Tuareg (16 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

BOOK: Tuareg
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El teniente Razmán asintió en silencio y contuvo como pudo un escalofrío, pues su leve uniforme no estaba concebido para la temperatura de aquel despacho.

—Se solicitó mi ayuda para intentar atrapar a un hombre y someterlo a juicio, Excelencia —replicó, procurando conferir fuerza y serenidad a sus palabras, No para matarlo como a un perro. —Hizo una pausa—. Para actuar como policía, tenía que haber recibido órdenes superiores, muy claras y concretas. Quise colaborar y reconozco que mi actuación no resultó afortunada, pero creo sinceramente que peor hubiera sido regresar con cinco cadáveres.

El gobernador negó muy despacio y se echó hacia atrás en su asiento como dando por concluida la conversación.

—Eso era yo quien tenía que decidirlo, y por los comentarios que me llegan, más nos hubieran valido los cadáveres. Habíamos heredado el res peto impuesto por los franceses entre las tribus nómadas, y ahora, por primera vez, y gracias a ese beduino y la ineptitud que usted ha demostrado, ese respeto se resquebraja. No es bueno —sentenció. No. No es bueno.

—Lo lamento.

—Y más lo va a lamentar, teniente, se lo aseguro. A partir de hoy queda usted destinado al Puesto de Adoras en sustitución del capitán Kaleb-el-Fasi.

El teniente Razmán advirtió que un sudor frío le invadía sin que nada tuviera que ver con ello el aire acondicionado, y las piernas le temblaron hasta casi entrechocar entre sí.

—¡Adoras! —repitió incrédulo—. Eso es injusto, Excelencia. Yo puedo haber cometido un error, pero no un delito.

—Adoras no es una prisión —le hizo notar su interlocutor con calma—. Tan sólo un Puesto Avanzado. Mis poderes me permiten enviar allí a quien estime conveniente.

—Pero todo el mundo sabe que es un lugar reservado a maleantes. ¡La escoria del Ejército! El gobernador Hassán-ben-Koufra se encogió de hombros indiferente y comenzó a estudiar un informe que tenía sobre la mesa fingiendo interesarse profundamente en él. Sin mirarle, comentó:

—Eso es tan sólo una opinión, no un hecho oficialmente aceptado.

Tiene usted un mes para arreglar sus asuntos y organizar su traslado.

El teniente Razmán fue a decir algo, pero comprendió que resultaba inútil, saludó rígidamente y se encaminó a la puerta rogando al Cielo que cesara el temblor de sus piernas para no dar a aquel hijo de perra la satisfacción de ver cómo caía al suelo.

Ya en el exterior tuvo que apoyar la frente en una de las columnas de mármol y aguardar unos instantes, pues no se sentía capaz de descender las majestuosas escalinatas de mármol, a la vista de una veintena de atareados funcionarios, sin rodar por ellas hasta el jardín y sus parterres.

Uno de aquellos funcionarios cruzó silenciosamente a sus espaldas, golpeó por tres veces la puerta del despacho, y penetró cerrando tras si.

El gobernador, que había dejado de fingir que estudiaba el informe y contemplaba el minarete de la Mezquita a través de los ventanales sin moverse de su sillón, inclinó levemente la cabeza hacia el recién llegado que se había detenido respetuoso al borde de la alfombra, e inquirió:

—¿Qué ocurre, Anuhar? —Ninguna noticia del targuí. Excelencia. Ha desaparecido.

—No me extraña —admitió—. En un mes uno de esos "Hijos del Viento" es capaz de recorrerse el desierto de punta a punta. Habrá vuelto con los suyos. ¿Sabemos al menos quién es exactamente? —Gacel Sayah, un "inmouchar" del Kel-Talgimus. Suele nomadear por un territorio muy amplio, cerca de las montañas del Huaila.

El gobernador Hassán-ben-Koufra lanzó una ojeada al gran mapa de la región empotrado en la pared y agitó la cabeza pesimista.

—¡Las montañas del Huaila! —repitió—. Eso queda a caballo sobre la frontera.

—La frontera en esa zona es prácticamente inexistente señor. Nadie la ha determinado con exactitud.

—"Nada" está determinado ahí con exactitud. —Le hizo notar poniéndose en pie y paseando despacio por el inmenso despacho—. Buscar a un targuí fugitivo en esas soledades, es como buscar a un pez en el océano. —Se volvió a mirarle de frente—. Archive el asunto.

Anuhar, el-Mojkri, eficiente secretario con más de ocho años a las órdenes directas del gobernador, se permitió el lujo de torcer el gesto mostrando su descontento:

—A los militares no va a gustarles, Excelencia. Asesinó a un capitán.

—Despreciaban al capitán Kaleb-el-Fasi —le recordó—. Era un bicho. —Buscó de nuevo un "Davidoff" y lo encendió despacio—. Igual que el sargento El-Haideri.

—Esa clase de gente son los únicos que pueden meter en cintura a la chusma de Adoras.

—Ahora tendrá que hacerlo el teniente Razmán.

—¿Razmán? —Se asombró El Mojkri—. ¿Ha destinado a Razmán a Adoras? No durará tres meses.

—Sonrió divertido—. Por eso estaba a punto de desmayarse ahí fuera. Acabarán violándole antes de cortarle el cuello.

El gobernador se dejó caer en uno de los sillones del amplio tresillo de cuero negro que ocupaba el rincón del despacho, lanzó al aire una columna de humo, y negó con un gesto:

—Tal vez no, —aventuró—. Tal vez se espabile, luche por su vida y comprenda que no se puede venir a esta región a leer "Beau Geste" e imitar a Duperey. —Hizo una larga pausa—. Me recomendaron una misión: barrer de la región todo viejo romanticismo decadente y paternalismo enfermizo, y poner a esta provincia y a estas gentes a rendir para el bien común. Aquí hay petróleo, hierro, cobre, forasteros y mil riquezas más que necesitamos si queremos convertirnos en una nación poderosa, progresista y moderna —negó convencido—. No es con hombres como el teniente Razmán como puedo conseguirlo, sino con tipos como Malik o el capitán Kaleb. Resulta lamentable admitirlo, pero los tuareg no tienen razón de existir en pleno siglo veinte, al igual que no lo tienen los indios amazónicos, o no lo tuvieron los pieles rojas americanos. ¿Se imagina a los sioux correteando aún por las praderas del Medio-Oeste, persiguiendo manadas de búfalos por entre los pozos petroleros o las centrales atómicas? Hay formas de vida que cumplen un ciclo histórico y están condenadas a desaparecer y, lo queramos o no, eso ocurre con nuestros nómadas. Hay que adaptarlos o exterminarlos.

—Suena muy duro.

—También sonaba duro cuando comenzamos a decir que había que expulsar a unos franceses que convivían con nosotros desde hacía cien años. Muchos eran incluso mis amigos personales, habíamos ido juntos a la escuela, y los conocía por su nombre y sus gustos. Pero había llegado el momento de acabar con ellos sin detenerse en sentimentalismos, y lo hicimos. Hay cosas que tienen que estar por encima de la moral burguesa y ésta es una de ellas. —Hizo una nueva pausa, larga y meditada—. El Presidente lo tiene muy claro, y así me lo dijo: "Hassán: Los nómadas son una minoría abocada por lógica a extinguirse. Transformémoslos en trabajadores útiles, o precipitemos su desaparición para evitarles sufrimientos y evitarnos problemas".

—Sin embargo, en su último discurso, —aventuró tímidamente.

—¡Oh, vamos, Anuhar! —le reprendió como a un muchacho—. Esas no son cosas que puedan decirse en público, cuando parte de esos nómadas están escuchando y el mundo tiene los ojos puestos en nuestra evolución como país independiente. Los norteamericanos, por ejemplo, se convirtieron en grandes defensores de los derechos humanos en el mismo momento en que acabaron con los derechos de sus indios.

—Eran otros tiempos.

Pero idénticas circunstancias. Una nación recién independizada, que necesita poner en explotación todas sus riquezas y deshacerse del pesado lastre de una carga humana irrecuperable. Nosotros les daremos al menos la oportunidad de integrarse a la vida común. No los aniquilaremos a tiros, ni los encarcelaremos en "Reservas".

—¿Y los que no quieran integrarse? ¿Los que sigan creyendo, como ese Gacel, que deben ser sus viejas costumbres las que rijan la vida del desierto? ¿Qué vamos a hacer con ellos? ¿Perseguirlos a tiros como a los pieles rojas? —No, desde luego. Simplemente expulsarlos. Usted mismo ha dicho que las fronteras en el desierto no están delimitadas y ellos no las respetan.

Que las atraviesen. Que se vayan con sus hermanos de otros países.

—Agitó la mano en el aire—. Pero, si se quedan, que se adapten a nuestra forma de vida o se atengan a las consecuencias.

—No se adaptarán —replicó Anu har-el-Mojkri convencido—. Los he tratado a fondo en este tiempo, y me consta que, aunque algunos renuncien, la mayoría continuarán aferrados a sus arenas y sus costumbres. —Señaló hacia fuera, a la lejana torre desde la que un muecín llamaba a los fieles—. Es la hora de la oración. ¿Va a ir a la mezquita?

El gobernador asintió en silencio, se aproximó a la mesa, apagó el habano aplastándolo contra un pesado cenicero de cristal y hojeó los documentos que había estado estudiando:

—Luego volveremos —indicó—. Que se quede una secretaria; esto debe salir mañana para la capital.

—¿Irá a cenar a casa?

—No. Que avisen a mi esposa.

Salieron. Anuhar dio unas órdenes y corrió escaleras abajo para alcanzarle en el momento en que subía al negro automóvil en el que ya el chófer había puesto el aire acondicionado a la máxima potencia. Hicieron en silencio el corto trayecto, y rezaron el uno junto al otro, rodeados de respetuosos beduinos que habían dejado un ancho espacio en torno a ellos. A la salida, el gobernador contempló con satisfacción el palmeral en sombras.

Le gustaba aquella hora. Era, sin duda, la más bella en el oasis, como eran los amaneceres los momentos más hermosos del desierto, y le agradaba pasear despacio por los jardines y los pozos, observando cómo cientos de aves llegaban desde muy lejos a pasar la noche en las copas de los árboles.

Se diría que a esa hora despertaban también los olores de su letargo del caluroso día, aplastados por el violento sol, libre ahora el perfume de las rosas, los jazmines y los claveles, y el gobernador Hassán-ben Koufra abrigaba el convencimiento de que en ningún otro lugar del mundo llegaban a ser tan olorosas las flores como en aquella tierra caliente y rica.

Despidió al chófer con un gesto, y abordó despacio el senderillo, olvidando por unos minutos los mil problemas que significaban gobernar una región desolada y a unos hombres semisalvajes.

El fiel Anuhar le seguía como su sombra, consciente de que en esos momentos prefería el silencio, sabedor de antemano de cada punto en el que se detendría, dónde encendería un habano y de qué parterre de rosas arrancaría un capullo para la mesilla de noche de Tamat. Aquellos paseos se habían convertido en un ritual casi diario, y tenía que apretar mucho el calor o amontonarse en exceso el trabajo, para que su Excelencia renunciara a lo que constituía su único ejercicio y distracción.

Llegaba la noche con la rapidez con que caía siempre sobre los trópicos, como si no quisiera que el hombre disfrutara en exceso de la belleza y la placidez de los atardeceres, pero no les importaba la oscuridad que se apoderaría en minutos de los jardines y el palmeral, pues conocían a ciegas cada sendero y cada fuente, y las luces del palacio, allá a lo lejos, bastaban para orientarles.

Pero, esta vez, y antes de que las tinieblas cerraran por completo, una sombra nació de una palmera, o tal vez del mismísimo suelo, y aun sin distinguirla por completo, y sin percatarse claramente de que empuñaba un pesado revólver, comprendieron que se trataba de él, y les estaba esperando.

Anuhar quiso gritar, pero el negro agujero del cañón se detuvo a una cuarta de sus ojos.

—¡Silencio! —pidió—. No quiero hacer daño.

El gobernador Ben-Koufra ni se inmutó siquiera.

—¿Qué buscas entonces?

—A mi huésped. ¿Sabes quién soy?

—Lo imagino —hizo una pausa—. Pero yo no tengo a tu huésped.

Gacel Sayah. le observó un largo instante y comprendió que no mentía.

—¿Dónde está? —quiso saber.

—Muy lejos —hizo una pausa—. Es inútil. Nunca lo encontrarás. más allá del velo, los oscuros ojos del targuí brillaron con intensidad unos momentos. Apretó con fuerza la culata del arma:

—Eso lo veremos —dijo, y luego señaló a Anuhar-el-Mojkri—. Puedes irte —ordenó—. Si dentro de una semana Abdul-el-Kebir no está, sano, libre y solo, en el "guelta", al norte de las montañas de Sidi-el-Madia, le cortaré la cabeza a tu amo. ¿Has entendido? Anuhar-el-Mojkri no se sintió capaz de responder, y fue Hassán-benKoufra quien lo hizo:

—Si lo que buscas es a Abdul-el-Kebir, más vale que me pegues un tiro aquí mismo y nos evitemos molestias —aseguró convencido—. Nunca te lo entregarán.

—¿Por qué? —El Presidente no lo consentirá.

—¿Qué Presidente? —¿Quién va a ser? El de la República.

—¿Ni siquiera a cambio de tu vida? —Ni siquiera a cambio de mi vida.

Gacel Sayah se encogió de hombros y se volvió con tranquilidad a Anuhar-el-Mojkri:

—Limítate a transmitir mi mensaje.

—Hizo una pausa—. Y advierte a ese Presidente, quien quiera que sea, que si no me devuelve a mi huésped, lo mataré también.

—¡Estás loco! —No. Soy targuí —agitó el arma—. Ahora vete, y recuerda: dentro de una semana en el "guelta" al norte de las montañas de Sidi-el-Madia. —Clavó el cañón del arma en los riñones del gobernador y lo empujó en dirección contraria—. ¡Por aquí! —señaló.

Anuhar-el-Mojkri dio unos pasos y volvió a tiempo de verlos desaparecer entre las sombras del palmeral.

Luego, corrió hacia las luces del palacio.

26

—Abdul-el-Kebir fue el artífice de nuestra Independencia, un héroe nacional, el primer Presidente de la nación, como tal nación. ¿Realmente es posible que nunca oyeras hablar de él? —Nunca.

—¿Dónde has estado metido todos estos años? —En el desierto. Nadie fue a contarme lo que ocurría.

—¿No pasaban viajeros por tu campamento?

—Pocos. Y teníamos cosas más importantes de las que hablar. ¿Qué pasó con Abdul-el-Kebir?

—El actual Presidente lo derrocó. Le quitó el poder, pero lo respetaba y no se atrevió a matarle. Habían combatido juntos y juntos estuvieron muchos años en las cárceles francesas. —Agitó la cabeza negativamente—. No. No podía matarle. Ni su conciencia, ni el pueblo, se lo hubieran perdonado.

—Pero lo encarceló, ¿no es cierto?

—Lo deportó. Al desierto.

—¿Dónde?

—Al desierto. Ya te lo he dicho.

—El desierto es muy grande.

—Lo sé. Pero no tan grande como para que uno de sus partidarios no lo encontrara y le ayudara a huir. Así fue a parar a tu "jaima".

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