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Authors: Javier Marías

Tags: #Intriga, Relato

Tu rostro mañana (44 page)

BOOK: Tu rostro mañana
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Así que volví a apostarme donde había acabado dos días antes, en lo alto de la doble escalera corta del espanto catedralicio, a espaldas de la estatua papal al borde del brinco, oscilando entre aquel punto y el otro cercano, detrás de las rejas y a la izquierda de la tienda en que incomprensiblemente se vendían souvenirs de la pesadilla, entre ambos mediaban unos pocos pasos y desde el uno o el otro divisaba las cuatro esquinas que formaban Mayor y Bailén, así como el portal de madera historiada que quedaba justo enfrente del segundo, aunque más abajo, vería llegar a Custardoy por cualquier sitio, tenía para mí que seguramente aparecería por el mismo camino que cuando lo había seguido, si había vuelto a ir al Museo del Prado, era muy posible que aún no hubiera terminado de tomar sus apuntes y hacer sus esbozos de las cuatro caras del Parmigianino que miraban cada una hacia un lado, o que otro día le tocara fijarse en la del marido y padre, en la del Conde apartado y aislado como yo mismo, o que tuviera que estudiar otros cuadros para el trabajo que fuese o que proyectase. Y si aquella mañana no había salido, cabía que a la hora del aperitivo se acercara a El Anciano Rey de los Vinos a tomar sus cervezas y sus patatas bravas (no era de extrañar que en la tripa su delgadez lo abandonara), también lo distinguiría allí sentado, si allí volvía a tomar asiento. En todo caso lo vería entrar o salir de su casa, cuando lo hiciera, y me daría tiempo a descender los escalones, cruzar la calle —poco tráfico en aquel tramo— y alcanzarlo en el portal, cuando lo abriera. Al principio me sorprendió verlo abierto, por vez primera, y deduje que sí había portero, lo cual podía ser un inconveniente grande para mi aproximación, un testigo. Pero a los pocos minutos vi cómo el hombre se asomaba a cerrarlo (almorzaría pronto), y me quedé ya más tranquilo, porque tal vez me fueran vitales los segundos que le llevaría a Custardoy introducir su llave y girarla y empujar o tirar del portón y luego darle un manotazo desde dentro o un tirón desde fuera, mi idea era que no pudiera completar uno ni otro. Confiaba en que no llegara o saliera acompañado, por Luisa menos que nadie. 'No vas a volverla a ver', pensé, 'a menos que hoy esté ya contigo', es curioso cómo uno se dirige con el pensamiento a quien quiere mal o a quien se dispone a hacer daño, y a esos uno los tutea siempre, como si lo que vamos a hacerles fuera incompatible con el respeto, o cualquier respeto nos pareciera cinismo a la vista de nuestros planes.

Esperé. Esperé. Esperé. Fui de un lado a otro y del otro al uno, mis pasos hasta la escalera o mis pasos hasta las rejas, oteaba los cuatro ángulos y las ocho aceras, Custardoy podía venir del Viaducto o pasar bajo mis ojos, pegado a la Catedral o pegado al muro, podía llegar desde el Istituto Italiano o subir por la Cuesta de la Vega desde el Parque de Atenas, yo sujetaba con fuerza la pistola bien oculta en mi bolsillo y en algunos momentos me dominaban los nervios, tenía una buena visión de todo pero eran demasiados frentes y debía cambiar sin cesar de atalaya, noté que algunos beatos empezaban a mirarme intrigados —no parecían españoles, acaso lituanos o posiblemente polacos como su antiguo jefe— y, lo que era peor, a imitarme en mis recorridos de un punto a otro, como si temieran estar perdiéndose algo si no lo hacían, el mimetismo de la gente es una plaga internacional hoy en día, me sentí un poco acosado y con ganas de irme. Y fue entonces cuando lo divisé en la distancia, vi a Custardoy acercándose por la calle Mayor, era inconfundible, por la acera de la Capitanía General y el Consejo de Estado, es decir, por la suya, por la de su casa o taller o estudio. Aún aguanté, aún no me moví, aguardé a que llegara a la altura de los semáforos por si acaso cruzaba al otro lado para hacer su parada en la terraza, aunque el día nublado disuadía de sentarse al fresco. También él llevaba gabardina, de buena calidad, negra y muy larga, casi como un guardapolvo, y eso, unido al sombrero distinto que se había calado, una especie de Stetson, de ala más ancha y color crudo o blanco como el de Tom Mix en sus viejísimas películas mudas (hacía falta ser majadero), le confería cierto aspecto de personaje del Lejano Oeste, aquel día habría hecho buena pareja con su amiga Daniel Boone o Jim Bowie. Pero por suerte iba solo, con sus andares decididos y golpeando el aire con los faldones de su gabardina y seguramente con su coleta (a su edad se plegaba a las modas, tenía ímpetu), andares no menos resueltos que los míos un rato antes, y eso que yo llevaba mi Llama. 'No será fácil de doblegar', pensé, 'no será fácil quebrarlo, ni tan siquiera matarlo. Además, tendrá fuerza, la del puro nervio y la impaciencia y el desdoblamiento, ese hombre estará acostumbrado a pasarse horas encerrado con sus pinceles, concentrado y quieto, instalado en la minuciosidad y mirando un lienzo que copiará en otro lienzo para que parezcan el mismo, y cuando los abandone y por fin se levante o abra la puerta y salga a la calle tendrá acumulada una tensión enorme y será explosivo. Sí, no será de los que imploren, sino que opondrá resistencia, ese sujeto no es manso ni asustadizo, lo único que es seguro es que tengo que meterle miedo, más del que él pueda intentar infundirme, no va a quedarse paralizado y con el cuello encogido y los ojos cerrados como De la Garza, ni tampoco yo soy Tupra, que parece poder meterlo cuando quiere, naturalmente, ni soy los hermanos Kray de los que él me habló y de los que había aprendido la espada, aquellos a los que un compañero de calabozo había dado, según Reresby, la más condensada lección para conseguir algo: "Mirad, hay gente ahí fuera, muchísima gente, a la que no le gusta que le hagan daño. Ni a ella ni a sus propiedades. Y mirad, esa gente a la que no le gusta ser dañada, pagan a personas para que éstas no le hagan daño. Sabéis de lo que estoy hablando, ¿verdad? Claro que sí. Bien, cuando salgáis de aquí, muchachos, mantened los ojos bien abiertos, acechad a la gente a la que no le gusta que le hagan daño. Porque hasta a mí me hacéis cagarme de miedo, muchachos. Maravilloso". "Cos you scare the shit out of me, boys. Wonderful", así lo dijo en inglés Tupra, esto ultimo', seguí pensando, seguí recordando, 'con su falsa dicción que acaso sea la original y verdadera suya, allí dentro de su coche quieto tan raudo, a la luz lunar de las farolas, sentado a mi derecha, con las manos todavía sobre el volante inmóvil, apretándolo o estrangulándolo, ya no llevaba los guantes, yo los llevo desde que salí del hotel y hasta que regrese no pienso quitármelos, hasta que regrese con el cuadro limpio, con el acto cometido o con el hecho hecho.' 'Esa es la cosa, Jack. El miedo', había añadido Tupra antes de instarme a ir a su casa a ver aquellos vídeos que no eran para cualquiera, y tras enseñármelos había vuelto a preguntarme: 'Dime ahora: ¿por qué no se puede ir por ahí pegando, matando? Según tú. Ya has visto cuánto se hace y con qué despreocupación a veces, en todas partes. Explícame entonces por qué no se puede'. Y yo había tardado tanto en contestarle algo, nada.

Bajé la escalera rápidamente, estuve a punto de tropezarme con una beata o más bien de arrollarla, Custardoy no iba a la terraza sino a su estudio, había seguido recto y se había detenido en el semáforo de Bailén, yo ya sabía que cuando se le pusiera en verde sólo serían cuarenta y nueve pasos los que lo separarían del portal de su casa y era allí donde debía encontrármelo, no antes de que llegara pero sobre todo no después, porque después la puerta habría vuelto a cerrarse, con él dentro y conmigo fuera. Me arriesgué a cruzar de acera aprovechando que el paso de peatones para mí estaba abierto; ahora ya estaba en la suya, lo vi echar a andar cuando se le pararon los coches, uno, dos, tres, cuatro, cinco, me quedé unos instantes detrás de un árbol, aunque no era un árbol ancho, confiando en que no me viera antes de introducir su llave, en todo caso serían pocos segundos, lo mejor era que tampoco me viera mientras la introducía, lo mejor era que permaneciera a su espalda el mayor tiempo posible y que él tuviera aún más miedo por no saber quién lo amenazaba, por no verle la cara o no vérmela, que pudiera preguntarse si se trataba de un atraco veloz en el portal o del desvalijamiento más lento de su piso entero o de un fugaz y siempre eterno secuestro a la mexicana, si yo era sólo uno o si éramos varios, si blancos o cobrizos o negros (poco suelen asaltar nuestros negros), o de un ajuste de cuentas inesperado, de la tardía venganza de alguien a quien ni recordara, en cierto sentido ese era mi caso, él no debía ni de acordarse de que Luisa tenía o había tenido un marido, cuarenta y seis, cuarenta y siete, cuarenta y ocho y cuarenta y nueve, y en el momento en que metió la llave y cedió la puerta le puse la pistola en la espalda sin sacarla del bolsillo (así no sabría si estaba o no montada aunque se volviera de pronto, no lo haría, claro que no lo estaba y el dedo sobre el guardamonte, con eso llevaba cuidado), pero apretándole el cañón contra la columna con fuerza, para que no le cupiera duda del arma y para que bien la notara.

—Vamos adentro, y ni una palabra —le dije en un susurro, un susurro en la nuca, con su estúpida y amanerada coleta allí colgándole, me acerqué demasiado y me dio asco.

La puerta ya estaba entreabierta y entró, entramos a la vez, pegados, yo le di el manotazo para cerrarla, con mi mano libre. Ahora ya sabía que sólo éramos uno.

—¿Qué gilipollez es esta? —dijo—. ¿Es una coña? —Aún no estaba asustado, quizá no le había dado tiempo a ello o era cosa de su carácter. Su tono fue levemente chulesco, o por lo menos soliviantado, no de alarma en ningún caso. 'Sí, va a costar que me tome en serio, no es propenso a alterarse por miedo', pensé en una ráfaga. 'Mal empezamos.'

—No es ninguna coña, y que te calles. Vamos arriba, a tu piso, por la escalera. Despacito y tranquilo, pero sin pararse. Si aparece algún vecino, vamos juntos. Quítate el sombrero y sujétalo con las dos manos. Que no se te caigan las llaves, te sobra mano. —Aquel día no llevaba cartera, quizá no venía del Prado. Le seguía hablando a la nuca, tal vez Luisa se la besaría, podía olerle el pelo, le olía a algo, no mal, se lo lavaría a diario. Me obedeció, se quitó el sombrero ridículo. Ahora ya sabría que yo era de aquí, no del Este ni del Magreb ni hispanoamericano, mi acento no era albanés ni ucraniano, ni árabe ni colombiano ni ecuatoriano, no se me había ocurrido fingir otro o disimular el mío, y había hablado lo suficiente para resultar español inequívocamente, luego ya sabría también que yo era blanco, qué poco tiempo pueden ocultarse las cosas, tampoco había pensado en dirigirme a él en inglés, por ejemplo, a eso estaba acostumbrado—. ¿Tú sabes lo que te hace una bala en la columna? Pues mejor que no te la aloje. Andando. —Ahora además sabría que era una persona semiinstruida, no todo el mundo tiene el verbo 'alojar' tan en la lengua.

—Oiga, si lo que quiere es pasta, se habla y se llega a un acuerdo. No hace falta que subamos ni que me clave el cañón todo el rato. Ni que me exagere el tono.

Ahora ya no sonó tan altivo, pero tampoco amedrentado. Me daba el 'usted', pero aquí no era una forma de respeto, sino de mantener las distancias. Yo lo tuteaba, él a mí no, era una tentativa de manifestar superioridad en medio de su inferioridad evidente, yo tenía la pistola, yo tenía el reloj, como la Muerte del cuadro. No tiraba de él, como el semiesqueleto del Caballero que agarraba del brazo a la anciana, pero estaba a su espalda y lo empujaba, venía a ser lo mismo, yo era el dueño del tiempo y lo encaminaba hacia arriba, él trataba de detener la arena hablando, o el agua, es así como tantos han intentado el aplazamiento y salvarse, en vez de estarse callados. La altivez no lo había abandonado del todo, así me lo indicaba su última frase antes de que lo interrumpiera, 'Ni que me exagere el tono'. Era como si me hubiera dicho 'A mí no me levante usted el tono', sólo que eso no habría cabido, porque le hablaba en susurros.

Entonces saqué el arma del bolsillo un momento y le di un fuerte golpe en el costado derecho con el cañón de la Llama, el gesto fue como de bofetada, sólo que contra las costillas y con la pistola, no en la cara ni con la mano, hizo mucho menos ruido, y además la gabardina encima. Se tambaleó un poco pero no cayó. Tampoco soltó el sombrero pero sí las llaves.

—Que te calles, cómo tengo que decírtelo. Recoge las llaves y andando. —También fue un susurro calmado, que asusta más que un grito, eso creía. Me sorprendió que no me costara propinarle ese golpe, y que no me diera aprensión hacerlo con el arma cargada, quien no está acostumbrado a usar una siempre teme que se le dispare, por mucha precaución que esté tomando. Prevaleció en mí la idea de que tenía que meterle miedo, supongo, o me molestó su última frase, o la palabra 'gilí-pollez' de antes, o me acordé del ojo de Luisa con sus mil lentos colores, atraía hacia mí aquella imagen cada poco rato, me convenía, me cargaba de razón y de furia fría, me fortalecía. No estaba de más que Custardoy probara el daño, algo de daño, ahora se llevó la mano al costado instintivamente y se lo frotó, pero yo le dije en seguida—: Las manos en el sombrero. —Y a quién no le complace dar órdenes que por fuerza van a ser obedecidas, también me di cuenta de eso. A una parte de mi conciencia no le gustó que me gustara, pero no estaba para hacerle caso entonces, el resto estaba ya muy ocupada, tenía algo de lo que ocuparme, no era posible dejarlo a medias, ya había empezado.

Echamos a andar, un escalón tras otro a buen paso, yo pegado a él y agarrándole de la coleta en los giros para que no pudiera aprovechar el segundo en que dejara de encañonarlo de frente, subir el tramo corriendo y encerrarse en su casa si lograba ser muy veloz con la llave (no lo conseguiría en ningún caso, pero prefería que ni lo intentase), debía de sentir como una humillación que le tocara el pelo, me abstuve de darle tirones, bien podía haberlo hecho. Tuvimos suerte, quiero decir que yo la tuve y él no, porque subimos hasta el tercer piso sin cruzarnos con nadie, era uno de los que tenían balcones.

—Aquí estamos —dijo ante su puerta—. Ahora qué.

—Ahora abre. —Así lo hizo, dos llaves, una larga del cerrojo y otra corta de la cerradura—. Vamos al salón, tú guías. Pero ni un solo movimiento raro. La espina dorsal, acuérdate. —Yo seguía notando mi cañón contra su hueso, bien centrado, al entrar se lo había elevado hasta el adas, el arma fuera ya del bolsillo en cuanto cerré la puerta a mi espalda.

Recorrimos un breve pasillo y desembocamos en un salón o estudio muy amplio con buena luz pese al cielo nublado ('Aquí ha estado Luisa', pensé al instante, le será familiar este espacio'). En seguida vi cuadros en el suelo, vueltos contra las paredes, apiñados unos tras otros, formando filas, como si dijéramos, de tres o cuatro, puede que algunos estuvieran sin pintar todavía, en blanco. O le encargaban muchos retratos o hacía numerosas copias hasta alcanzar la definitiva; porque solicitado estaba y vender vendía, en aquel salón había buenos muebles y bienestar y hasta lujo, en medio de cierto desorden, me dio envidia una chimenea. Vi en los muros algunas pinturas colgadas, estas sí de cara, seguramente no eran suyas, aunque quién sabía, si era tan excelente copista, al primer golpe de vista me pareció distinguir un pequeño Meissonier de caballero fumando en pipa y un retrato más grande de Mané Katz o de alguien por el estilo, algún ruso o ucraniano pasado por París (si eran originales no eran nada baratas, pero no tan caras como las de casa de Tupra). Vi un caballete, el lienzo que sostenía también estaba de espaldas, tal vez Custardoy quitaba de su vista siempre aquello en lo que trabajara, en cuanto paraba de trabajar en ello, para no tener que seguirlo viendo durante sus descansos, quizá fuera el retrato de la Condesa y sus hijos, en el que ya había empezado. Podía mirarlo si quería, era el dueño del tiempo y de todo. Pero no lo hice, estaba ocupado.

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