Trinidad (46 page)

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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

BOOK: Trinidad
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—Yo. Aprendí de mi padre Fergus, que es el poeta de nuestro pueblo.

—¿De veras?

Reinaba un silencio total, excepto por una levísima brisa que movía el brezo, y sin otro sonido que el de mi flauta, mezclado de tarde en tarde con una armonía de los animales, mientras los perros corrían de un lado para otro, jugaban a la pelea y se revolcaban. Yo me sentía sinceramente impresionado por los sones que producía; nunca en mi vida me habían parecido tan sublimes. Cuando hube terminado, Conor cantó una antigua melodía de pastores, tan sosegada y bella como el campo que nos rodeaba.

—Ha sido hermosísimo —dijo la señorita—. Lo de los dos.

—Siempre sostuve la teoría —dijo Ingram— de que cuando vayamos al cielo nos parecerá un lugar bastante aceptable. Las necesidades y los temores que sufrimos aquí en la tierra habrán desaparecido para siempre. Sin embargo, es preciso considerar que con los miles de millones de almas que hay allá, la administración de aquel lugar ha de dar un trabajo espantoso.

—A fe mía que nunca había pensado en ello —dije.

—Por ejemplo, llevar y traer las almas del purgatorio. Alguien ha de inscribirlas y les ha de seguir el historial, precisamente para ver si tienen méritos para quedarse. Estoy seguro de que a cada uno le asignan un trabajo, algo que le guste; pero la organización del lugar ha de ser cosa tremenda. Cuando uno ha pasado cinco o seis siglos allí, los placeres que encierre aquello han de parecerle un poco sosos.

Evidentemente, el padre Lynch nunca nos había hablado en esa forma, y nosotros suponíamos que allá arriba todo se haría por una especie de magia. La disertación de Ingram sobre la logística del gobierno del cielo resultaba, indudablemente, toda una revelación.

—Lo que quise decir, en última instancia —continuó él—, es que parece que las personas hemos de sufrir momentos de agitación para establecer el contraste con los momentos de paz, si queremos comprender y apreciar verdaderamente esa paz. Aquí, ahora, en este prado, hemos gozado de unos instantes de paz. Ahora, en estos momentos, esto es el paraíso. ¿No estáis de acuerdo?

—Sí, lo es —asintió Conor.

—Pero nos confundimos al creer que el cielo y el paraíso son una misma cosa. Siempre que seamos capaces de gozar de unos momentos de paraíso aquí, debemos saborearlos, porque quizá no tengamos paraíso en el cielo.

—¡Bravo! —exclamó la señorita Lockhart.

—Tiene razón —dije yo—. El cielo no puede ser mejor que esto.

A continuación toqué la flauta de nuevo y, dirigidos por Ingram, todos cantamos unas canciones escocesas.

Conor se paró a la orilla del riachuelo y tiró una piedra al quieto remanso del otro lado.

—Aquí encontrará buenos puntos para pescar escarchos, especialmente ahora que se nubla el firmamento.

Ingram se frotaba las manos, como hombre que seguía viviendo en el paraíso.

—Yo te enseñaré a pescar, chaval, tal como pescan los escoceses.

—Bien, hágalo a su manera —respondió Conor—. En ocasiones he sido testigo de una suerte rara que desafía a la razón.

—Te acordarás de estas palabras luego, cuando contemples mi cesta.

—Bueno, vea si saca bastante para que podamos comer a placer los cuatro —replicó mi amigo—. Ahora voy a ocuparme de mis tareas. Hasta luego, señor.

—¡Conor! —llamó vivamente el maestro.

—¿Qué?

—¿No te parece que tendríamos que hablar un rato?

Conor suspiró e hizo un signo afirmativo.

—Creo que sí. —Y se sentó en la margen, dejando colgar los pies dentro del agua—. Mi papá le dijo dónde estábamos, ¿verdad?

—En efecto —contestó Ingram, sentándose a su lado y preparando la caña de pescar.

—¿Qué le dijo?

—Muchísimas cosas. Fundamentalmente, que tú eres labrador.

—¡He sido tan feliz en la herrería y con mis libros! ¿Por qué querrán que lo mire como un pecado? ¿Y por qué, en nombre de Dios, se me ha de amenazar con perder lo uno y lo otro?

—¿No sabes la respuesta, Conor?

—¿Qué le dijo usted a mi padre, señor Ingram?

—Le dije que ser labrador no es motivo para hacerte renunciar a la luz y la belleza que puedes encontrar en los libros. Un labrador tiene tanto derecho a enriquecer su mente como cualquier otra persona.

—¿Ha conocido a mi hermano Liam?

—Lo tomé como una cuestión de honor.

—Liam es un buen chico. Él no quiere otra cosa que la finca y ser el continuador de mi padre. Papá sabe qué quiere Liam y qué quiero yo. Si cumpliese con un deber que me parece indiscutible, labraría la felicidad de ambos.

—¿Lo sabe, eso que dices?

—Es posible que finja no saberlo. ¿Por qué, señor Ingram?

El maestro movió la cabeza.

—Él mira los libros y las ideas como una amenaza, un señuelo que te alejará de Ballyutogue. Tiene un miedo horrible a que te pongas a luchar por la causa de la libertad de Irlanda. Para él, ése es un camino que sólo conduce a la desdicha y a la muerte. Por otra parte, no quiere que la dinastía de los Larkin termine. Todos los Larkin han sido hombres fuertes, uno tras otro; han sido jefes de los demás, y Liam no podrá serlo nunca.

—Pero ¿por qué no puedo serlo igual trabajando de herrero?

—No. Tu padre da un valor infinito a la tierra; en un campesino irlandés este amor cala más hondo que el mismo aliento vital. Conor, todos los padres con quienes hablé me dijeron que amaban exactamente igual a todos sus hijos. Y la mayoría de padres hasta se lo creen. No es cierto. Tu padre te ama más a ti que a los otros. Como sabes, la tragedia de la vida irlandesa está en que la gente se va de Irlanda. Al verte con libros, con un oficio, tu padre se desespera, porque el transmitir la tierra es la única manera que sabe de cerrar el ciclo de su vida.

—Señor Ingram, yo amo a mi padre, pero… pero…

El brazo del maestro rodeó el hombro de Conor con gesto comprensivo.

—En la mayoría de lugares casi todos los padres llegan a darse cuenta de que sus hijos encontrarán por sí mismos el camino que deban seguir. Acaso no les guste que sea así, pero acaban por resignarse a ello.

—Pero mi padre no se resignará nunca. ¿No es eso lo que me está diciendo?

—Le sería tan imposible resignarse como seguir viviendo sin respirar.

—¿Qué debo hacer? —preguntó Conor, trastornado.

—Mira, ambos, tú y yo, somos de raza celta. Sabemos que los de nuestra estirpe somos capaces de pasar cien años sin hablarnos. Vendrá el momento en que tendrás que plantarte ante tu padre y enterarle claramente de la decisión que hayas tomado.

—No puedo, señor Ingram, no puedo hacerlo.

«Está bien, muchacho —pensaba Andrew Ingram—, sigue adelante y ten tus afanes encerrados dentro de ti días y años. Un día llegará el momento crítico, y cuando llegue será día de gran tormento.»

—Conor.

—¿Qué?

—¿Duermes?

—Desde este momento que me has despertado para preguntármelo, no.

—He decidido ya lo que haré con eso.

—¿Con qué?

—Con el cuaderno de notas que el señor Ingram me ha dado. Escribiré mi versión de la historia de Irlanda.

—Será magnífico. Duérmete.

—¿Y tú? ¿Qué harás con el tuyo?

—Todavía no lo he pensado.

—Bah, me estás mintiendo, amigo. Yo te vi escribir en él. ¿Qué escribías?

Conor no me contestaba; y se lo pregunté otra vez.

—Poemas —acabó diciendo.

—¿Puedo leerlos?

—Quizá más tarde. Y no andes metiendo las narices a mis espaldas si no quieres que te dé un puñetazo en la barriga. Vamos, duérmete, ¿quieres?

—Conor.

—¿Qué?

—Es simpática.

—¿Quién?

—La señorita Lockhart.

—Ya lo creo, muy cierto —convino él.

—¿Has pensado alguna vez qué significaría ser sacerdote? —le pregunté.

—Jaysus,
Seamus
, Jaysus.

—Mamá siempre me está soltando indirectas. Creo que por eso decidió dejarme ir a la escuela nacional. Al fin y al cabo, dice ella, ¿qué voy a hacer de mi vida? La finca será para Colm. Y aquí me tienes a mí que ya sé leer y escribir
EXACTAMENTE IGUAL QUE UN SACERDOTE
. Dice que sería la persona más importante del pueblo; no, de toda la parroquia, quizá la única persona que sabría leer y escribir. Y si llegase a obispo, sería lo mismo que tener un condado para mí solo. Me bastaría con decir a la gente lo que hubiera de hacer, y me obedecerían. Después de todo, dice, ¿para qué sirve, si no, tanta instrucción?

—Mi madre meterá a Dary a sacerdote —dijo Conor.

—¡Oh! ¿De veras? ¿No se pondrá furioso tu padre?

—Sobre aquel pequeño no tiene voz ni voto.

—¿Cómo lo sabes?

—Por la manera como mamá lo tiene atado a ella. Ha cumplido dos años nada más y ya la imita poniéndose de rodillas. Sabrá rezar antes que hablar.

—Te entiendo perfectamente —respondí—. Un día estuvo a punto de abrirme la cabeza, porque le chillé a Dary.

—Mamá no permite siquiera que nadie mire de reojo al pequeño. Hasta le hace dormir con ellos. —Conor se incorporó sobre un codo—. Yo no serviría para cura. Me gustará demasiado acostarme con mujeres.

—Ha de haber algo bueno en eso para que sea un pecado tan grande —asentí yo—. Hasta casi confiaba que podríamos hacerlo con Brendt O'Malley este año en la cosecha de las algas.

—Estarías loco si lo hicieras —advirtió Conor.

—¿Por qué?

—Siempre está confesándose.

—Sí, creo que tienes razón. Lo tendré presente —dije corriendo al rescate de mis masculinas intenciones—. De todos modos, esas cosas no valen tanto la pena, probablemente. Nunca he oído decir de nadie que disfrutara con ellas después de casado. Bueno, sobre todo después del primer hijo, ¡nada!

—Mamá y papá siempre disfrutaban mucho —opuso Conor.

—Tú quieres tomarme el pelo.

—No, es cierto.

—¿Cómo lo sabes?

—Pues aunque cerrasen la puerta del desván, hay suficientes rendijas para mirar. Siempre se reían muchísimo cuando lo hacían, y se besaban y decían las cosas más raras del mundo.

—¡Canastos!

—Sí, te lo aseguro. Y solían hacerlo tres o cuatro veces por semana.

—Pero ¿será cierto?

—Sí, sí. Cenando, yo adivinaba siempre si les venían las ganas. Papá se quedaba cerca de la lumbre y le daba palmadas en las nalgas a mamá y la pellizcaba, y ella se ponía a reír. Te lo digo…

—¡Uf! —exclamé—. En casa no ocurre así, ni mucho menos. Yo oía a papá y mamá desde el establo, y no se parecía nada a lo que dices, te lo puedo asegurar, Papá hacía una especie de gruñidos horribles, ya sabes, como algunos animales de la granja, y mamá se quejaba de no sé qué dolores y le pedía que terminase pronto. No recuerdo ni una sola vez que gozasen con ello. Oye, Conor, ¿Tontas y Finola le encontraban gusto después de haber tenido hijos y de todo lo que han pasado?

—Bueno, desde que nació Dary no han vuelto a hacerlo. ¿Recuerdas cuando tuve que ir a buscar al doctor Cruikshank?

—Sí, lo recuerdo —exclamé yo—. Las mujeres esperando allá, todas, alrededor de vuestra casa, cuchicheando que Finola se iría de este mundo. ¡Tenía un miedo…!

—Yo creo que a mamá algo le quedó mal, por dentro —dijo Conor—, porque ahora ya no lo hacen nunca. Pero una vez, antes de nacer Dary, se enviaban uno a otro la misma clase de mensajes secretos que el señor Ingram y Enid.

—¿Crees que también lo hacen? —pregunté, atónito.

—¿Estás tonto? Fíjate en ellos.

Aquello sobrepasaba mi capacidad de comprensión. Gozar de la carne… y no pecar.

—Quizá a los protestantes les estén permitidos esos placeres por algún motivo que nosotros no sabemos.

—Están permitidos a todo el mundo —aseguró Conor.

El verano huía demasiado raudo y nuestros corazones iban muriendo a medida que las horas de sol se reducían más y más. Se nos echaba encima la hora de marcharnos. Habíamos engordado el ganado y traído al mundo una docena de terneras, sin perder ni una, y las ovejas estaban cubiertas de lana como las grandes nubes blancas que navegaban por el cielo.

Liam subió con el carro y los caballos a buscarnos. Guardamos nuevamente las armas, sacamos las redes del riachuelo, levantamos el campamento, apagamos el fuego y bajamos de Slieve Main casi llorando.

Yo había terminado mi cuaderno de historia irlandesa y pensaba regalárselo al señor Ingram. La última noche, Conor me dejó leer un poema suyo.

EL PRADO MÁGICO

Subo al alto prado, mar de belleza,

Cuando el día entero se baña de luz

Y acomodado en vieja fortaleza

Espero las hadas vestidas de tul.

El grito de Wolfe Tone en su celda

Hasta mí, más claro, ha llegado.

Llamando a los que aran la tierra,

O el hogar y el establo han cuidado.

Miro caviloso el mágico prado

Donde tan lozanas crecen las aliagas.

No veo ni oigo ningún ser humano,

¿O es que me juegan sus tretas las hadas?

Callado desciendo del prado ideal,

Parda está la tierra y la mies madura.

La voz de Tone no me deja en paz:

¡Empuña el arma que sale la luna!

Conor Larkin
, 1887, edad 14 años.

Cuando cruzamos el río Crana dirigimos una última mirada al lugar aquel donde se abría y nos llamaba el mundo de más allá y donde nuestros entendimientos se habían abierto a todo un ciclo de nuestra propia tragedia irlandesa. Era también el lugar donde el tiempo se quedó dormido en el instante aquel que llegamos a identificar como el paraíso.

9

Las estaciones llegaban y se iban, una tras otra. Nada cambiaba mucho, sino el cansancio, cada vez mayor, de nuestro pueblo, subiendo siempre los peldaños de la rueda de molino, siguiendo el interminable camino de una lucha sin sentido. El paso se iba haciendo más lento, y más ferviente la oración implorando que el sueño final viniera a darles la paz. Cada día iba en aumento el número de «velatorios americanos», a medida que hijos e hijas emigraban y sus familiares y vecinos se reunían para llorarlos lo mismo que lloraban a los muertos; porque si una vez abandonaban Irlanda… la habían abandonado para siempre.

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