Trinidad (66 page)

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Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

BOOK: Trinidad
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—¿Terminará la reja?

—Hice un trato.

—Pero no quisiera —insistió ella.

—Quiero terminarla por dos motivos —respondió Conor—. Sería criminal saber que puedes hacer algo por salvar una obra como ésa, y no hacerlo. Y soy lo bastante presuntuoso para creer que usted no encontraría otro como yo.

—Estoy de acuerdo —dijo Caroline—. ¿Y el segundo motivo?

—Quizá cuando volvamos a vernos en el futuro, el trato que sostengamos no sea tan agradable como ahora. Entre usted y yo ha habido una relación desacostumbrada y hermosa. Me gustaría que usted y Jeremy se acordaran siempre de mí con un poco de afecto. No sé por qué, súbitamente, la opinión de ustedes tiene tanta importancia para mí; pero la tiene.

—Y yo se lo agradezco —respondió Caroline.

Cuando se acercaba el fin de la obra, Caroline Hubble acariciaba la idea de buscar otro trabajo para que Larkin siguiera frecuentando la casa; pero la abandonó. Era una idea poblada de cosas que valía más dejar en paz.

Un día la reja quedó terminada, y Conor se despidió.

Uno de los factores de solidez del matrimonio Hubble lo constituía el saber comprender que dos personas pueden amarse con absoluta devoción y, sin embargo, sentir admiraciones normales, amor y hasta deseo físico por otras. Mientras Caroline y Roger se dejaron recíprocamente en libertad para albergar tales pensamientos y mientras los comentaron abiertamente, nunca tuvieron necesidad de satisfacer estos deseos en secreto. No se necesitaba una penetración especial por parte de Roger para advertir que su esposa estaba encaprichada con aquel Larkin, probablemente en todos los aspectos. Caroline no había abandonado nunca su admiración por los obreros musculosos, sudorosos, y Larkin poseía, en verdad, su buena parte de ambas cosas. Tiempo atrás, cuando Caroline o Roger eran presa de semejantes pulsaciones, éstas les servían de tema para conversaciones jocosas y obscenas. Lo que le fastidiaba a Roger, en el caso de Larkin, era que Caroline no lo mencionaba nunca. Era como si, por primera vez, le estafase, pretendiendo guardarse aquella fantasía para ella sola. Sin embargo, gozando como gozaba Roger de la libertad y la confianza que su mujer y él se concedían, habría sido muy poco fino por su parte ponerse como un toro en celo y arrojar al tal Larkin de casa. A pesar de todo, no pudo dejar de experimentar una sensación de alivio cuando la cancela quedó terminada.

La noche que Conor se despidió, Roger bajó a comer enojado.

—Conviene que vayas a ver a Jeremy —le dijo a Caroline—. Está arriba, en su cuarto, llorando.

Más tarde, durante la partida de billar, Roger rompió el silencio que había imperado toda la velada:

—Esta maldita casa está como de luto. ¿Ha cazado Larkin a muchas criadas nuestras?

—Yo sería la última en enterarme de una cosa así.

—¿Has llegado a conocerlo a fondo, de veras? —preguntó Roger.

—No, se mantenía a distancia.

—Bueno, lo cierto es que ha causado gran impresión en Jeremy.

—Por el rugby y esas cosas.

«¿Debo o no debo?», se preguntaba Roger a sí mismo, mientras preparaba un disparo. Y lo soltó.

—¿Le encontrabas terriblemente atractivo?

—Supongo que sí —respondió Caroline.

—Podías haberlo dicho.

—Le encontraba un atractivo desgarrador, un atractivo que te serenaba. Es un hombre fuerte y perspicaz, y tengo la sensación que no es la última vez que hemos de ocuparnos de él. Y no pienso en él nada más, sino en todos ellos. Este hombre me ha dado ocasión de contemplar el interior de nuestros enemigos. Una se estremece un poco al pensar que este país nuestro está lleno de gente de su clase.

—Sí —convino Roger—, lord Arthur murmuró algo sobre este tema en su lecho de muerte. Bueno, mientras el brigadier Swan vigile la tienda, todo continuará en buen orden por todo el resto de nuestros días.

—¿Y los días de Jeremy y Christopher?

Roger celebró con una carcajada el giro serio que tomaba la conversación, dejó el taco de billar en el rastrillo y abrazó a su esposa.

—La cancela ha quedado que quita el aliento —le dijo—. Estoy contento de que hayas resuelto el problema para siempre.

A los seis meses permitieron que Dary recibiera visita, un domingo, y le dieron permiso para salir del recinto del seminario. Más allá del puente de Burntollet había un hermoso garito de madera llamado «The Ness» que traía incluida la asombrosa sorpresa de una cascada, «Shane's Leap», llamada así porque se decía que el tal Shane, un Robín Hood legendario, de Derry, había huido saltándola.

Dary y Conor merendaron allí, y al poco rato las ardillas rojas y los pájaros parloteaban y correteaban a su alrededor, viendo si les echaban algo. Conor sonreía a su hermano. Era muy propio de Dary que los animalitos comieran en su mano, sin miedo. Conor había sentido una profunda compasión por Dary, criatura hermosa, pequeña y delicada que parecía muy poco dotada para cargar con las penas de la vida. Y sin embargo, allí le tenía, perfectamente dueño de sí mismo y en plena floración de paz interior.

Dary sabía que su hermano hervía por dentro y estaba a punto de estallar. Había leído las ansiedades que le atormentaban en las palabras de sus recientes poemas, y durante el día Conor había andado mordisqueando por los bordes de su frustración. Entre otras cosas, estaba la repulsa que le inspiraba el sacerdocio, y, no hay que decirlo, había soltado las alusiones habituales a la libertad que se perdía Dary.

—Mira —le dijo éste de pronto—, soy feliz. La puerta del seminario no tiene cerradura. Hay personas que consideran una tragedia que un hermano suyo siga el camino del sacerdocio.

«Quizá tengas razón, Dary —pensaba Conor—, si acabas siendo un sacerdote al estilo de Pat McShane. Pero también de los ojos del padre Pat he visto huir el espíritu, y, sí, también he visto en ellos aquellos momentos fugitivos de deseos, de anhelos terrenales. También tú sufrirás, también tú sentirás hambre.»

—No ha habido ni un solo sacerdote que no haya tenido que luchar con la tentación —comentó Dary, adivinando los pensamientos de su hermano—. Creo que no seré yo el primero.

—Eres demasiado listo para tu edad, muchacho —soltó Conor.

—Y tú estás a punto de estallar, Conor. Por amor de Dios, dime qué pasa en tu interior.

Libre de la obligación de guardar silencio que se había impuesto a sí mismo, Conor musitó:

—No lo sé, Dary. Quizá se deba a la condenada reja de Manor. Era una situación extraña. Aquí me tienes, entregando el corazón a una casa y a un objeto que son símbolos de la injusticia más absoluta. Sentía cariño por los hijos y afecto por la madre. Supongo que un afecto mayor de lo que podría confesar. Trabajar en aquella cancela era como un sueño. Siempre esperaba los martes. Ahora que se terminó, me siento solo, y estoy disgustado conmigo mismo.

—Se han encendido en ti unas llamas que valía más dejar apagadas. No querías ver nada bueno en personas a las que odias desde la cuna. No querías sentir afecto por ellas. Querías que fuesen malvadas de pies a cabeza, para confirmar tu odio —explicó Dary.

—¡Maldito seas, Dary! ¡Asusta la claridad con que ves el interior de la gente!

—Eres mi hermano, Conor. No son los Hubble los que te atormentan, ni es la cancela…

—¡Ah, tú serás todo un cura de tomo y lomo, en verdad que lo serás! —exclamó Conor, privado de las meditadas defensas en que se escudaba.

—¿Qué te pasa, pues, Conor?

—Si quieres saberlo, pequeño Dary, ven a cruzar el Bogside conmigo. Mira los ojos suplicantes de los chiquillos, flacos, huesudos, viejos, ancianitos de diez y once años, y mira las expresiones apagadas de sus derrotados padres, y mira, si quieres, toda aquella colección de micks jóvenes, amontonados bajo la fría llovizna, hundidas las manos en los bolsillos, malgastando un día, y otro, y otro, hasta que huyen a América, persiguiendo la última fantasía. Y las cuadrillas de muchachas de las fábricas, arrastrándose a casa demasiado cansadas para cantar, o hacer el amor, o conocer la alegría, sólo capaces de dejarse llenar el vientre hasta que caminan como los gansos y se quedan más exhaustas todavía de vida. Y el vómito en el arroyo, y las primeras peleas y los alaridos agudos de los que desahogan sus frustraciones unos en otros como animales. ¡Y ellos, los de Hubble Manor, cuidando bien de que los micos irlandeses continúen ineptos para todo lo que no sea ensuciar las cloacas! ¡He traicionado a Conor Larkin, esto es lo que hay! Alrededor de mis entrañas se está formando una capa de grasa por culpa de tener dinero a puñados para comprar tanta cerveza como quiera, y estoy tan cochinamente satisfecho de mí mismo que ya no oigo los sollozos de los míos, cuando lloran. No los oigo porque no quiero oírlos. Quiero paz, ¡pero no puede haberla! ¿Sabes por qué? Porque pesa una maldición sobre mí, porque pesa una maldición sobre el apellido de Larkin. ¡La maldición vuelve, una vez, y otra, y otra, a hostigarme! ¡Ronan! ¡Kilty! ¡Tomas! Y ahora ¡yo! ¿Qué somos los irlandeses en el conjunto de los nombres? ¿Somos leprosos? ¿Somos una plaga? ¿Tendrán fin algún día nuestras lágrimas?

El toque del
Angelus
llegó a sus oídos, señalando que el tiempo que podían pasar juntos había terminado. Dary arrojó las últimas migajas a los alados pedigüeños. Repasaron el puente, subieron por el caminito que llevaba al seminario y se detuvieron ante la entrada sabiendo que pasaría mucho tiempo antes de que pudieran volver a verse.

—No es que haya de servir de mucho, pero intercala una oración por mí, de vez en cuando —pidió Conor.

—Siempre rezo por ti.

—Ya lo sabía, pequeñajo. Te he visto rezar desde que supiste andar. Por supuesto, siempre lo llevaste muy a la callada. Dime, Dary, ¿qué pides para mí?

—¿Qué importa lo que pida?

—No, dímelo. Creo que necesito saberlo.

—Pido que mi hermano Conor no caiga abatido por las armas británicas.

14

Nadie sabía con certeza que fuesen las cuatro y media de la mañana, pero cuando llegaba esta hora, el movimiento empezaba de una manera automática. Estos días la casita de dormitorio único de Sparrow Lane, edificada el siglo XVIII, estaba menos atestada, pues de los ocho hijos de los Tully sólo quedaban en ella dos hijas. Los padres, Henry y su esposa Bessie, ocupaban el dormitorio. Peg, que era la hermana mayor, su marido y los cuatro hijos dormían en la salita.

A cambio del privilegio de estar en la intimidad de una alcoba de la cocina separada por una manta, Maud y Myles debían ser los primeros en levantarse. Pasaban la noche abrazados, y así resistían hasta el último instante, con el niño pataleando furiosamente en las entrañas de Maud, que estaba al final de su séptimo mes. Maud se sentaba en el colchón, parecía más pequeña, la mitad de como era antes, con los delgados brazos y los reducidos senos más achicados todavía por la enormidad del vientre. Luego ambos se vestían en silencio, realizando los movimientos típicos, entrenados desde mucho tiempo atrás, de las personas que viven en una morada muy apretujada y se despiertan entre tinieblas.

Myles recogía del suelo el colchón y las ropas de la cama, lo enrollaba todo y lo metía bajo la escalera, mientras su esposa se iba al patio trasero a iniciar el desfile hacia el retrete y la bomba de agua entre el frío de los primeros minutos del amanecer.

Bessie, Peg y la hija de ésta, Deirdre, que había empezado a trabajar en la fábrica, desayunaban con sobras de cerdo picadas y patatas. Despachaban el condumio adormiladas, enrojecidos los ojos, en un estupor matutino amenizado por Henry Tully, que dormía la borrachera eterna disparando un bombardeo de ronquidos. También el marido de Peg se quedaba en la cama, con los tres hijos restantes formando ovillo en un solo colchón.

Cuando terminaron las tres primeras, Maud y Myles ocuparon la mesa y desayunaron con un huevo; uno de los dos con que se regalaban todas las semanas. Maud guardaba en el limpio bolsito de la compra un almuerzo consistente en salchicha de cerdo, una patata, una manzana y té. Luego encendía la linterna y salía a hundirse en la oscuridad, cuyo frío le helaba el aliento. Myles acompañaba siempre a su esposa a la fábrica, aunque la fragua tardaría casi dos horas en abrir sus puertas. Myles las pasaba haciendo trabajo extraordinario, si lo había, o en la oficina de Conor, estudiando gaélico o leyendo algún libro de los muchísimos que Conor tenía sobre hierro labrado.

Arriba y abajo de las calles brillaban las linternas mientras las mujeres dirigían sus pasos hacia Witherspoon & McNab y las otras fábricas e hilanderías para el turno que empezaba a las seis, en una procesión que más bien parecía una comitiva fúnebre. Deirdre, la sobrina de Maud, acababa de cumplir los once años y había pasado a engrosar el triste desfile junto con centenares de muchachas del Bogside que abandonaban la niñez para echarse en las fauces de las fábricas y talleres de Londonderry.

Myles rodeaba a su esposa con el brazo para protegerla del frío. Sería un día particularmente duro, porque la fábrica no tenía otra calefacción que la de las estufas de las planchadoras, en el tercer piso; pero Maud trabajaría demasiado lejos de allí para poder beneficiarse. El invierno era la estación más cruel. En invierno Maud casi nunca veía la luz del día, salvo los domingos; había de levantarse, ir al trabajo y regresar caída ya la noche, lo mismo que un minero.

Se sentía espantosamente cansada, pero se negaba a rendirse. Vendría el verano, y tendrían luz. Pasaría año y medio y abandonarían el Bogside para siempre. Marido y mujer se pararon delante de la fábrica, al otro lado de la calle, y se quedaron mirando cómo devoraba el forraje humano. A medida que, dentro, encendían hileras de lámparas de gas, el mortecino brillo de sus llamas atravesaba las sucias ventanas, procurando una triste y amarillenta iluminación. Maud subía más despacio cada día al sexto piso, rindiéndose con renuencia al peso que llevaba en el vientre.

—Odio esa fábrica porque me separa de ti y por lo que hace contigo. Trabajaré hasta despellejarme las manos para compensártelo —prometía Myles restallando los dientes.

—A veces —murmuró ella— me odio a mí misma por haber querido conseguirte, al precio que fuese, y me avergüenzo de estar utilizándote para que me saques de Derry.

—Es el estado en que te hallas lo que te hace hablar así. No quiero volver a escuchar palabras semejantes. Esto pasará, Maudie, como un mal sueño. Fíjate en lo que nos espera, ¿quieres? Esta noche tenemos una reunión de la Liga, con una conferencia del padre Pat, y el domingo, después de la misa, cogeremos el tren para Convoy y veremos la fragua de allá, que está en venta.

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