, apareció con una camisa de dormir de estilo griego y me dijo que si no había una orden judicial, él se volvía a la cama. Le aconsejé que comprobara cuánto dinero había ganado con el regimiento porque, para un exilio en Armenia, quizá no le bastaría.

Aspiró ruidosamente por la nariz y se marchó. Desesperado, no me quedó otro remedio que contarle mis problemas al cuerpo de guardia de los pretorianos. Esos chicarrones con las corazas brillantes ponían un toque de dulzura a la tristísima historia que les estaba relatando. Ansiosos incluso de echarles la culpa de algo a los urbanos, a quienes consideraban compañeros de barracones de clase inferior, me llevaron a los caballos ensillados y dijeron que ellos mirarían hacia otro lado mientras yo me llevaba uno. Les di las gracias, les dije que los caballos, en realidad, eran mulas, y luego elegí la mejor.

Las primeras luces del amanecer se encendían sobre las Siete Colinas mientras yo me pasaba media hora pateando a la tozuda mula. Luego, salí de Roma por la Vía Tiburtina, a la caza de un asesino que ni siquiera era seguro que hubiese tomado aquel camino.

LX

De Roma a Tíbur había más de treinta y cinco kilómetros. Mientras corría en la fría y gris mañana tuve mucho tiempo para pensar; casi todos mis pensamientos eran malos y el que más se me repetía era que había cometido un error de juicio de los acontecimientos y que aquel viaje no tenía ningún sentido. Claudia aparecería, tal vez ya había regresado a casa, sana y salva. Si la habían secuestrado de verdad, Petronio Longo o alguien más pudo haberlo visto y arrestar al hombre. Mientras yo buscaba a Petronio por la calle, él quizá se encontraba en algún cuartelillo poniendo ganchos en la anatomía del asesino; o podían haber descubierto a la chica antes de que le hicieran daño en los registros de vehículos que yo había ordenado, el secuestrador podía haber sido arrestado en las puertas de la ciudad. Aun en el caso de que la chica estuviera camino de Tíbur, impotente y horrorizada, si es que todavía estaba viva, mi última esperanza estaba en dar alcance a ese malnacido. La encontraría. Nada me detendría, pero lo más probable era que ya estuviese muerta. En vista de lo que seguramente habría tenido que soportar primero, casi rezaba para que ya lo estuviera.

Durante las primeras horas no vi a nadie. Recorrí la desierta Campiña siendo el único viajero en la carretera. Era tan temprano que ni siquiera los campesinos habían despertado. La mula había cogido finalmente su ritmo, y la música de sus pezuñas galopantes apaciguaba mi pánico. Intenté no pensar directamente en Claudia, por lo que me acordé de Sosia. La suya era otra muerte que yo habría podido evitar. Se había criado con la familia de Helena, otra chica a la que habían cogido mucho cariño y de cuya terrible pérdida siempre me culparían; nunca hablábamos de ello pero nadie lo olvidaría. Sosia y Helena habían estado muy unidas. Al principio, Helena me culpó amargamente de la muerte de su joven prima pero, luego, consiguió perdonarme.

¿Cómo podía esperar que perdonara dos veces el mismo error? Eliano ya debía de haberle contado que Claudia había desaparecido. Todos los momentos que yo pasaba en aquel solitario viaje, Helena los pasaría frenética en casa, inquieta por el trágico destino de su amiga, perdiendo la confianza en mí y preocupándose a la vez. Yo había perdido la confianza en mí mismo antes incluso de cruzar la Puerta Tiburtina.

Cada vez había más luz. Cabalgaba en dirección al sol. Brillaba sobre las montañas Sabinas, iluminando tal vez lugares donde unas pobres mujeres habían sido torturadas, matadas y descuartizadas. La luz me hizo sentir más cansado de lo que estaba; con los ojos entrecerrados para que no me deslumbrara, mi concentración empezó a diluirse. Me noté irritable y abatido, llevaba demasiadas horas corriendo en contra del tiempo en la dura lucha por liberar a la humanidad de los malvados sólo para que aparecieran nuevos malvados peores que los anteriores. Con unos métodos más morbosos, con unas actitudes más vengativas.

Los granjeros empezaban a levantarse y enseguida vi los primeros carros locales, la mayoría de los cuales iban hacia Roma. Registré los que iban hacia Tíbur y, para mi frustración, perdí el tiempo con ellos. Irritado por esas paradas de las que no me atrevía a prescindir, me harté de cajas de coles y nabos, ciruelas damascenas y odres de vino agujereadas. Unos viejos desdentados que olían a ajo me mostraban lo que llevaban, unos jóvenes excitados de miradas desconfiadas me observaban con curiosidad malsana; a todos les pregunté si los había adelantado algún vehículo. Los que lo negaron me pareció que mentían, los que dijeron que tal vez sólo decían lo que yo, obviamente, quería oír.

Odié la Campiña. Odié a los soñadores y a los haraganes que vivían en ella. Me odié a mí mismo. ¿Por qué hacía aquello? Yo quería ser poeta, trabajar en una biblioteca tranquila, desvinculado de la basura de la humanidad, absorto en el mundo irreal de mi mente. (Mantenido, claro, por un mecenas millonario enamorado de las artes. Venga ya, Falco, eso era imposible.)

El mediodía me cogió en el camino, habiendo llegado ya a Aquae Albulae. Allí terminó mi impulso inicial, la mula estaba cada vez más cansada, yo tenía el cuerpo rígido y me sentía medio muerto, no había dormido en toda la noche. Necesitaba desesperadamente un descanso y lo único que podía esperar era que el asesino también hiciera un alto en el camino, no sabía que yo lo seguía. Metí a la mula en un establo y me sumergí en las calientes termas de aguas sulfurosas. Me quedé dormido y alguien me despertó de un tirón antes de que me ahogase. Desconecté un par de horas del mundo a manos del masajista, tumbado boca abajo, tapado con una toalla y las moscas revoloteando estúpidamente sobre las zonas de mi cuerpo que estaban al descubierto.

Salí vacilante, compré comida y bebida e intenté llevar a la mula a una diminuta residencia donde había una posta para los correos imperiales.

—Mi viaje es de vital importancia para el Estado, pero salí demasiado deprisa y no pude proveerme del pase. Sin embargo, he encontrado esto en la bolsa. —El encargado cogió sin curiosidad el distintivo que yo le tendía. Aquae Albulae era un lugar tranquilo—. Me temo que está caducado. —Se encogió de hombros y lo tiró a una taza.

—Oh, querido, me temo que tendré que hacer la vista gorda y decirles a los contables que no sé quién me ha colado esto.

—Además, está redactado para el gobernador de la Bética —confesé.

—Debe ser un buen tipo, estoy seguro de ello. Ese gris es un buen caballo.

—¡Gracias! Espero que enseguida lleguen mis refuerzos. Diles que Falco ha dicho que corran, ¿vale?

Comí de camino.

Doce rápidos kilómetros romanos después, llegué a Tíbur en el caballo gris. Me encontraba en un dilema que sólo podía imponerme a mí mismo. Había ido hasta allí para capturar a un hombre al que no conocía, que no sabía dónde vivía y que, en aquellos momentos, sólo los dioses sabían lo que estaría haciendo a la pobre Claudia.

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