Trinidad (113 page)

Read Trinidad Online

Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

BOOK: Trinidad
9.85Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Continúe, por favor —dijo Caroline.

—Deduje el número de manera muy sencilla. Despedido Donaldson y habiendo vuelto a Hubble Manor, busqué la amistad del criado nuevo de lord Jeremy, un tal Wordlock, así como la de las dos doncellas fijas.

—Con eso de que buscó su amistad quiere decir que los pagaba para que le informasen.

Herd volvió a mirar a Swan solicitando ayuda.

—En efecto —contestó el brigadier.

—Y de esta manera pudo usted contar las cabezas, o quizá debería decir, los cuerpos —comentó Caroline.

El investigador afirmó con un gesto.

—Y los amigos de Jeremy eran, más o menos, chicos de buenas familias. Gente aristocrática.

—Sí, milady.

—Y esas familias quizá se molestarían un poco si supieran que alguien espiaba a sus hijos.

Herd levantó prestamente la mano para defender con aire piadoso su honor profesional.

—Puedo asegurarle que todo, pero todo, ha quedado enteramente secreto y sólo existen dos informes.

—Y está igualmente seguro de que las doncellas nunca hablarán para nada de estos… recuentos de cuerpos.

—Han jurado guardar secreto —respondió, aunque poniéndose como la grana.

—¿Y qué me dice de las chicas que participan en… cómo lo expresa usted… la cohabitación?

—Ahí está el problema —dijo Herd.

—¿Prostitutas?

—Oh, no, milady, no precisamente. Vea usted, algunas eran católicas.

—¿Le alarma o le sorprende esto en algún sentido, señor Herd? —preguntó Caroline.

—No tengo opinión —respondió Herd—. Yo me limito a investigar y dar cuenta de lo que he hallado.

—¿Y qué halló?

—Pues que algunas de aquellas chicas vivían por los alrededores del Trinity o trabajaban en establecimientos frecuentados por los estudiantes.

—¿Muchachas livianas?

—Sí, algunas, sí.

—Y quizá otras corrieran su primera aventura, o estuvieran profundamente enamoradas. Y quizá… ¿no, señor Herd…?, algunas de aquellas parejas estuvieran casadas en secreto.

El tic que W. W. Herd había dominado tan bien se manifestó de pronto después de un decenio de inactividad: el ojo izquierdo se le cerraba y abría, sin que pudiera evitarlo.

—Milady, debo protestar. No tengo ningún interés personal, ni querella contra nadie.

—¿No se ensaña un poco con el señor Herd? —dijo Swan.

—Lo siento —contestó Caroline—. Por supuesto, usted se limitaba a hacer su trabajo, ¿no es cierto?

—Sí, milady.

—Déjeme poner las cosas en orden. Estos últimos años, Jeremy se ha hecho muy popular entre sus compañeros del Trinity, ha dado fiestas alcohólicas en su piso y ha permitido que algunos amigos con menos posibilidades utilizasen las habitaciones alguna que otra vez para hacer deporte entre las sábanas.

—Sí, milady.

—Más o menos lo que normalmente se podría esperar de un estudiante normal en las circunstancias en que se encuentra Jeremy —dijo Caroline.

—Aunque no doy opiniones, estoy de acuerdo con eso —asintió Herd.

—¿No diría que aquello sea un lupanar?

—Ni pensarlo, milady.

—Y como usted es un sujeto que hace las cosas bien, se enteró de cómo marchaban los estudios de Jeremy, presumo, y halló que daba pruebas de una aplicación más bien notable, y no se inclinaba por sobornar a los profesores, ni trataba de engañar pagando a los estudiantes distinguidos para que le hicieran el trabajo.

—En efecto, no encontré nada de lo que dice.

Roger presenciaba la escena con enojo creciente, pero reprimido. En varios momentos estuvo a punto de intervenir y cortarla, pero decidió dejar que Caroline terminase la jugada y no hacer una escena encima de otra. No obstante, le habría gustado que su esposa hubiera manifestado algo más de cólera por la conducta de Jeremy y se hubiera recreado algo menos en atormentar a Herd.

—Bueno, pues, señor Herd —prosiguió Caroline—, me gustaría saber algo de la chica con quien se ha liado Jeremy.

En este punto, a Herd le habría gustado tener el informe en la mano, pero sabía que la condesa no iba a permitírselo. Resignado a repasarlo punto por punto, sacó un cuadernito de un bolsillo interior y se cató unas gafas.

—La chica en cuestión se llama Molly O'Rafferty. Es hija de un tal Bernard O'Rafferty, que tiene diez hijos, seis chicas y cuatro varones, y es propietario de un establecimiento de sastrería en Duke Street, unas dos manzanas más allá del Trinity College.

—¿Es un negocio próspero?

—Bastante —respondió Herd, pasando las hojas del cuadernito para apoyar la afirmación.

Maxwell Swan tenía los glaciales ojos fijos en Caroline. La conocía desde niña, y la miraba fascinado, viendo con qué arte desviaba el agua hacia el molino de su hijo. El brigadier se preguntaba qué tal resultaría la escena que representaría con Roger, cuando hubiera eliminado a Herd. Era muy posible que Roger y sir Frederick vencieran en este combate contra la muchacha, pero si mientras desataban las iras de Caroline, la victoria quizá les saliera muy cara.

—Ah, aquí está —dijo Herd, aclarándose la garganta una vez más—. O'Rafferty se embolsa bastante más de de tres mil libras de beneficios al año. Ha dado el oficio de sastre a todos los hijos y el de costurera a las hijas. El negocio funciona como empresa familiar. Podríamos llamarlo una industria doméstica de gran categoría. El trabajo es de calidad, midiendo según el rasero irlandés. Parece que el padre pone a los hijos en el negocio en cuanto terminan los estudios.

—¿He entendido que usted hablaba de estudios?

—Sí, milady.

—No quisiera contradecir a mi marido, pero ¿son personas instruidas, entonces?

—Sí, milady.

—¿En qué medida?

—Pues las chicas han asistido a la escuela desde un mínimo de cuatro años a un máximo de ocho.

—¿Escuela particular?

—Sí, milady.

—¿En un convento?

—Sí, milady.

—¿Y los chicos?

—Uno se graduó en Maynooth. Ahora es sacerdote en Kilkenny. De los otros tres… déjeme ver… sí, todos han llegado hasta la segunda enseñanza.

—¿Participan todos en el negocio?

—No, milady. Además del sacerdote, uno es dueño de un establecimiento en Londres, y otro ha emigrado a Chicago. También es dueño de su establecimiento. El hijo restante, Bernard, como su padre, actúa de gerente, y parece ser el llamado a heredar el negocio aquí en Dublín.

—¿Y las siete chicas?

—Cuatro se casaron, y dos de estas cuatro introdujeron a los respectivos maridos en la empresa. Molly y la menor, que todavía está en el colegio, siguen solteras.

—Resumiéndolo todo, pues, la familia O'Rafferty es una familia responsable, instruida, próspera y respetable.

—Yo no proporciono opiniones, pero ésta es la conclusión que sacaríamos.

—Entonces Bernard O'Rafferty no es el irlandés típico, abandonado y gandul, de los que se gastan el dinero en la bebida o el juego.

—No, milady, no tiene corredor de apuestas siquiera.

—Y tampoco tiene una casa arruinada en el barrio de Liberties —dijo Caroline, tirando a matar.

—No, milady; tiene un domicilio muy decente en Harold's Cross.

Roger salió disparado de su asiento.

—Nos gusta que sepas ir al detalle, Caroline; pero no sabría ver qué relación tiene eso con el problema.

—Pero, cariño —respondió ella amablemente—, has sido tú quien ha iniciado la investigación, y hasta el momento estoy bien segura de cuál es el problema. Continúe, por favor, señor Herd.

Roger volvió a desplomarse en el sillón con el rostro color ceniza, sumiéndose en un silencio elocuente.

¿Era posible, o imaginable siquiera, que Caroline aprobase aquel desastre?

—Continúe, por favor, señor Herd —repitió Caroline—. Hábleme de la chica.

Y en este momento se dulcificó visiblemente, fijando la mirada más allá de las altas pilas de libros, en el gran cristal policromado del otro extremo de la biblioteca, cuyos colores vivificaban en aquellos momentos los rayos del sol.

Herd jugaba con el cuadernito de notas, pasando la vista por una letra tan pequeña que casi resultaba ilegible.

—Ahí vamos. Mide cinco pies y dos pulgadas y media de estatura. Pesa…

—No, no —interrumpió Caroline—. Dígame solamente la impresión que le causaría si entrase en la biblioteca en este momento.

Por primera vez, W. W. Herd pareció humanizado y libre de la carga de su profesión.

—Yo diría que es muy hermosa. Sí, arrebatadoramente hermosa.

—¿Cuándo la conoció Jeremy?

—Hace diecisiete meses. Hay una taberna de estudiantes llamada Lord Sarsfield en la margen del Liffey. Por las noches, Molly O'Rafferty canta baladas allí. Es muy popular.

—¿Tiene buena voz?

—Sí, señora. Hasta yo iba de vez en cuando a la Sarsfield para escucharla —dijo, con unos acentos de intimidad.

—¿Cuántos años tenía cuando conoció a Jeremy?

—Dieciséis.

—¿Con una reputación de acostarse con cualquiera?

—No.

—Usted ha investigado el caso a fondo, ¿verdad que sí? ¿Era virgen cuando mi hijo la conquistó?

—Por lo que yo podría deducir, sí.

—Y en los meses que han vivido juntos, ¿ha dormido ella con otros hombres?

Herd luchaba consigo mismo. Sabía a quién había de obedecer, pero también sabía que no le convenía tomar por tonta a la condesa.

—No, milady, no ha dormido —respondió, apartando los ojos de Swan y lord Roger.

—Ya sé que no le gusta aventurar opiniones, señor Herd, pero ¿diría usted que Jeremy y Molly están verdaderamente enamorados?

—Un momento nada más —interrumpió Roger—. Eso queda completamente fuera de los dominios del señor Herd. He tenido muchísima paciencia, Caroline, y sé perfectamente qué propósito perseguías. Considero más conveniente que esas cosas las discutamos tú y yo en privado. ¿Hay realmente algo más que tengas que preguntar y no puedas encontrar en el informe?

—Una cosa solamente —dijo Caroline—. Se sospecha que la chica está embarazada, dice. ¿Cómo lo sabe?

Herd palideció.

—¿Lo encontraré en el informe? —preguntó Caroline.

—Prefiero no dar esta información. E1 brigadier Swan será testigo de mi adhesión a su familia de usted, condesa, pero siendo como soy un investigador privado debo decirle que hay medios de conseguir información que deben permanecer estrictamente confidenciales.

—Le sugiero que no salga de aquí hasta que yo lo haya averiguado.

—Creo será mejor que se lo cuente —indicó Swan.

—Lo siento, pero debo negarme.

—Entonces, se lo diré yo a usted —replicó Caroline—. Usted fue a ver al confesor de la muchacha y le amenazó de muerte para coaccionarle y hacerle revelar el secreto de confesión. ¿No es así, señor Herd?

El silencio devoraba la biblioteca.

—¡Oh, Dios mío! —gritó Caroline—, ¡no pongas esa cara de asombro, Roger, ni usted tampoco, Swan! No les favorece nada.

—¿Cómo lo has sabido? —preguntó Roger en un alarido loco.

—Nuestro hijo me lo ha contado, he ahí cómo.

—¿Jeremy te lo ha contado? ¿Jeremy?

—La desesperación y el pesar por lo que le habían obligado a hacer llevaron al cura hasta el borde de la demencia. De modo que fue a pedir perdón a Jeremy y luego se puso en manos de su obispo. ¡Qué pandilla de gángsters!

—Pero… pero tú estabas enterada desde el principio. Estabas enterada y nos has hecho pasar por toda esta charada…

—Sí, estaba enterada, Roger. Sabía lo de Molly O'Rafferty desde el día que Jeremy la conoció. Ya ven, caballeros, se han tomado una infinidad de molestias por nada.

Dicho lo cual, Caroline salió majestuosamente de la biblioteca, dejándolos boquiabiertos.

2

Atty Fitzpatrick cerró la puerta de la casa detrás de si, cruzó la habitación y se detuvo delante de la mecedora en la que Conor se sentaba abandonadamente y en la que solía pasar la mayor parte de sus horas de vigilia. Él la miró unos instantes, y luego bajó los ojos al suelo.

—Todos estuvimos enfermos de angustia por ti —le dijo—. Casi no hablábamos de otra cosa.

Conor no respondió.

—Me quedaré contigo un tiempo.

—Si fueses sensato, te largarías —murmuró él.

—Nunca me han acusado de esa cualidad concreta —respondió Atty.

—No rondes a mi alrededor, Atty. No quiero que nadie brame de compasión. Lleva tu amor maternal a otra parte. Yo no valgo la pena.

—Vive si puedes, Conor, y muere si debes; pero no puedes continuar en el limbo.

—Tú no sabes qué pasa en esta habitación, Atty. La angustia y el sufrimiento que la llenan te mataran, si te quedas.

Atty se mantuvo firme, sin manifestar ninguna idea de volverse. Desde que Conor huyó de la cárcel de Portlaoise había acaparado todos sus pensamientos. Extraño, extraño, extraño. Atty Fitzpatrick, la campeona justiciera que se agotaba entregándose a causas y causas y causas. Sin embargo, con tanto entregarse nunca se había dado sin rubor a una sola persona. Nunca se había vaciado auténticamente en otro ser humano. Y ansiaba darse toda entera a Conor Larkin, sin esperanza de recompensa, ni de satisfacción, ni siquiera de que se lo agradecieran. ¿Por qué?

—No voy a permitir que te hundas, hombre —dijo resueltamente.

Conor la miró con curiosidad.

«Oh, Señor, cuánto sufre», gritaba Atty por dentro. Un ojo de Conor danzaba salvajemente en otra dirección, con la mirada de un loco. «Debo hacer algo para remediarlo.»

—Voy a acariciarte, Conor —le dijo—. No serán las caricias de Shelley MacLeod. Ya no volverás a sentir como con ella. Lo que te haré sentir yo será vida. La vida que hay en mí suplica que la transfundan a ti. No me rechaces, hombre, no me rechaces.

Atty estiró el brazo tentativamente, asustada, hasta posar la mano en la cabeza del hombre. Conor la aceptó sin experimentar gozo ni resentimiento. Despacio, muy despacio, hasta hallarse junto a él, a la distancia de un susurro… Entonces sus manos atrajeron la cabeza de Conor hacia su vientre y la apretaron fuertemente contra sí.

Durante un rato, el hombre continuó rígido; luego cerró los ojos, gimió, rodeó la cintura de la mujer y se sumergió en la compasión que manaba de todos los poros de Atty.

La finca DUNLEER del barón Louie de Lacy se hallaba en el embrujado paisaje lunar de Connemara, en el condado de Galway. La baronía tenía una extensión de millares de acres y comprendía unas docenas de lagos de los centenares que picaban de viruelas aquella región. El suelo se elevaba hasta las cimas de las Twelve Bens, las montañas de desnudas masas de piedra, Benbaun, Bencorr, Benbreen, Benbrack y las demás, plantadas sobre una turbera con aire de páramo y una costa encantada de cavernas y playas escondidas y profundas rías. Esta mística del dominio de Lacy quedaba poco menos que escondida al ojo humano, constituía un maravilloso lugar desierto. Más allá de las faldas de las montañas, un archipiélago inundado de islas salpicaba un mundo acuático desde la bahía hasta la mar libre.

Other books

Auraria: A Novel by Tim Westover
The Mothers: A Novel by Jennifer Gilmore
The Buck Stops Here by Mindy Starns Clark
Rest in Peace by Frances Devine
Valentine by Heather Grothaus