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Authors: Javier Marías

Tags: #Intriga, Relato

Tu rostro mañana (31 page)

BOOK: Tu rostro mañana
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Eran las once pasadas, el tope para que se acostaran los niños en las ocasiones excepcionales, conmigo habían estado más que entretenidos pero también los había visto cansados, no había sido muy difícil convencerlos para que no siguieran en danza mucho más allá de su horario, y la polaca era a partes iguales persuasiva y autoritaria. Luisa no tardaría en aparecer, no demasiado. Si aguantaba allí media hora, lo más probable era: que coincidiéramos. Saludarla al menos, darle un beso en la mejilla, quizá un abrazo si me lo respondía, oír su voz pero con imagen, percibir sus cambios, su leve marchitamiento o su realzada belleza al tenerme ahora a mí lejos y a otro cerca más lisonjero; verle la cara. No quería más, pero ante tan poco sentía impaciencia, una impaciencia insoportable. Ahora se me habían agregado la inseguridad, la intriga, tal vez algo de despecho, o era mi orgullo herido: ella no compartía siquiera mis curiosidades elementales, cómo podía ser tras tantos años de haber sido para el uno el otro el principal motivo, me parecía un agravio inasumible que de eso no quedara rastro, que ella pudiera esperar otra jornada y no a mañana necesariamente —nadie podía asegurarme que no me evitara también mañana y pasado y al otro con diferentes pretextos, y durante toda mi estancia; que me instara a recoger a los niños en el portal las próximas veces y a llevármelos por ahí, o que cuando yo subiera ella hubiera salido siempre, o que me los dejara en casa de mi padre para que me encontrase allí con ellos y así además vieran al abuelo de paso—. Si, era ofensivo que no tuviera ninguna prisa por reconocerme, en el hombre cambiado, en el hombre ausente, en el hombre solo, en el extranjero que vuelve; que no deseara descubrir sin demora cómo era yo sin ella, o en quién me había convertido. ('Qué desgracia saber tu nombre aunque ya no conozca tu rostro mañana', cité o recordé para mis adentros.)

—¿No te importa que me quede un rato, hasta que llegue Luisa? —le pregunté a la falsa Mercedes—, Me gustaría saludarla, aunque fuese un momentito. No tardará mucho en regresar, supongo. —'Qué ironía hiriente', pensé, 'estoy pidiéndole permiso a una joven canguro polaca a la que no había visto en la vida para permanecer un poco más en mi casa o en la que lo fue, en la que yo elegí y monté y amueblé y decoré junto con Luisa, en la que habitamos los dos durante mucho tiempo, y aún la pago indirectamente. Uno sale de un sitio y ya no puede volver nunca, no del mismo modo, cualquier hueco que dejamos es al instante ocupado o nuestras cosas son tiradas o arrumbadas, y si uno reaparece es ya sólo como un fantasma, sin corporeidad, sin derechos, sin llave, sin pretensiones y sin futuro. Nada más que con pasado, y por eso puede ahuyentársenos.'

—Luisa me ha dicho que me quedara hasta que ella volviera —contestó—. Va a pagarme también el taxi de regreso, si se hace demasiado tarde. Para que no tenga que esperar los buhos, hoy no hay muchos, no es fin de semana. —La palabra me sonaba en el contexto, eran los autobuses o metros nocturnos, creía, me había olvidado de su existencia—. No hace falta que usted la espere en la casa, ninguna falta —añadió—. A lo mejor sí tarda todavía bastante. Yo estaré aquí y me haré cargo, si los niños se despiertan o necesitan algo.

Era discreta, pero sus frases me parecieron disuasorias, casi órdenes. Como si Luisa la hubiera aleccionado al llamarla y en realidad me estuviera diciendo: 'No, será mejor que te largues, porque Luisa no quiere encontrarte. Tampoco le hace gracia que estés aquí en ausencia suya, sin control ni vigilancia, yo no tengo suficiente autoridad, los míos no bastan; ya no se fía de tí, dejó de fiarse hace tiempo'. O bien: 'Te ha borrado, en todos estos meses ha limpiado tu mancha y ahora ya sólo lucha contra tu cerco, lo único que se le resiste. No quiere tu impregnación de nuevo, ver su tarea arruinada. Así que haz el favor de marcharte, o serás considerado un intruso'. Y fueron estas interpretaciones las que me decidieron del todo a quedarme.

—Aun así la aguardaré —dije, y tomé asiento en el sofá, después de coger un libro de las estanterías. Éstas no habían cambiado, los volúmenes permanecían en la misma distribución y orden en que yo los había dejado tiempo atrás, allí seguía mi biblioteca entera, quiero decir la nuestra, no habíamos procedido a un reparto y no tenía donde llevarme los míos, en Inglaterra era todo provisional y además carecía de espacio, y no iba a meterme en mudanzas sin saber dónde iba a vivír, a medio ní a largo plazo. Mercedes no se atrevería a oponerse, no se atrevería a echarme si me sentaba y leía y callaba, sin hacerle más preguntas ni importunarla ni sonsacarla. De esto último no se había dado cuenta, o acaso cuando ya era tarde—. No tengo ninguna prisa —añadí—, estoy recién llegado de Londres. Así le daré las buenas noches. Se las daré en Madrid y en persona.

Esperé y esperé, leyendo en silencio, oyendo pequeños ruidos que me resultaban familiares o que recuperé en seguida: la nevera con sus humores cambiantes, lejanas pisadas en el piso de arriba de vez en cuando y un sonido como de cajones que se abren y cierran, esos vecinos no se habían mudado y mantenían sus costumbres nocturnas; también me llegaron las débiles notas del violonchelo que antes de acostarse siempre practicaba el niño que vivía con su madre viuda al otro lado del descansillo, era muy posible que ya fuera casi un adolescente, había mejorado bastante en su dominio del instrumento, se atrancaba o se interrumpía menos, por lo que me parecía escuchar, que no era mucho, el muchacho procuraba no tocar muy alto, era educado, solía dar las buenas tardes desde muy pequeño con amabilidad pero sin empalago, intenté dilucidar si interpretaba algo de Purcell o de Dowland, no hubo forma, los acordes muy tenues y mi memoria musical desentrenada, en Londres oía discos en casa y rara vez iba a conciertos, pero no estaba tan a menudo en casa, allí no había el aturdimiento que me sostenía a diario y que me libraba de la maldición de hacer planes. Lo único que supe es que no era Bach, seguro.

La canguro polaca sacó su teléfono móvil e hizo una llamada, se retiró a la cocina para hablar con su novio y que yo no la oyera, quizá por pudor, quizá para no imponerme una conversación melosa o tal vez obscena (nunca se sabe, por católica que fuera). Pensé que de no haber estado yo presente habría llamado desde el de Luisa, desde el fijo, para charlar más despreocupadamente al ahorrarse todo el gasto, aunque sólo fuera por eso debía de reventarle que no me hubiera largado cuando me tocaba. Había cogido
Enrique V
de las estanterías, ya que Wheeler lo había citado en su casa junto al río Cherwell y a él se había referido, desde entonces lo tenía a mano y lo leía a trozos o lo hojeaba de vez en cuando, pese a haber dado ya hacía tiempo con ios fragmentos por él evocados. O había cogido más bien
King Henry V,
al tratarse de la versión inglesa, un ejemplar de la vieja edición Arden de Shakespeare, comprado en 1977 en Madrid según una anotación de mi mano en la primera página, y en alguna ocasión lo había marcado, imposible recordar cuándo había sido eso —ni siquiera conocería a Luisa—, y mi cabeza no estaba para prestarle atención al texto ni para hacer mucha memoria, me limitaba tan sólo a pasar la vista y a fijarme en lo señalado por aquel lector joven que yo había sido, un día remoto e inexistente, de puro olvidado. Mi cabeza estaba pendiente solamente de un ruido y de ahí que me alcanzaran los otros, por el oído aguzado a la espera del que me importaba, el del ascensor subiendo, seguido del de una llave. El primero me llegó varias veces, pero se detuvo en otros pisos y nada más una en el nuestro, y esa vez
no
lo acompañó el segundo, no era Luisa quien regresaba.

Mercedes volvió al salón, con expresión más contenta o suavizada. Era una chica agraciada, pero rubia y pálida y fría hasta el desleimiento, luego como si no lo fuera. Me preguntó si me importaba que encendiera la televisión, le dije que no aunque era mentira, porque su sonido barrería el resto; pero yo era allí una mera visita inesperada, si es que no efectivamente un intruso: me iba convirtiendo cada vez más en uno, cada minuto que me demoraba. La joven recorrió canales con el mando a distancia y decidió quedarse en una película de animales de verdad que interpretaban papeles,
Babe, el cerdito valiente,
la deduje al instante, me sonaba haber llevado a Guillermo a verla al cine hacía ya unos cuantos años, era incomprensible que la pusieran a aquellas horas los programadores tarados, cuando la mayoría de los niños están dormidos. La miré con agrado un rato, me exigía menos que Shakespeare y el cerdito era un gran actor, se me ocurrió que quizá lo habían nominado al Oscar aquel año, pero no creía que lo hubiera ganado; se la buscaría en DVD a Marina, acaso no la habría visto, al haber nacido más tarde. Estaba pensando en el triste sino de los actores —su trabajo puede hacerlo cualquiera, niños y perros, elefantes, monos y cerdos, mientras que aún no se sabe de animal alguno que haya compuesto música o haya escrito un libro; bueno, según lo estricto que se sea con la noción de animal, bien mirado— cuando vi a Mercedes ponerse en pie de un brinco, recoger sus cosas en un segundo y, tras murmurarme un 'Adiós' escueto, llegarse rápidamente a la entrada. Sólo cuando ya estaba allí oí la llave y oí la puerta, era como si su oído fuera finísimo y hubiera sabido en qué instante se bajaba Luisa de un coche o de un taxi, delante del portal de casa. Debía de tener mucha prisa por marcharse, la canguro, no querría entretenerse más que lo justo para que le abonaran el estipendio y el transporte prometido, el caro, ya eran cerca de las doce, Luisa se había ausentado algo más de cuatro horas. O tal vez no era sólo eso, sino que quería advertirle en seguida que no iba a estar allí sola, en contra de lo que creería que yo me había empeñado en aguardarla, contraviniendo sus deseos, o acaso desobedeciendo unas órdenes que Mercedes habría recibido y debería haber hecho cumplirse. Las oí cuchichear unos momentos, me alcé del sofá, no me atreví a agregarme; luego oí el golpe de la puerta, la polaca se había ido. A continuación los pasos de Luisa por el pasillo —tacones altos, los reconocí sobre la madera, para salir se los ponía siempre—, en dirección a su cuarto de baño y su alcoba, ni siquiera asomó la cabeza, tendría urgencia, supuse, como tantas veces le sobreviene a uno en el instante de llegar a casa; me pareció normal dentro de todo, si había estado con gente y no había querido levantarse —por ejemplo— durante una cena, de la mesa de alguien o de la de un restaurante. O tal vez querría recomponer su imagen antes de aparecérseme, si había estado con mi sustituto efímero y volvía como vuelven las mujeres a veces de esa clase de prolongados encuentros, con la falda arrugada o no muy recta, el pelo desarreglado, el lápiz de labios borrado a besos, una carrera en la media y aún pintados en los ojos los restos de la vehemencia. O tal vez su enfado era tan grande que había decidido acostarse sin saludarme, dejarme en el salón hasta que me cansara, o hasta que comprendiera que si ella había dicho que no iba a verme aquella noche, aquella noche no me vería. A lo mejor pensaba encerrarse en el dormitorio y no salir más
,
desvestirse y apagar la luz y meterse en la cama, haciendo como que yo no estaba, como que seguía en Londres y en Madrid no existía, o en verdad era un fantasma. Era capaz de eso y aun de más —la conocía— cuando trataba de imponérsele algo y ella no lo aceptaba. Pero tendría que abandonar la alcoba antes de cerrar los ojos, una vez al menos, y podría interceptarla entonces en el peor de los casos: estaba más allá de sus fuerzas no entrar a ver a los niños y comprobar que dormían tranquilos y a salvo.

Esperé más, no deseaba precipitarme, menos aún ir a aporrear su puerta, rogarle que se dejara ver, hacerle preguntas torpes a través de una barrera, pedirle unas explicaciones que no tenía derecho a pedirle. Mal comienzo habría sido, tras una separación tan larga, más valía rehuir todo viso de confrontación o reproche innecesarios y absurdos, sobre todo por mí indeseados. A partir de aquel momento la iniciativa debía ser suya, yo ya la había tomado comprometida al rehusar marcharme, una vez acabado el pretexto de disfrutar de mis hijos despiertos. Al oír la llave de la entrada le había quitado el sonido a la televisión, pero aún tenía ante mi vista las andanzas de aquel émulo de De Niro o John Wayne en cerdo —un cerdito educadísimo— y de sus compañeros de reparto: unos perros, unas ovejas, un caballo, un malhumorado pato, todos actores soberbios.

Al cabo de unos minutos oí la puerta de su alcoba abrirse y unos pocos pasos, aún llevaba los tacones luego no se había cambiado, pero caminó más quedamente, procurando no hacer ruido; se asomó a la habitación de la niña y después a la del niño, no llegó a entrar en ninguna o apenas un metro para acercarse, estaría todo en orden. Aún no quise salir a su encuentro, preferí que viniera ella al salón, si venía, cuando por fin lo hizo —sus pisadas ya más firmes, normales, le bastaba con haber respirado su sueño profundo para despreocuparse de despertar a los crios—, creí comprender, pese a sus esfuerzos de enmascaramiento recién llevados a cabo en su cuarto de baño que también había sido el mío, por qué había intentado evitarme, y que no había sido por no verme, sino por que yo no la viera a ella.

Tenía muy buen aspecto al primer golpe de vista, bien vestida, bien calzada, no demasiado bien peinada aunque la hacía atractiva su melena recogida en una cola, le daba un aire juvenil e ingenuo, casi como de muchacha pillada
in fraganti
al volver muy tarde a casa, quién era yo para regañarla, ni siquiera para extrañarme. Antes de reparar yo en lo anómalo le dio tiempo a decirme una o dos frases, con una expresión en su rostro que era mezcla de contento al verme y de enojo por encontrarme, también de temor a que la cazara o acaso era de vergüenza en pugna con el desafío, como si la hubiera cazado ya en algo que no podía gustarme o me iba a parecer reprobable, y no supiera si arriar bandera para reconocerlo o izarla para encastillarse en ello, es extraño cómo las antiguas parejas, tiempo después de dejar de serlo, aún se sienten responsables mutuamente y como si se debieran lealtades, aunque sólo sea contarse cómo les va sin el otro y lo que les sucede, sobre todo si les ocurre algo raro o es malo lo que les está pasando. A mí me estaban ocurriendo cosas que había callado en la distancia: había perdido pie sin duda, o asideros, juicio, me dedicaba a una tarea cuyas consecuencias ignoraba o incluso si las había, a cambio de un salario sospechoso por alto; se me habían introducido venenos desconocidos hasta entonces, y en efecto llevaba una existencia más fantasmal cada día, inmerso en el estado onírico del que vive en país ajeno y empieza a no pensar siempre en su lengua, muy solo allí en Londres aunque rodeado de personas a diario, eran todas del trabajo y no cuajaban como amistades puras, ni siquiera Pérez Nuix se me había hecho muy distinta —ni mi amante, no lo era, al no haber habido repetición ni risas— tras la noche compartida carnalmente con ella, lo habíamos disimulado y silenciado en exceso, ante los demás y ante nosotros mismos, y lo que se finge que no ha ocurrido y siempre es tácito acaba por no haber sucedido, aunque sepamos lo contrario; ambas cosas son ciertas, lo que escribió Jorge Manrique en las
Coplas por la muerte de su padre,
hace unos quinientos treinta años y a tan sólo dos de su propia muerte temprana antes de cumplir los cuarenta, herido por un arcabuzazo cuando asaltaba un castillo (aún peor, más deshonroso, que Ricardo
Yea and Nay,
al que alcanzó un ballestazo) —'Si juzgamos sabiamente, daremos lo no venido por pasado'—, y exactamente lo opuesto, y entonces podremos dar lo pasado por no venido, por no venido cuanto nos ha pasado y nuestra vida entera por no habida. Y así qué importa cuanto en ella hagamos, o por qué será que nos importa tanto...

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