Trinidad (94 page)

Read Trinidad Online

Authors: Leon Uris

Tags: #Histótico

BOOK: Trinidad
10.09Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Qué le vais a hacer a mi niña? —gimió.

La mirada de Conor iba de los callados O'Sullivan, las armas y al ténder. Conor tomó una decisión.

—Brian, dale café a ese granuja. ¡Eh, O'Hurley, debe serenarse!

—Pero tú mismo has dicho que era demasiado tarde… —musitó el maquinista.

Conor le cogió por la camisa con una fuerza que no sabía poseyera.

—Usted está en el ajo, y no pretenda salirse. ¿Entendido, Duffy?

O'Hurley gimió débilmente.

—Ahora recóbrese —le gritó Conor, enseñándole los dientes. Y subió al ténder y retiró la capa del agujero de entrada del depósito del agua—. Ese maldito depósito está lleno, y lo mismo la artesa del carbón. ¡Maldita sea, Duffy! ¿No le dijo nadie que había de traer esto vacío?

—Jesús…, lo… lo siento…, me he confundido.

—Saque el tren al patio y vacíe el agua. Luego vaya a buscar a su condenado fogonero. Brian, será mejor que tú y Barry os pongáis a sacar paladas de este carbón.

—¿Qué le vais a hacer a mi niña?

—Cállese, saque el tren fuera y eche el agua. Tenemos tiempo para arreglarlo.

Mientras el tren salía fuera, Owen apoyó una mano en el hombro de Conor.

—Lo tendremos listo a tiempo —le dijo en voz baja—. Ese hombre está asustado. Habrás visto hombres asustados otras veces. Pero se da el caso de que éste es el maquinista de un tren que necesitamos, y no podemos sustituirle.

—Todavía estoy pensando en abandonar el plan.

—Hace demasiado tiempo que esperamos, Conor. Y por añadidura, antes del final habremos tratado con otros hombres mucho más asustados que él. Será mejor que le calmes.

—Quiero escupirle en la cara, Owen, eso es lo que haré. ¡Cien libras! —Miró al viejo metalúrgico. Y comprendió al instante que O'Sullivan tenía madera de jefe. En un momento infundía tranquilidad y firmeza a todos, mientras él, Conor, se había dejado llevar por la cólera y la indecisión.

—Estoy pensando, mientras nos metemos más profundamente en esta aventura —decía Owen—, que algunos de nuestros dirigentes quizá obren por motivos indignos y sufran ataques de miedo. Pero ahora vale más no ponerse a juzgar, es mejor que terminemos el trabajo.

—A veces me parezco demasiado a un lobo solitario —murmuró Conor.

Vaciado el ténder, Conor y Owen O'Sullivan utilizaron los sopletes como instrumentos quirúrgicos. Cortada la parte superior del depósito, hicieron descender las cajas de bronce y las sujetaron bien. Luego las llenaron de rifles. Hecho esto, colocaron de nuevo en su puesto la delgada plancha de acero para cubrir las cicatrices, y después volvieron a llenar el depósito de agua.

En el transcurso de la noche se disiparon los temores de O'Hurley, al ver la precisión del trabajo realizado. A menos que uno lo supiera ya y se fijara con gran atención, era imposible descubrirlo.

Una hora antes del amanecer, el «Red Hand Express» salía de la Fundición de O'Sullivan para embarcar en el vapor transbordador de sir Frederick, en el muelle Prince. Destino, Belfast.

Los Boilermakers se habían reunido para regresar en triunfo al Ulster, aunque sin la familia Hubble. A lord Jeremy lo desterraron al Trinity College de Dublín, y el conde de Foyle se despojó de una vez y para siempre de toda ficción con respecto al equipo.

El tren estuvo una semana en su cobertizo de los Talleres de Weed Ship & Iron Works. El octavo día de su regreso, Duffy O'Hurley, actualmente encarnación misma de la calma, visitó a Conor en la fragua de éste para informarle de que habían señalado un viaje.

El tren recogió a lord Roger en Derry y continuó hasta Dublín para la acostumbrada conferencia económica mensual del conde en el Castillo. Mientras Roger permanecía en Dublín, el tren regresó, sin pasajeros, a Belfast. Por el camino se detuvo en un apeadero cercano a Drogheda, donde aguardaba una furgoneta con cuatro miembros de la Hermandad. Se apartó el carbón de encima, se redujo el nivel del agua, se quitó la plancha cobertora y las cajas de bronce fueron despojadas de los tesoros que contenían. Todo en menos de media hora.

La Hermandad Republicana Irlandesa había recibido las primeras armas que le proporcionaba el siglo XX.

2

1906

En el cuartel general del Partido de Defensa de la unión reinaba un abatimiento paralizador. Después de una noche entera de preocupadas llamadas telefónicas, la cinta telegráfica de Londres se rompió por fin, luego de haber relatado por extenso la devastadora noticia. El partido conservador, con sus aliados del Ulster, los unionistas, había sufrido una tremenda derrota en las elecciones. Tres lustros de gobierno de espíritu imperial habían llegado a su fin.

Sir Frederick y lord Roger salieron del cuarto del concejo y cruzaron el grupito de fieles desalentados. Weed salmodió unas frases asegurando que el Ulster continuaría la lucha, a pesar del alud liberal. Pero sus palabras no despertaron sino débiles aplausos.

Fuera, el aire frío del amanecer les dio de lleno en el rostro. Al internarse por Great Victoria Street, a la claridad gris del alba, sólo los golpecitos de los respectivos bastones y el clip-clop del carruaje que los transportaba iban puntuando el silencio. Al llegar al hotel Antrim, se retiraron inmediatamente al apartamento de ir Frederick, donde se les reunió al poco rato el brigadier Swan para hacer balance de los destrozos.

No era como si el país se encontrase otra vez en una nueva algarada republicana; pero, indudablemente, el problema de la autonomía volvería a plantearse. ¿Hasta qué punto se beneficiaría el nuevo partido nacionalista Sinn Fein?

La clase industrial dominante del Ulster se estremecía siempre que se hablaba de gobierno autónomo. Su posición competitiva dependía principalmente de mantener a la provincia diez años retrasada con respecto a Inglaterra en materia de salarios y condiciones de trabajo de los obreros. A Swan, Hubble y Weed no les convenía que la amenaza se extendiera.

Sin embargo, cabía distinguir un detallito afortunado en aquellas elecciones. En el pasado los liberales necesitaban al partido irlandés para formar con él un gobierno de coalición. Y a cambio de su apoyo los irlandeses les arrancaban una promesa de autonomía. En cambio esta vez la victoria liberal era tan arrolladora que tendrían la mayoría sin los irlandeses, a quienes en realidad no necesitaban. Por su propia iniciativa, cuando se veían libres de presiones irlandesas, los liberales nunca habían manifestado prisa alguna por conceder la autonomía. Por supuesto, el último baluarte protector de los unionistas seguía siendo, como siempre, el veto de la Cámara de los Lores, si el caso lo requería.

Roger estaba pensativo; hablaba poco.

—Yo digo que estás un poco fúnebre —comentó Weed.

—El problema se resume en que, con el tiempo, tendremos que jugar a fondo la carta de Orange. Quizá repetidas veces.

El triste mensaje fue calando mientras aparecía el mayordomo.

—Usted perdone, sir Frederick. El reverendo MacIvor espera en el vestíbulo y desea verle.

—Bah, porquerías —refunfuñó Weed—, es la última persona que deseo ver en el día de hoy. Dígale que estoy indispuesto.

—No, espere un minuto —interpuso Roger—. Veamos qué tiene en la mente el iluminado.

En el transcurso de los años, Oliver Cromwell MacIvor había prosperado mucho más todavía de lo que le hubieran permitido las generosidades de su bienhechor. Teniendo la iglesia de los Mártires del Shankill llena hasta rebosar y no necesitando ya las limosnas de sir Frederick, había elevado mucho sus miras y ambiciones. Por decreto singular, había proclamado una secta nueva, la «Iglesia Presbiteriana Universal», nombrándose a sí mismo «moderador» y creando una versión protestante de Estado casipapal.

Para respaldar «su» nueva iglesia, había establecido al lado de la Casa del Señor en el Shankill el Centro Misionero y Teológico Presbiteriano. En Londonderry, Lame, Belfast Este y Dungannon habían brotado templos de la nueva fe, y había en proyecto una docena más. Una casa editora propagaba el evangelio fundamentalista de MacIvor, orientado de cara a las masas, con la mano derecha, mientras con la izquierda hacía circular la condena dictada por Roma.

A medida que su poder sobre las masas aumentaba, el reverendo MacIvor se introducía en la Orden de Orange, en la que conseguía jerarquías elevadas, y husmeaba por los aledaños del partido unionista. Durante este ascenso, las autoridades toleraban el lenguaje desaforado y las ocasionales incitaciones a la revuelta del reverendo, porque casaban con el esquema general del Ulster. Roger había advertido repetidamente a sir Frederick que la creciente independencia de MacIvor era una amenaza, pero Weed calculaba que nunca llegaría el día en que no pudiera dominar al sujeto aquel.

Introdujeron, pues, a Oliver Cromwell MacIvor en el saloncito. El reverendo no perdía jamás su magnetismo personal. Esperaba que le invitasen a tomar té, y lo aceptó.

—Estamos todos agotados —dijo el menudo predicador— después de dos noches en vela rezando. Ha sido un día trágico para los cristianos.

Sus gruesos labios sorbieron la taza de té, dando motivo a que Weed hiciera una mueca de disgusto.

—Evidentemente, todos estamos un poco abatidos —dijo sir Frederick—, pero en conjunto no prevemos ningún trastorno importante. Creemos firmemente que la legislación que promulga la autonomía tardará aún muchos años, y sin duda los Lores correrán en nuestro auxilio con el veto cuando llegue la ocasión.

MacIvor dejó la taza y dio salida a la mirada aquella de «soy más santo que tú» que hacía estremecer al rebaño, aunque obraba muy poco efecto en este saloncito.

—El Ulster ha entrado en el valle de las sombras. No es hora de entretener con juegos de palabras a los protestantes de esta provincia, cuya misma existencia está en peligro.

Roger procuraba astutamente intrigar al sujeto. Le parecía evidente que MacIvor husmeaba buscando el texto que había de recitar en una especie de drama del poder. ¿En qué posición se creía situado, exactamente? ¿Qué naipe guardaba en la bocamanga?

—Yo diría, reverendo —explicaba sir Frederick, continuando el diálogo—, que una reacción excesiva en esta fase del problema podría resultar un bumerang que se volviese contra nosotros. Estoy en contacto con muchos liberales. No es lo mismo prometer la autonomía a Irlanda durante una campaña electoral que cumplir luego esta promesa. En verdad, no creo que hayamos de desatar un huracán como advertencia. Esperemos y veamos qué intenciones tienen. Creo que eso de la autonomía quedará a un lado hasta que se pudra.

Estas palabras hicieron que MacIvor se pusiera en pie, meditadamente.

—No entiendo cómo no saben leer la sentencia escrita en la pared. No entiendo cómo pueden decidir quedarse quietos teniendo como tenemos un puñal apuntado a la garganta.

Bien, por supuesto, se decía sir Frederick, la tendencia de aquel hombre a sacar llamas de poder y gloria a los Evangelios, anunciar desastres inminentes y presagiar calamidades era parte del combustible que alimentaba sus máquinas. Sin embargo, su tono y sus maneras habían cambiado. En este momento parecía haber pasado de favorecido a favorecedor. La pamplina de la espontaneidad era una treta que empleaba con su rebaño; Weed sabía que nunca obraba espontáneamente sino que era un calculador redomado. ¿Cuánto tiempo hacía, exactamente, que estaba esperando un desastre político? El aguijonazo de las elecciones aún no había trascendido y, sin embargo, por el cariz que tomaban las cosas en el Ulster parecía que ya se estaba amasando algo nuevo.

—Ustedes pueden seguir con sus demoras —dijo MacIvor—, yo estoy dispuesto a replicar al desastre que se nos ha echado encima mediante una inspirada revelación divina. Voy a pregonar una cruzada de toda la provincia en la que organizaremos a los cristianos, hombres, mujeres y niños, para que defiendan su libertad y su herencia británica.

Swan y Roger se cruzaron unas miradas mientras observaban cómo sir Frederick se reprimía para no estallar. Este último sacó un cigarro puro con intencionada severidad y, sin pedir permiso a MacIvor, lo encendió.

—Le recomiendo que ande con cuidado —dijo en un tono que equivalía, evidentemente, a un mandato.

—Y yo le indico que no le he pedido consejo sobre este asunto —respondió MacIvor.

¡De modo que así estaba la cosa! Había cortado el cordón umbilical. ¡Zas! Así, sencillamente.

—El problema —continuó el predicador— está en la complacencia de ustedes. Una y otra vez han dejado de reconocer como crecían los peligros. Han contestado con el pacifismo a esas satánicas maquinaciones papistas. Durante estos tres años últimos ustedes han permanecido al margen, ociosos, mientras la Corona compraba docenas de miles de acres de tierras protestantes y los regalaba, o poco menos, a la mismísima gente que ha jurado destruirnos.

A Weed se le estaba terminando la paciencia.

—Oiga —le espetó—, la ley sobre la tierra no ha hecho más que incorporarse unas tierras estériles y cargadas de hipotecas que estaban en manos de terratenientes abrumados de deudas.

—¡Y se las ha entregado a los papistas!

—Caballeros —se apresuró a interponer Swan—, estas elecciones nos han trastornado a todos. Creo que deberíamos dejar que la situación se decante, y luego, cuando nuestras ideas se hayan clarificado, nos reuniremos y nos pondremos a reorganizar nuestra estrategia.

—Quizá los intereses de ustedes se hayan divorciado irremediablemente de los del pueblo llano de esta provincia —respondió MacIvor.

—¿Debo entender que esto significa que dejamos de marchar unidos y asociados, reverendo? —preguntó Weed, llanamente.

—Puede interpretarlo, señor, como significando que ya no estoy ligado a los consejos y decisiones de ustedes. Es posible que pronto advierta un levantamiento, desde el Shankill a Londonderry, de gente insignificante que no se contenta dejando que le roben la libertad y busca dirigentes en otras esferas.

—Eso lo tiene pensado desde mucho tiempo, ¿verdad? —dijo mansamente sir Frederick—. Usted se ha pasado quince años medrando sobre la adversidad y esperando que los conservadores cayeran del poder. Buenos días, reverendo MacIvor.

Antes de que el predicador pudiera soltar un discurso, Swan lo cogía por el brazo y le hacía cruzar la puerta. Cosa rara, sir Frederick no estalló al sufrir la afrenta. Estaba trastornado.

—¿Qué conclusión sacas, Roger?

—Evidentemente, nos ha entregado un acta de divorcio —respondió el yerno.

Other books

Omega Dog by Tim Stevens
Love, But Never by Josie Leigh
The Docklands Girls by June Tate
Goldilocks by Patria L. Dunn
Necessity by Brian Garfield
The Hangman's Lair by Simon Cheshire