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Authors: Javier Marías

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Tu rostro mañana 1.-Fiebre y lanza (13 page)

BOOK: Tu rostro mañana 1.-Fiebre y lanza
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Pero por supuesto no contestó a mi pregunta. Era ya tarde, él tenía su calendario hecho, o había dispuesto su horario para aquel fin de semana, iba a lo que quería cuando quería.

—Es interesante, es notable que sin saberlo hayas detectado la índole de la relación entre ellos, y sin haberlos visto juntos más que a distancia —dijo, y se llevó el bastón al hombro, ahora como el fusil de un soldado en un desfile o de guardia, el mango como culata, fue un gesto meditativo—. Tupra tiene serias dudas en estos momentos, según me ha contado. Se separaron por fin hace un año, tras algún que otro estrépito y largo languidecimiento, luego solicitaron el divorcio de mutuo acuerdo, hará unos seis meses. Ahora están a punto de obtenerlo ya en firme, técnicamente no son todavía ex-cónyuges, me parece. Y como ocurre a menudo ante las inminencias, uno de ellos, Beryl, ha propuesto volver, paralizar todo el proceso e intentarlo de nuevo. Pese a la nueva novia (tampoco será crucial, Tupra les da el relevo demasiado rápido últimamente, a sus novias), a él le han entrado dudas. Va teniendo su edad, se ha casado ya dos veces y Beryl le importó mucho, lo bastante para añorar esa importancia, quiero decir dársela, aun cuando ya no la tenga, creo yo, realmente. Por un lado le tienta el regreso, pero no se fía. Sabe que ella no está rutilante en ningún aspecto, ni sentimental ni económico, pese a que no saldrá malparada de este divorcio, él apenas ha puesto pegas a sus peticiones. Pero Beryl está acostumbrada a mayor holgura, o digamos a los imprevistos, a las gratas sorpresas frecuentes en la profesión de Tupra, a los extras, y en especie. Y desde luego a no estar sola. El teme, él sospecha que quiera volver más que nada por eso, por aprensión e impaciencia, no por verdadera añoranza, ni por obstinado afecto, ni por haber recapacitado (dejemos al amor tranquilo), sino porque no ha mejorado su situación en este año, probablemente en contra de lo que preveía. Ni siquiera se ha rehecho, como se dice, parece, y tampoco es ya tan muchacha y así ya no sabe esperar, ni confiar, le ha entrado prisa y se le ha olvidado, sabes que las mujeres dejan de ser jóvenes en cuanto creen no serlo, no es tanto la edad cuanto su creencia lo que de veras las envejece al principio, son ellas mismas quienes se dan de baja. Así que Tupra la pone a prueba estos días, le ha entreabierto la puerta, no la rechaza, la trae, la lleva, la mide, vuelven a salir de vez en cuando. Quiere ver. Pero Tupra teme que Beryl esté fingiendo. Ganando tan sólo tiempo y un respaldo pasajero a la espera del sustituto bueno que todavía no ha aparecido: el que se encapriche o la quiera y además a ella le valga.

La profesión de Tupra. No se me escapó, una vez más. Pero lo dejé de lado y no pude evitar ser áspero. Todo aquello no casaba con alguien como el señor Tupra, es decir, con alguien como el individuo que creía haber entrevisto. Todo era posible, no obstante. Es bien sabido que los que más pueden elegir, mal eligen casi siempre.

—Debe de estar muy colado —dije—, debe de estar más que tuerto si tan sólo lo teme. Salta a la vista que ella está más atenta a cualquier otro futuro posible que a ningún presente junto a ese hombre. Claro que no soy quién para asegurar nada, pero no sé, era como si de vez en cuando ella se acordara del papel reconquistador que según usted le ha anunciado al marido, y entonces se esmerara un rato, o más bien se aplicara rutinariamente a agradarle y hasta a halagarlo, supongo. Pero ni siquiera parece capaz de hacer que le dure el recordatorio, o ese impulso, será demasiado artificial, sólo inventado, no debe de existir ni en espectro, y en fin, ya sabe, lo más arduo de las ficciones no es crearlas sino que duren, porque tienden a caerse solas. Un esfuerzo sobrehumano, sostenerlas en el aire. —Me detuve, quizá me había aventurado en exceso, busqué un apoyo sólido, prosaico—. Mire, hasta De la Garza lo notó, que ella no le hacía ni puto caso, así de claro lo vio y lo expresó, no se anduvo con matices. Y no creo que se equivocara, se fijó bien en Beryl porque le pareció pistonuda, eso dijo. Téngalo en cuenta. O quizá fue de la Deana viuda de quien lo dijo, pero da lo mismo: no le quitó apenas ojo, sobre todo de cintura para abajo y muslo adentro.

Pasé al castellano en lo que era obligado: 'que no le hacía ni puto caso', 'pistonuda'. Imposible una traducción verídica. O no, para todo la hay, es cuestión de trabajarla, pero no iba a ponerme entonces. La reaparición de mi lengua hizo a Wheeler trasladarse a ella momentáneamente.

—¿Pistonuda? ¿Pistonuda, has dicho? —Me lo preguntó con algo de desconcierto y también de fastidio, no le gustaba descubrirse lagunas, en sus conocimientos—. No conozco ese término. Aunque lo entiendo sin dificultades, creo. ¿Qué es, como 'cojonuda'?

—Bueno. Sí. Bueno. Pero no le quepa duda, Peter. Yo no sé explicárselo ahora, pero seguro que lo entiende, perfectamente.

Wheeler se rascó el pelo a la altura de una patilla. No es que las llevara largas ni diseñadas, en modo alguno, dentro de su presunción era elegante; pero tampoco carecía de ellas, más faltaría, no era de esos tipos obscenos que no se enmarcan el rostro, caras gordas aun sin grasa. Mala gente, en mi experiencia (con una gran excepción, en mi experiencia, a todo las hay, eso es incómodo y desconcertante, uno no sabe a qué atenerse), casi tanto como la que gasta perilla, sotabarba, mosca. (Las barbas de chivo son otra cosa.)

—Tendrá que ver con pistones, hmm —musitó, de pronto muy pensativo—. Aunque no veo la asociación, a no ser que sea como esa expresión, 'de traca', esa sí la conozco, la aprendí hace unos meses. ¿Tú lo dices, de traca? ¿O es muy vulgar?

—Juvenil, más bien.

—Con todo: debería visitar más España. He ido tan rara vez en los últimos veinte años que dentro de nada seré incapaz de leer un periódico con provecho, la lengua coloquial cambia sin pausa. No te quites mérito, de todas formas. Puede que Rafita no sea tan imbécil como hemos supuesto, me alegraría por su buen padre. Pero su percepción nada tiene que ver con la tuya, eso tenlo por cierto, no te engañes.

De repente lo vi cansado. Unos minutos antes sonreía con vivacidad, jovial, ahora se me apareció agotado, absorto. Y entonces yo también noté mi cansancio. Para un hombre de su edad tenía que haber sido brutal, una jornada tan llena y larga, con los preparativos, la atención, los camareros, la fiesta, con humos e ingeniosidades y copas y mucha charla. Tal vez los calcetines por fin rendidos habían establecido el límite, o habían sido la causa.

—Peter —le dije, acaso por superstición, desde luego sin prudencia—, no sé si se ha dado cuenta de que se le han bajado los calcetines. —Y me atreví a señalar con un tímido dedo hacia sus tobillos.

Se recompuso al instante, ahuyentó la fatiga con tres pestañeos y tuvo presencia de ánimo para no bajar la vista y comprobarlo. Tal vez ya se lo había notado, lo sabía, no le importaba. La mirada se le había ensombrecido, o era mate ahora, sus ojos dos cabezas de fósforos recién sopladas. Sonrió de nuevo, pero débilmente, o con paternal lastima. Y regresó al inglés, siempre le costaría menos, como a mí mi lengua.

—En otro momento te habría agradecido la advertencia infinitamente, Jacobo. Pero no es grave ahora. Verás, voy a meterme en la cama en seguida, y antes pienso quitármelos, eso dalo por descontado. Habría que acostarse ya, para estar frescos mañana, tenemos mucho pendiente. Gracias por el aviso, de todas formas. Y buenas noches. —Dio media vuelta y se dispuso a subir los peldaños que lo separaban del primer piso, allí tenía su dormitorio, la habitación de huéspedes que yo ocuparía y había ocupado otras veces se encontraba en el segundo y penúltimo. Al dar esa media vuelta, Wheeler pegó sin querer un puntapié al cenicero, que había quedado allí con su cigarro cadáver. Rodó, no se rompió, amortiguados los tumbos por la parte alfombrada sobre la que nevó ceniza, yo me apresuré a recogerlo cuando aún bailaba. Wheeler oyó e identificó el ruido sin por ello volverse. Aún de espaldas me dijo con indiferencia—: No te molestes en limpiar nada. Mrs Berry pondrá orden mañana. La suciedad no la perdona. Buenas noches. —E inició el ascenso ayudándose del bastón y de la barandilla, otra vez vencido por el agotamiento, como si le hubieran lanzado súbitamente una ola enorme que lo hubiera empapado y zarandeado, su figura de golpe desarticulada, levemente encogida pese a su gran tamaño, como si tiritara, vacilantes los pasos, cada escalón le costaba, parecían pesarle sus bonitos zapatos nuevos acharolados, el bastón era sólo báculo ahora. Escuché, se me hizo muy audible el sosegado o paciente o lánguido rumor del río. Parecía hablar con serenidad, o con desgana, casi desmayadamente, un hilo. Un hilo de continuidad, el río Cherwell, también entre el muerto y el vivo con sus semejanzas, entre Rylands muerto y Wheeler vivo.

—Perdone que lo retenga un segundo más, Peter. Quería preguntarle...

—Dime —dijo Wheeler parándose, pero todavía sin volverse.

—No creo que consiga dormirme en seguida. Sin duda tendrá en algún lado el
Homenaje a Cataluña
de Orwell y la historia de la Guerra Civil de Thomas, supongo. Quisiera echarles un vistazo, consultar una cosa antes de acostarme, si no tiene inconveniente. Si me los presta, si están por ahí más o menos a mano.

Ahora sí se dio la media vuelta, de nuevo. Alzó el bastón y con él señaló por encima de mi cabeza, moviéndolo ligeramente a la izquierda, esto es, a mi derecha, como un puntero. Se le habían aflojado los músculos, su tez como corteza de árbol o tierra húmeda, de repente tan batida.

—Casi todo lo de la Guerra de España está ahí, en el estudio, a tu espalda. Estantería oeste. —Y me regañó susceptible—: 'Supongo', dices. Supongo. Cómo no voy a tener esos libros. Recuerda que soy hispanista. Y aunque haya escrito sobre siglos de mayor interés y
momentum,
el XX no deja de ser el mío, ¿cierto?, el que yo he vivido. Y también el tuyo, no te creas. Pese a que mucho te quede por vivir del siguiente.

—Gracias, disculpe, Peter, los buscaré ahora, con su permiso. Que descanse. Buenas noches.

Volvió a darme la espalda, le faltaban ya pocos peldaños. Él sabía que yo no apartaría la vista de su figura hasta que la viera en lo alto, sana y salva, temía a sus suelas tan lisas. Y sin duda por eso, porque lo sabía, ni siquiera torció el cuello cuando me habló todavía una última vez aquella noche, sino que me siguió ofreciendo la nuca como oscuro origen de sus palabras. Era igual que la de Rylands, ondulada y blanca, como un capitel labrado, deslavado por el tiempo. De espaldas se parecían aún más, los dos amigos, eran aún más afines. De espaldas eran el mismo.

—Si piensas buscarme en el índice onomástico, a ver si aparezco y así averiguas qué hice en la Guerra de España, mejor no pierdas ni un minuto de sueño por eso. No creo que ni figure esa clase de índice en Orwell. Pero sobre todo ten en cuenta que en España yo no me llamé Wheeler.

No le veía la cara, pero estaba seguro de que había recuperado la sonrisa vivaz mientras decía eso. Dudé si contestar o no. Lo hice:

—Ah. Pues dígame cómo tuvo a bien llamarse, entonces.

Lo noté tentado de volver a volverse, pero cada giro le era un poco laborioso, al menos aquella noche, a aquellas horas tardías.

—Eso es mucho querer saber, Jacobo. Al menos por esta noche. Otro día, ya veremos. Pero ya te digo, no malgastes tu tiempo, nunca me encontrarías en esos índices de nombres. No en los de esa época.

—Descuide, Peter, le haré caso —dije—. Pero la verdad, no era eso lo que pensaba mirar, se lo juro, ni se me había ocurrido. Lo que quiero consultar es otra cosa. —Callé. Se quedó quieto. Se quedó callado. Siguió quieto. Siguió callado. Así que añadí en seguida, por ver de no desairarlo—: Me ha dado sin embargo una gran idea.

Wheeler acabó de subir el tramo de escalera en silencio. Respiré con alivio cuando lo vi ya arriba. Entonces se echó de nuevo el bastón al hombro, de nuevo lo convirtió en su lanza, y murmuró sin mirarme, halagado, mientras giraba a la izquierda para desaparecer de mi vista:

—Qué tontería. Una gran idea.

Hablan los libros en mitad de la noche como habla el río, con sosiego o desgana, o la desgana la pone uno con su propia fatiga y su propio sonambulismo y sus sueños, aunque esté o se crea muy despierto. Uno colabora poco, o eso cree, tiene la sensación de irse enterando sin apenas esfuerzo y sin hacer mucho caso, las palabras se van deslizando suave o desmayadamente, sin el obstáculo de la alerta lectora, de la vehemencia, se absorben pasivamente o como un regalo, y parecen algo que no computa ni cuesta ni trae provecho, también su rumor es tranquilo o paciente o lánguido, también son un hilo de continuidad entre vivos y muertos, cuando el autor leído es ya un difunto o bien no, pero interpreta o relata hechos pasados que no palpitan y sin embargo pueden modificarse o negarse, entenderse como vilezas o hazañas, y esa es su manera de seguir viviendo y de seguir turbando, sin darnos jamás descanso. Y es en mitad de la noche cuando más se asemeja uno mismo a esos hechos y a esos tiempos, que ya no pueden oponer resistencia a lo que se diga de ellos o a la narración o al análisis o a la especulación de que son objeto, igual que los indefensos muertos, aún más indefensos que cuando fueron vivos y durante mucho más tiempo, la posteridad es infinitamente más larga que los escasos y malvados días de cualquier hombre. Tampoco entonces, cuando aún en el mundo, pudieron muchos deshacer los equívocos o refutar las calumnias, a menudo no les dio tiempo, o ni siquiera se enteraron de ellas para poder intentarlo, porque fueron siempre a sus espaldas. 'Todo tiene su tiempo para ser creído, hasta lo más inverosímil y descabellado', había dicho Tupra sin dar a su frase la menor importancia. 'A veces dura días tan sólo, ese tiempo, pero a veces dura ya siempre.'

A Andrés Nin no le dio en absoluto tiempo a desmentir las difamaciones ni a verlas rebatidas por otros más tarde, según cuenta Hugh Thomas en su compendio, ahí fue fácil dar con las referencias, ahí sí hay índice onomástico, no así en Orwell en efecto, asombroso que Wheeler recordara tal detalle, o quizá fue deducción nada más por ser el
Homenaje a Cataluña
un libro de 1938, publicado en plena guerra, nadie se preocupaba por entonces de los nombres tan sólo. Antes de nada, por si acaso, con todo, busqué el apellido Wheeler en Thomas, nada más sencillo para Peter que haberme mentido al respecto y así asegurarse de que no lo encontrara, si le creía y no me molestaba ni siquiera en mirarlo. Pero era verdad, no figuraba, ni tampoco Rylands, lo comprobé por comprobar, no me costaba. Qué maldito apellido habría utilizado en España Wheeler, ahora había conseguido que la curiosidad me azuzara. Tal vez alguna andanza suya estaba consignada en aquel libro o en Orwell, o en cualquiera de los muchos que sobre la Guerra Civil tenía en la estantería oeste de su despacho, según vi (y demasiado me entretuve con ellos), y, de ser ese el caso, yo no podía enterarme siendo pública la andanza, me pareció irritante. Lo que no era público era el nombre, o el alias, mucha gente los usó durante la Guerra. Yo recordaba quién era Nin, pero no sus vicisitudes finales, a las que había aludido Tupra sin duda. Había sido secretario de Trotsky en Rusia, donde había vivido la mayoría de los años veinte, hasta 1930; de esa lengua, la rusa, había traducido al catalán no poco, y también algo al castellano, desde
Las lecciones de Octubre
y
La revolución permanente,
de su temporal protector y jefe, hasta la
Ana Karenin
de Tolstoy y
Una cacera dramática
de Chejov y
El Volga desemboca al mar Caspi
de Boris Pilniak, así como algún Dostoyevski. Ya iniciada la Guerra fue secretario político del llamado POUM o Partido Obrero de Unificación Marxista, siempre visto por Moscú con malos ojos. Esto sí lo recordaba, y también la cacería más trágica que dramática que padecieron sus miembros por parte de los stalinistas en la primavera del 37, sobre todo en Cataluña, donde mayor implantación tenía ese partido. Fue lo que hizo salir a Orwell rápidamente de España para no ser encarcelado y quizá ejecutado, pues había estado muy próximo al POUM si es que no había pertenecido a él —iba leyendo de aquí y de allí, salteando, pasando de un volumen a otro (amontoné unos cuantos sobre la impoluta mesa de Peter), buscando sobre todo lo de los brigadistas alemanes que tanto había impresionado a Tupra—, y en todo caso había combatido con la Vigesimonovena División, formada por milicianos poumistas, en el frente de Aragón, donde había sido herido. Como ha ocurrido con tantas personas, movimientos, organizaciones y hasta pueblos, este partido es más célebre y más recordado por la brutal disolución y persecución de que fue objeto que por su constitución o sus hechos, hay finales que marcan. En junio del 37, como relatan Orwell con gran detalle y de primerísima mano, Thomas y otros más lejana y resumidamente, el POUM fue ¿legalizado por el Gobierno de la República a instancias de los comunistas, no tanto españoles —pero también— cuanto rusos, y según parece por decisión o insistencia personal de Orlov, jefe en España de la NKVD, el Servicio Secreto o Seguridad soviéticos. Para justificar la medida y la detención de sus principales dirigentes (no sólo Nin, también Julián Gorkin, Juan Andrade, el militar José Rovira y otros) y de sus militantes, simpatizantes y milicianos, por muy lealmente que aún lucharan en el frente estos últimos, se fabricaron pruebas falsas y más bien grotescas, desde una carta supuestamente firmada por Nin nada menos que a Franco hasta el incriminatorio contenido de una maleta (variados documentos secretos con el sello del comité militar del POUM, en los que éste se delataba como partido quintacolumnista, traidor y espía al servicio de Franco, Mussolini y Hitler, pagado por la mismísima Gestapo) hallada oportunamente por la policía republicana en una librería de Gerona, donde poco antes la había dejado en custodia un individuo bien vestido. El librero, un tal Roca, era un falangista recientemente desenmascarado por los comunistas catalanes, al igual que el probable escribiente de la carta falsa, un tal Castilla, descubierto a su vez en Madrid junto con otros conspiradores. Ambos fueron convertidos en
agents provocateurs
y obligados a colaborar en la farsa, para dar chapucera verosimilitud al nexo entre el POUM y los fascistas. Es posible que así salvaran la vida.

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