Authors: Laura Gallego García
Hubo un breve silencio, mientras todos meditaban acerca de aquellas palabras.
Allegra miró a Shail.
—Alguien tendría que acompañar a las sacerdotisas de vuelta al Oráculo —dijo significativamente.
Shail entendió lo que quería decir. Se volvió hacia Ha-Din y Alexander, y vio que ambos lo miraban también. Enrojeció.
—¿Por qué yo? —preguntó, aunque sabía cuál iba a ser la respuesta.
Ha-Din lo miró con una chispa de risa en sus enormes ojos azules.
—Lunnaris también viaja hacia el sur —dijo—. Tendrás posibilidades de encontrarte con ella si te unes al séquito de la Madre. Pero no era ésa la única razón por la cual era Shail quien debía acompañarlas, y todos lo sabían. El corazón se le aceleró.
—¿Me lo permitirá?
—Lo hará, porque yo se lo pediré —respondió el Padre—. Me lo debe; al fin y al cabo, aunque los Oráculos de la tríada solar hayan sido destruidos, los tres dioses todavía existen, y yo sigo siendo el Padre de su Iglesia.
Jack y Victoria tardaron todo el día en alcanzar las estribaciones de la Cordillera Cambiante. Se habían cubierto con las capas de banalidad y habían caminado río arriba, todo lo deprisa que podían, sin apenas detenerse a descansar. Tenían la sensación de que estaban huyendo... y no precisamente de Ashran. No se sintieron a salvo hasta que encontraron refugio bajo una gran roca al pie de la cordillera. Entonces, se dejaron caer sobre el suelo, _jadeantes, y se quitaron las capas enseguida.
—Detesto esta cosa —dijo, Jack—. Me agobia muchísimo; parece mentira que pese tan poco.
Victoria no dijo nada. Estaba demasiado cansada. Jack la miró, con cariño.
—Todavía estás a tiempo de volver atrás.
—No te librarás de mí tan fácilmente —sonrió ella.
Sacó de su bolsa el mapa que su abuela le había dado y lo extendió en el suelo, frente a ellos, mientras Jack rebuscaba en su propio zurrón hasta encontrar un par de grandes frutas de color azulado. Le tendió una a Victoria, que la aceptó, agradecida.
—Esto es Awinor —dijo ella, señalando el extremo sur de la tierra representada sobre el mapa—. Nosotros estamos aquí. —Señaló otro punto, una enorme mancha verde en el noreste.
Los dos contemplaron en silencio la distancia que separaba ambos puntos. Era más de medio continente.
—Tardaremos semanas en llegar —dijo Jack, abatido—. Ojalá pudiera transformarme en dragón; entonces podría llevarte volando.
—Y atraerías la atención de todas las serpientes de Idhún —hizo notar Victoria juiciosamente—. No me parece buena idea.
Aunque sea un largo camino... yo estoy dispuesta a recorrerlo contigo. —Lo miró un momento, seria—. Lo sabes, ¿verdad?
—Todavía me cuesta un poco asimilarlo —reconoció Jack, sonriendo.
Se centraron de nuevo en el mapa. Sabían que podían seguir dos rutas hasta Awinor; una de ellas atravesaba la Llanura Celeste y el desierto de Kash-Tar, y la otra suponía recorrer, de norte a sur, todo Derbhad, la tierra de los feéricos. A simple vista esta opción parecía la más segura, pero a Victoria la preocupaba que pudieran encontrarlos con más facilidad en un lugar más poblado y que, por lo que ella sabía, estaba muy vigilado por los sheks. No en vano, los feéricos se negaban a reconocer a Ashran como señor, y por consiguiente su imperio los tachaba de renegados. Por otra parte, el desierto, aunque fuera más peligroso, parecía el mejor lugar para perderse.
Finalmente optaron por una solución intermedia. Seguirían la Cordillera Cambiante hacia el sur, sin alejarse de ella y, por tanto, sin adentrarse en Derbhad, caminando, pues, por la frontera entre el país de los feéricos, al este del continente, y Celestia, la gran región central. Además, dijo Jack, a los pies de la cordillera había rocas y cuevas donde esconderse, y multitud de arroyos que descendían por entre las piedras, y que les proporcionarían agua en abundancia y, seguramente, también comida.
Cuando volvieron a guardar el mapa ya se había hecho de noche, y las tres lunas brillaban sobre ellos. Ayea, la más pequeña, un astro de un suave color rojizo, acababa de emerger tras el horizonte. Jack tendió su capa sobre el lecho de musgo y se tumbó sobre ella, a una prudente distancia de Victoria, para dejarle intimidad. Pero la muchacha se acurrucó junto a él, buscando su calor, y apoyó la cabeza en su pecho. Sonriendo, Jack la abrazó.
—¿Estás cómoda así?
—Mucho —suspiró ella, ya medio dormida.
La sonrisa de Jack se ensanchó.
—Descansa; mañana tenemos un largo camino por recorrer...
«A lo largo de la Cordillera Cambiante», recordó. Pensó de pronto que aquél era un nombre extraño.
—Victoria, ¿por qué la llaman «la Cordillera Cambiante»?
—No lo sé —bostezó ella—. Se lo preguntaré a Shail la próxima vez que lo vea.
Jack vio cómo, antes de cerrar los ojos definitivamente, Victoria besaba con cariño la piedra del anillo que llevaba puesto, el anillo que Christian le había regalado. Pero, por una vez, sintió celos. Sabía que era su manera de darle las buenas noches al amigo ausente. Alguien de quien se había separado para acompañarlo a él, a Jack, en un largo e incierto viaje.
«Cuidaré de ella, Christian —pensó—. Igual que habrías hecho tú.»
Christian no había tenido muchos problemas a la hora de atravesar el bosque de Awa, pese a toda la gente que lo estaba buscando. Se había deslizado por entre los árboles como una sombra y no había tardado en alcanzar el límite de la floresta.
Una vez allí, se había transformado en shek.
Sabía que era arriesgado, pues los otros sheks lo descubrirían más fácilmente que si avanzase por tierra, bajo su aspecto humano. Pero sentía la urgente necesidad de transformarse, de volar, de olvidar, por unos instantes, aquella dolorosa humanidad.
Fue como si algo estallara en su interior. La serpiente que había en él chilló de júbilo pero, sobre todo, de alivio. Los últimos días habían estado plagados de emociones, emociones que habían afianzado el dominio de su alma humana, y el shek se había sentido ahogado por ella. Y, batiendo sus poderosas alas, se hundió en el inmenso cielo violáceo, bañado en la luz de las tres lunas, en dirección a Nanhai, la tierra de hielo, el país de los gigantes.
Por si acaso, decidió desviarse hacia el mar, y seguir la línea de la costa. Era un camino un poco más largo, pero sabía que tenía menos posibilidades de encontrarse con otros sheks si sobrevolaba el océano que si atravesaba los cielos del país de los humanos.
Incluso así, transformado en shek, no pudo evitar acordarse de Victoria. Cerró los ojos un momento para percibir las emociones que le transmitía Shiskatchegg, el anillo que brillaba en el dedo de la muchacha. Sintió calma, serenidad, descanso... felicidad.
Christian asintió para sí. Así debía ser. Victoria estaba a salvo con Jack, él cuidaría de ella. Aquel irritante dragón no podía ni imaginar que el único motivo por el cual seguía vivo, la única razón por la que Christian no lo había matado cuando tuvo ocasión, eran aquellos sentimientos que provocaba en Victoria. Jack le daría a la joven compañía, amistad, confianza, seguridad... todo aquello que Christian no podría ofrecerle jamás. «Pero si le pasa algo a Victoria —se prometió a sí mismo, sombrío—, juro que seré yo mismo el encargado de matarte.»
Gaedalu y sus sacerdotisas se pusieron en marcha al anochecer, y Shail se unió a su grupo. Montaban todos a lomos de paskes, enormes animales de pelaje rayado y tres cuernos en la frente, sorprendentemente cómodos y rápidos. Claro que ninguna montura sería lo bastante veloz para ellos si los sheks los descubrían, pero en aquel sentido la presencia de Shail pronto demostró ser útil al grupo; a pesar de que todavía se sentía muy débil, efectuó un hechizo de camuflaje que los hizo mimetizarse contra el suelo sobre el que se movían. De cerca, un observador atento podría ver a la comitiva; pero, desde el cielo y por la noche, podría pasar inadvertida a los ojos irisados de un shek.
Zaisei no dijo nada cuando vio que Shail se unía a ellas. El mago tampoco intentó acercársele. Sabía que estaba molesta con él por haber dejado que Jack y Victoria abandonaran el grupo. Zaisei estaba convencida de que Gaedalu tenía razón, y que el lugar más seguro para ellos era el Oráculo de Gantadd, que se suponía protegido por las tres diosas.
Shail no podía culparla por ello. La fe de Zaisei en los dioses era sincera y profunda, y él no era quien para tratar de arrebatársela. A1 fin y al cabo, pensó con amargura, era mejor creer en algo, en cualquier cosa, que no creer en nada.
Y él ya estaba dejando de creer en la profecía.
Cuando Victoria abrió los ojos aquella mañana, se encontró todavía en brazos de Jack Tardó un momento en recordar dónde estaba y todo lo que había pasado. Se sintió inquieta, pero la presencia de Jack la reconfortó. Alzó la cabeza y vio que él la estaba mirando.
—Buenos días —sonrió el chico.
Victoria parpadeó y se frotó un ojo, sonriendo a su vez.
—Buenos días. ¿Cuánto tiempo llevas despierto? —Un rato. ¿Qué tal has dormido?
Victoria se recostó contra él y respiró profundamente. Parecía mentira. Estaba perdida en un mundo extraño, con un poderoso nigromante y toda una raza de serpientes aladas que riendo matarla y, sin embargo, sentía que aquella mañana era la más feliz de su vida.
—De fábula —dijo ella con sinceridad; tenía la vaga sensación de que había hecho frío, pero la cálida presencia de Jack la había resguardado del relente de la noche—. Ahora sólo necesito... un cuarto de baño —bromeó.
—Ahora mismo voy a buscarte uno —respondió Jack sonriendo.
Se separó de ella para ponerse en pie de un salto, y Victoria lamentó que el momento hubiera acabado. Se obligó a sí misma a recordarse que no estaban de vacaciones, y que tenían un largo viaje por delante.
Jack parecía radiante. Sonreía de oreja a oreja mientras sacudía la capa para quitarle los restos de tierra y ramas. Victoria pensó que nunca lo había visto tan feliz.
Lo miró salir del refugio, silbando por lo bajo. Sonrió de nuevo. A pesar de todo lo que había pasado, sentía que no podía parar de sonreír.
Entonces, de pronto, Jack dejó de silbar y lanzó una exclamación de sorpresa. A Victoria se le congeló la sonrisa en los labios. Se levantó de un salto, cogió su báculo y salió corriendo para reunirse con él.
Pero su amigo no estaba en peligro, o al menos no lo parecía. Se había quedado de pie, unos metros más allá, y miraba a su alrededor, atónito. Victoria se reunió con él.
—Jack, ¿qué...?
Las palabras murieron en sus labios.
Estaban rodeados de montañas. Por todas partes. Altos y escarpados picos parecían haberse comido la suave llanura que habían atravesado la tarde anterior. Aquel paisaje no se parecía en nada al que ellos recordaban. Los dos atina volvieron la cabeza para mirar a la roca que les había servido de refugio. Estaba allí, seguía siendo la misma. No, ellos no se habían movido; era la cordillera entera la que había cambiado de sitio durante la noche.
—Ya sabemos por qué la llaman «la Cordillera Cambiante» —pudo decir Victoria.
A Jack le entró la risa floja. Victoria lo miró, desconcertada.
—¿Qué te hace tanta gracia?
El chico intentó serenarse.
—Perdona, es que todo esto es muy raro. Si me lo tomo en serio terminaré por volverme loco.
Victoria acabó por echarse a reír también. Cuando los dos se calmaron, la muchacha trató de pensar con objetividad.
—Pero, si va a seguir cambiando, ¿cómo vamos a orientarnos?
—Por la posición de los soles. Salen por el este, igual que el sol de la Tierra. La buena noticia —añadió, sonriendo de nuevo es que las montañas han traído el cuarto de baño que buscabas. Mira, ese arroyo no estaba allí anoche. Por lo menos podremos lavarnos un poco.
Victoria sonrió. El buen humor de Jack resultaba contagioso. Ni siquiera aquel desconcertante lugar conseguía empañar su felicidad. «Está contento porque estamos los dos juntos, solos», pensó, conmovida. También ella se sentía feliz de estar con él. Pensó entonces en Christian, y se preguntó si estaría bien. Se dio cuenta enseguida de que sí. «Si le pasara algo malo, yo lo sabría inmediatamente», se dijo, acariciando con un dedo el Ojo de la Serpiente. Sintió una oleada de nostalgia, cerró los ojos y evocó la mirada de los ojos azules de Christian. El dolor de su ausencia la atravesó como una afilada daga, pero se esforzó por sobreponerse. «Christian está bien —se recordó a sí misma. Sabe cuidar de sí mismo. Y está conmigo. De alguna manera.» Volvió a besar el anillo, y se sintió un poco mejor.
Sonriendo, siguió a Jack hacia el arroyo.
Al cabo de varios días de viajar a través de la Cordillera Cambiante Jack y Victoria perdieron la noción del tiempo.
A lo largo de los días veían moverse las montañas. O, mejor dicho, no las veían, pero sí percibían los cambios. Un picacho que habían tenido a la derecha toda la mañana de repente aparecía tras ellos; una montaña les cerraba de pronto el paso, obligándolos a desviarse para buscar otro camino; los arroyos se sucedían, y algunos se repetían, y debían cruzarlos varias veces.
Aquí y allá, las montañas se juntaban, cerrando caminos; otros casos, se separaban, abriendo valles y cañadas. Al principio, Victoria no podía evitar preguntar a menudo.
—¿Nos habremos perdido?
Pero Jack negaba con la cabeza.
—No te dejes engañar. Fíjate en los soles.
Pero incluso eso era desconcertante, pensaba Victoria, contemplando cómo los tres astros proyectaban no una, sino tres sombras de todo aquello que bañaban con su luz.
En el fondo, Jack no tenía modo de saber hasta qué punto habían avanzado. En la Cordillera Cambiante, el mapa que llevaban no les servía de mucho. Pero no quería preocupar a Victoria. Las montañas seguían cambiando, moviéndose de sitio, apareciendo y desapareciendo, y él seguía avanzando, infatigable, hacia el sur, guiándose por la situación de los tres soles, a lo largo de unas jornadas que parecían eternas, de días y noches más largos que los de la Tierra.
Pronto aprendieron a moverse por allí. Ya no rodeaban los obstáculos; cuando una montaña les cerraba el paso, se limitaban a acampar al pie y esperar, simplemente, a que se retirara. Por lo general, cuando se despertaban al día siguiente ya tenían el camino despejado. Y seguían avanzando.
Pero aquel extraño paisaje parecía no terminarse nunca.