Trinidad (26 page)

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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

BOOK: Trinidad
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—¿Te gustan?

—No sabría encontrar la definición adecuada. Son asombrosas.

—Claude Moreau —explicó ella.

—¿Le amaste mucho?

—Era un canalla aborrecible.

Roger se acercó más, casi tocando las pinturas; después se volvió hacia ella, que permanecía en el centro de la habitación en ondulado esplendor. Los dedos de la mujer tiraron del cordoncito de la blusa y luego desabrocharon los botones con intencionado esfuerzo.

—Quizá te gustara ver por ti mismo si Moreau consiguió un parecido suficiente.

Roger bajó los ojos y sus manos revolotearon, desamparadas, por el aire.

—Te estás burlando de mí, Caroline. Sabes que no puedo competir contigo, y te diviertes a mi costa. No tienes derecho.

—Levanta los ojos, Roger, y dime qué ves.

Roger los levantó. Caroline estaba desnuda hasta la cintura.

—¿Te gustaría acariciarme?

—Es posible que no sea un amante tan volcánico como tu francés, pero tampoco soy un juguete. No permitiré que me traten como a un cachorro que no sabe por dónde anda. Si un día quiero poseerte, habrá de ser a mi manera, vulgar y corriente.

Caroline dibujó la mueca de una sonrisa para sofocar la humillación.

—Oh, por amor de Dios —dijo—, ve y date la ducha fría.

Sir Frederick insistió en que Roger continuara hasta Kinsale en su vagón particular, gesto cargado de implicaciones. Convinieron en reunirse dentro de seis semanas en Hubble Manor para tomar parte en las fiestas de los Aprendices de Londonderry. Sir Frederick llevaría a su nuevo ministro para que oficiara en el servicio religioso que se celebraría en la catedral protestante. Aprovecharían bien el tiempo para seguir explorando cuestiones que interesaban a ambos.

El vagón particular era precisamente lo que uno habría esperado tratándose de Frederick Weed. Construido más o menos según el modelo del propio George Pullman en América, su equipo lo convertían en una prolongación móvil de Rathweed Hall. Aparte del salón principal, adornado de brocados, y los espacios para comedor, contenía una pequeña oficina, dos juegos de habitaciones-dormitorio, una cocina y un «palco de la ópera» aislado para la intimidad de las damas que viajaran en él.

Roger se enfadaba consigo mismo, perdido en aquel esplendor, después de la despedida de «palmaditas a la espalda» que le había dedicado sir Frederick. Aunque le gustaba el curso que tomaban las cosas con respecto a Frederick Weed, se sentía fracasado en lo relativo a Caroline. Roger no se había dejado seducir nunca por una mujer, no había deseado jamás con dolorosa pasión a ninguna determinada, ni siquiera había anhelado una aventura pasajera con una mujer a la que no pudiera dominar. Como es lógico, estaba perplejo.

—¿Estás ahí, Roger?

El se concentró en un aire de indiferencia, mientras Caroline venía del extremo del vagón.

—¿Te sabrá mal tener una compañera de viaje hasta Dublín? Llevo una lista de compras un metro de larga.

Roger dominó el impulso de estrecharla entre sus brazos. Era, sin duda, lo que ella esperaba, para luego tratarle como a un idiota. Roger hizo un gesto que significaba que el tren pertenecía al padre de ella.

En pocos momentos cargaron el equipaje de la joven, y el tren partió lentamente de la estación Victoria y se internó por el oropel del Belfast del sudoeste. Después de una breve parada en Lisburn, se dirigió hacia la costa.

—Me dejaría convencer para acompañarte hasta Kinsale —dijo Caroline por fin.

Roger disimuló la sorpresa y el placer; luego devolvió la jugada con un golpe deliberadamente frío.

—Maldita suerte —exclamó, fingiendo simpatía y desamparo—, pero en Daars se reunirá conmigo otra persona. Con toda franqueza, te habría preferido a ti. Quizá quieras visitar Hubble Manor con sir Frederick en agosto.

Caroline se irguió ante un desaire tan bien calculado que era imposible adivinar si decía la verdad o si se trataba de una jugada de ajedrez. Fuera lo que fuese, había aprendido por fin lo que su padre ya sabía, a no subestimar a aquel hombre.

8

Daars, en Kinsale, condado de Cork, julio de 1885

—El carruaje de lord Arthur acababa de aparecer en el fondo de la colina.

—Gracias, Cronin —dijo Clara—, tomaremos el té en el apartamento de Su Señoría.

Clara salió al porche lateral y vio cómo el carruaje disminuía la marcha por la empinada cuesta. Daars coronaba la colina más alta de Summer Cove. Sus jardines y parques descendían por la ladera con una estupenda vista sobre la curva de la bahía hasta Kinsale. Desde allí se divisaba hasta más allá de Charles Fort y el mar libre, donde una pequeña flota de velas ondulantes corría hacia el refugio del puerto huyendo de un ramalazo de viento.

A los pocos momentos, Arthur Hubble, décimo conde de Foyle, sacaba el carruaje del camino principal para enfilar por la entrada lateral donde un par de manos fuertes cogieron las bridas y le ayudaron a bajar.

—Has llegado temprano —le saludó Clara—. ¿Has tenido buena travesía?

El conde se cogió las manos detrás de la espalda, sacó una mandíbula poblada de barba y ascendió los peldaños hacia el porche.

—Ventosa y fea —respondió pasando junto a ella.

Clara esperó hasta que él se hubo secado y calentado.

—Recibimos el telegrama, querido. Roger llegará hoy con el correo de Cork, de Dublín. Habría de llegar a tiempo para cenar.

Arthur expresó su malestar con un gruñido. Clara sabía que tenía mucho cariño a su hijo y Roger venía acá muy de tarde en tarde; pero siempre había motivo de ansiedad. Además, la visita de hoy, en esta época del año precisamente, significaba que venía a buscarle a él para llevárselo en seguida a Hubble Manor con ocasión del día de los Aprendices. Tales contrariedades solían hacerle recaer en el tartamudeo. Clara agradecía que Roger viniera a Daars solo, sin aquel pelmazo espantoso de Glendon Rankin. El administrador de fincas había quedado relegado a segundo término desde que Roger abandonó el ejército e hincó el diente en los asuntos del condado. Pero aunque Rankin no estaría presente, había enviado una carta acongojadora antes de que llegara Roger; una carta que originó más tensión aún de la que solían provocar habitualmente.

Cronin puso el servicio del té, preparó una mesita con instrumentos de barbero y se retiró. Clara sujetó una servilleta alrededor del cuello de Arthur, le peinó la barba con mucho esmero, retocándosela con las tijeras, a la perfección, habilidad adquirida durante sus días de artista.

Lord Arthur abrió el cajón de la cómoda y releyó la epístola de Rankin. La carta empezaba explicando con mil rodeos la adhesión y fidelidad de la familia Rankin al condado, manifestadas durante siglo y medio de servicios al mismo. Rankin no se olvidaba de repetir el sacrificio supremo de su tío Owen, muerto de un disparo cuando cumplía con su deber, lanzando a un arrendatario que se resistía. Continuaba diciendo que lord Roger había representado una muy conveniente adición a la empresa. Después seguían las recomendaciones de cautela, expresadas en palabras cuidadosamente escogidas, el miedo de que las medidas de Roger de apartarse de la agricultura para entregarse a la industrialización pudieran rayar en temerarias.

La brecha entre el hijo y el administrador era profundamente filosófica y se ensanchaba cada día. Roger traería consigo más ideas para mayores inversiones.

«La razón de que haya tan gran demanda de lienzos manufacturados radica en que el algodón todavía no ha reconquistado plenamente sus mercados, después del hundimiento consiguiente a la guerra civil americana. Pero, Su Señoría, el algodón va ganando puntos y la industria del lino podría sufrir una depresión de la noche a la mañana. Es peligroso vender sólidas tierras para ese tipo de especulación.»

A continuación Rankin lamentaba las ideas radicales de reforma agraria que habían invadido Europa, pero insistía en que el hecho no se aplicaba a Irlanda. Sin un superintendente que le dijera qué tenía que hacer, el labrador católico no haría más, sencillamente, que desatar el caos.

La carta terminaba con todas las válvulas de Rankin abiertas y sangrando. Y sentaba el sobrecogedor pronóstico de que cuantos más bienes tuviera el condado en el capítulo de fábricas, mayor sería el peligro de una calamidad total. Las ciudades estaban inundadas de católicos sin trabajo, que vivían en condiciones que engendraban epidemias, crímenes y fomentaban las ideologías papistas y anarquistas. Las ciudades harían que los Hubble se vieran metidos en el pozo sin fondo de los problemas relativos a escuelas, hospitales, asilos y beneficencia en general. ¿Por qué, ciertamente —argüía Rankin— se había de dejar arrastrar el condado a una «roya de la patata» urbana?

Al devolver la carta al cajón, lord Arthur soltó unos gemidos ante la triste perspectiva de los próximos días. Clara le aplicó ron de laurel a la cara, le friccionó también el cuero cabelludo y, de momento, el puro placer superó al puro espanto. Después, una muy moderada aplicación de brillantina a la barba para darle algo de luz, un peinado, y el espejo. Lord Arthur estudió el resultado final con profunda admiración.

Habían llegado los números de toda una semana del
London Times
. Leyeron, intercambiaron chismorreos… pero Arthur estaba indiscutiblemente triste.

—Artie.

—Di, ángel mío.

—¿No puedes disuadir a Roger de iros a Hubble Manor el mes próximo? Hace tres años te mantuviste firme en tu decisión y, sin embargo, la casa no se derrumbó.

Como Clara había acertado con el verdadero meollo de su descontento, el lord escondió más profundamente el rostro en el periódico.

—¡Es tan desabrido todo aquello! —continuó la mujer—, y a mí, de veras, no me gusta que me tengan encerrada aparte como el tonto de la familia. ¡Aquella gente es tan condenadamente mojigata! Uno pensaría que eres el único miembro de los lores que vive con su amante.

—C… C… C… C… Clara.

—Vamos, Artie, no es preciso que tartamudees. Hace años que te lo digo.

—No estoy recitando a Shakespeare en el es… es… es…cenario de Londres y puedo tarta… ta… ta… mudear todo lo que me plazca.

—Es nuestra única fuente de discusiones. Aquella gente hace que me mire a mí misma como a una ramera. Hubble Manor es tan oscuro, torvo y mohoso como aquellos severos ulsterianos, y todo ello hace que me sienta una cualquiera.

—Por favor, no quiero teatro.

—No diré ni una palabra más —prometió ella, poniéndose en pie con agilidad. Normalmente, le aventajaba varios centímetros en estatura, y estando él sentado, muchos más, es natural—. No sé por qué te has de vestir como un payaso, con aquel sombrero de hongo y aquel cuello naranja ridículos. Pareces un cómico salido de un
music-hall
del Soho. Logia de moderación total de Ballyutogue, no faltaba más, y ahí vas tú, el conde de Foyle, con una petrificada sonrisa de estricnina en el rostro, desfilando en compañía de aquellos labradores que no se lavan nunca, patanes mal educados y sus pustulosos predicadores.

—¿Has te… te… te… terminado del todo?

—No diré una palabra más.

—Da la casualidad de que aquél horrendo, mohoso, mojigato lugar paga un sinfín de costumbres carísimas que has ido adquiriendo, querida mía.

—Oh, me aburres, Arthur.

—Una vez al año me solicitan para unas cortas pompas rituales en aquel lugar que nos paga los billetes. Este año la situación política reclama mi presencia más que nunca. Un maldito feniano arremete contra el escaño del bueno de Walby. Francamente, no tienes derecho a buscar guerra todos los años por una cosa tan simple.

—Si es tan simple, de verdad, ¿cómo te quedas tan derrotado cada vez que Roger está a punto de llegar?

El pequeño lord Hubble abandonó su asiento temblándole los labios y con gotas de sudor en la frente. Quería hablar, pero no podía. Se fue con paso vacilante al dormitorio contiguo y fijó la mirada abajo, en la bahía, aunque sin ver nada. En cierta ocasión había estado de pie delante de su padre en aquella horrible biblioteca de Hubble Manor, y su padre tenía los ojos encarnados y vidriosos, y junto a él había un baúl lleno de órdenes de lanzamiento ejecutadas…

…Arthur Hubble se había pasado toda una vida esquivando remordimientos de conciencia por murallas del hambre, barcos de la muerte, evicciones y defunciones por inanición, aunque nunca consintió que tales remordimientos arrollasen la benevolencia que tenia consigo mismo.

Desde hacía mucho tiempo había aceptado resignadamente el hecho de que le faltaba valor para dirigir el condado. Fue el único conde de la dinastía que no sirvió en el regimiento que le correspondía ni prestó servicio civil ni colonial de ninguna clase. En cambio, se casó temprano y dejó a su mujer embarazada para alistarse en la Marina. Cuando Morris Hubble, su padre, empezó a declinar, él lo dejó todo en manos de MacAdam Rankin y, más tarde, de Glendon Rankin.

Cuando Roger se hizo mayor, Arthur no tardó en cargar sobre los hombros del hijo todas las responsabilidades, de modo que él pudiera seguir persiguiendo los placeres sin estorbo alguno. Pero había calculado mal el celo de Roger, un celo que rivalizaba con el de su propio padre, lord Morris. Roger se hacía cargo de los asuntos sin tener en cuenta para nada que en el pasado el condado había estado absolutamente unido al suelo que poseía. Y le obligaba a él, su padre, a tomar las aterradoras decisiones que hasta ahora había evitado tan hábilmente.

—Artie —dijo Clara, viniendo a situarse detrás de él—, lo siento.

—Tienes toda la razón, Clara. No me dejaré intimidar y no me iré al Ulster. Me mantendré firme.

Ella se le arrimó para confortarle, sabiendo que el pequeño lord no decía la verdad, pero procurándole la sensación, por el momento, de que era muy valiente.

Roger confiaba poder pasar unos días navegando a la vela y pescando tiburones azules antes de entregarse a los negocios, pero se dio cuenta de que no sería posible. En lo único que su padre le aventajaba era en jugar al golf. Cuando Arthur se apunto cinco
puttees
en el segundo agujero y cuatro en el sexto, Roger comprendió que valía más que comunicara el mensaje.

Durante el desayuno, Roger propuso un paseo a caballo. Arthur sabía que era el aviso de una conversación entre hijo y padre. Ya su propio padre, Morris, utilizaba los paseos a caballo para las conversaciones entre padre e hijo. Ahora le tocaba practicarlo con Roger. Sólo que Roger asumía el papel de padre, y él hacía de hijo una vez más. Mientras se alejaban de Daars, Arthur se sentía como el muchacho a quien van a dar una lección, tratando de animarle.

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