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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tuareg (26 page)

BOOK: Tuareg
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Estudió la arena. Era dura y aunque hubiera picos y palas en el vehículo, no se sentía capaz de cavar una fosa en la que cupieran los dos hombres y la camella. Escrutó más tarde el rostro de Abdul que respiraba mejor, pero parecía lejos aún de recobrar el conocimiento. Le dio agua nuevamente y comprobó que había dos bidones rebosantes, así como otro de gasolina y abundante comida. Meditó un largo rato; sabía que tenían que marcharse de allí cuanto antes, pero no tenía idea de cómo hacer funcionar el jeep, que en sus manos no era más que un montón de chatarra inútil.

Trató de recordar. El teniente Razmán manejaba un vehículo idéntico, y le había llamado la atención cómo giraba a un lado y otro el volante, y cómo empujaba los pedales del suelo y movía constante la larga palanca coronada de una bola negra situada a su derecha.

Se acomodó en el asiento del conductor, e imitó cada uno de los movimientos del teniente, girando el volante, apretando con fuerza todos y cada uno de los pedales, del freno, del embrague o del acelerador, y tratando de llevar de un lado a otro la bola negra, pero el motor seguía mudo.

Ni un sonido llegaba hasta él, y comprendió que todos aquellos gestos servían para conducir, pero que antes debía conseguir que el motor arrancara.

Se inclinó, y estudió con detenimiento las pequeñas palancas, llaves, botones e indicadores del panel de mando. Hizo sonar el claxon, lo que asustó a los buitres, consiguió que se mojara de agua el parabrisas y que inmediatamente ese agua fuera esparcida a un lado y otro por dos brazos oscilantes, pero continuó sin escuchar el ansiado rugido del motor.

Por último vio una llave dentro de una cerradura. La quitó, no pasó nada y volvió a introducirla con idéntico resultado. Probó a hacerla girar y el monstruo mecánico se animó, tosió por tres veces, se estremeció de punta a punta y guardó otra vez silencio.

Sus ojos se animaron al comprender que se encontraba en el buen camino.

Hizo girar la llave con una mano mientras que con la otra agitaba el volante como un enloquecido y el resultado fue idéntico: toses, estremecimiento y silencio.

Probó con la llave y la palanca al mismo tiempo. Nada.

La llave y el pedal. Nada.

La llave y el pedal de la derecha, y el motor chilló superacelerado, pero se mantuvo así, y cuando, muy despacio, fue aflojando la presión del pie, comprobó, satisfecho, que quedaba en marcha, runruneando mansamente.

Continuó haciendo pruebas con el freno, el embrague, el acelerador, la palanca del freno de mano, los interruptores de las luces y el cambio de marchas y cuando ya desesperaba, consiguió que el vehículo diera un salto hacia delante, las ruedas traseras pasaran por encima del cabo Osmán y se detuviera tres metros más allá.

Los buitres aletearon malhumorados.

Recomenzó el proceso y avanzó otros dos metros. Lo intentó hasta la caída de la tarde, y cuando decidió dejarlo no más de cien metros le separaban de los buitres y los muertos.

Comió y bebió, hizo una sopa con galletas, agua y miel, consiguió que Abdul-el-Kebir la tragase y apenas cayó la noche, se acurrucó sobre una de las mantas, en el suelo, y se quedó profundamente dormido.

Esta vez no fueron los buitres, sino los gruñidos de las hienas y chacales que se disputaban la carroña, lo que le despertó cerca ya de la madrugada, y durante largos minutos escuchó las peleas, el quebrarse de los huesos bajo la presión de las fuertes mandíbulas, y el desgarrarse de la carne arrancada de cuajo.

Gacel odiaba a las hienas. Aborrecía a los buitres y los chacales, pero por las hienas en particular sentía una aversión incontrolable desde que, siendo apenas un muchacho, casi un niño, descubriera una mañana que habían devorado a un cabritillo recién nacido y a su madre. Eran bestias repelentes y hediondas; cojitrancas, cobardes, traicioneras, sucias y crueles, que, si se reunían en número suficiente eran capaces incluso de atacar a un hombre desarmado. Por qué las había puesto Alá sobre la tierra era una de las preguntas que se hacía a menudo, y para la que jamás había encontrado respuesta.

Se aproximó a Abdul que dormía profundamente respirando ahora con normalidad. Le dio de beber una vez más, y se sentó después a esperar el día, meditando en el hecho de que él, Gacel Sayah, pasaría a la historia del desierto —y a su leyenda como el primer hombre que había vencido a la "tierra vacía" de Tikdabra.

Y quizá, también, algún día, se supiera que fue quien encontró al fin a "La Gran Caravana".

¡"La Gran Caravana"! Hubiera bastado con que sus guías se desviaran ligeramente al Sur para salvarse, pero Alá no lo había querido así y nadie más que El podía saber a causa de qué terribles pecados había castigado a sus miembros con tan espantoso destino. El repartía la vida y la muerte, y lo único que cabía era aceptarlo mansamente y agradecer que en esta ocasión se hubiera mostrado benévolo con él permitiéndole salvarse y salvar a su huésped.

"¡Inshallah!" Ahora se suponía que se encontraba en otro país, fuera ya de peligro, pero los soldados continuaban siendo sus enemigos y la persecución no parecía haber concluido.

Y no existía modo alguno de escapar. El último camello estaba siendo devorado por las bestias carroñeras, y Abdul-el-Kebir tardaría días en poder dar un paso. Únicamente aquel pedazo de metal inanimado podía alejarles del peligro, y experimentó una profunda sensación de rabia ante su impotencia y su ignorancia.

Simples soldados, el más sucio beduino, e incluso un negro "akli" liberado, que hubiese permanecido unos meses junto a los franceses, se encontraban en capacidad de hacer avanzar un vehículo mucho mayor que aquél, un pesado camión cargado de cemento, pero él, Gacel Sayah, "inmouchar" reconocido por su inteligencia, su valor y su astucia, era, sin embargo, como el más estúpido de los niños frente a la complejidad de la tortuosa máquina indescifrable. Los objetos habían sido siempre sus enemigos, los aborrecía y su vida de nómada se había reducido a no más de dos docenas de los más imprescindibles, pero aun así, los rechazaba instintivamente y para él, como hombre libre y cazador solitario, le bastaba con sus armas, la "gerba" del agua, y los arneses de su montura. Los días transcurridos en El-Akab a la espera del momento propicio para apoderarse del gobernador Ben-Koufra, le habían enfrentado de improviso con un universo desconcertante en el que auténticos tuaregs, antaño tan austeros como él, parecían haberse enviciado con las "cosas", cosas que nunca conocieron ni necesitaron con anterioridad, pero que ahora se dirían tan imprescindibles para ellos como el agua, o el aire que respiraban.

Y el automóvil, el sentirse transportados de un lado a otro sin razón aparente, se había convertido, por lo que pudo advertir, en la más acuciante de tales necesidades, sin que a los jóvenes nómadas les satisficieran ya, como a sus padres, las larguísimas caminatas de días y semanas a través de la llanura sin prisa y sin ansia, conscientes de que su punto de destino estaba allí, al final del sendero, y allí seguiría por los siglos de los siglos por lento que fuera su paso.

Ahora, por extrañas ironías del destino, él, Gacel, que tanto odiaba y despreciaba a los objetos, y que tanta repulsión experimentaba ante toda clase de vehículos mecánicos, se encontraba allí, tumbado al pie de uno de ellos del que dependía su vida y la de su huésped, y se maldecía a sí mismo por su ignorancia, y por no sentirse capaz de obligarle, a patadas, a correr por la llanura hacia una libertad que tenía al alcance de la mano.

Amaneció. Ahuyentó a hienas y chacales, pero los buitres continuaron acudiendo por docenas, infestando el cielo con sus giros de muerte, desgarrando con sus fuertes picos la carne de dos hombres y una bestia que veinticuatro horas antes aún rebosaban de vida, y graznándole al mundo que allí, al borde de la "hamada", en el límite mismo de la "tierra vacía" de Tikdabra, el ser humano había desencadenado, una vez más, una tragedia.

37

—En ese mismo camastro en el que estás sentada, y aproximadamente a esta misma hora, cuando todos dormían, tu marido degolló a mi capitán, y comenzó a complicarse la vida aún más de lo que la tenía.

Laila hizo un gesto instintivo para levantarse del camastro, pero el sargento Malik-el-Haideri colocó con fuerza la mano sobre su hombro y la obligó a permanecer en el sitio.

—No te he dado permiso para moverte —puntualizó—. Y tienes que ir acostumbrándote a la idea de que en Adoras, y hasta que envíen a un nuevo oficial, nada se mueve sin mi permiso.

Atravesó la estancia, tomó asiento en la vieja mecedora en la que el difunto Kaleb-el-Fasi pasaba horas leyendo y balanceándose y se impulsó, despacio, sin apartar la vista de la muchacha.

—Eres muy bonita —dijo al fin con la voz un poco ronca—. La targuí más bonita que he visto nunca. ¿Cuántos años tienes?

—No lo sé. Y no soy targuí. Soy "akli".

—¿"Akli"? ¡Hija de esclavos! —exclamó—. ¡Vaya! Ese targuí debe estar loco por ti para convertir a una esclava en su esposa. No me extraña. Tienes aspecto de ser buena en la cama. ¿Eres buena en la cama? No obtuvo respuesta y se diría que no la esperaba. Buscó un cigarrillo en el bolsillo superior de su camisa, lo prendió con el encendedor que había pertenecido al capitán, y fumó despacio complaciéndose en el humo y en la visión de la muchacha que le contemplaba a su vez, erguida y desafiante.

—¿Sabes cuánto tiempo hace que no veo a una mujer desnuda? —inquirió sonriendo con amargura—. No; no puedes saberlo, porque ni siquiera yo mismo lo recuerdo a estas alturas.

—Hizo un ademán con la cabeza hacia un viejo calendario que colgaba sobre la cama—. Esa puta gorda, que ya debe tener cien años, es todo cuanto he tenido en este tiempo y he pasado horas mirándola, masturbándome y soñando en el día en que encontrara una mujer de verdad. —Buscó un sucio pañuelo y se enjugó el sudor que corría libremente por su cuello—. Y ahora estás aquí, como en mis sueños; mejor y más joven aún que en mis sueños. —Hizo una pausa y por último, suavemente sin alzar el tono de voz pero con firmeza, añadió—: Desnúdate.

Laila permaneció inmóvil, como si no le hubiera oído y tan sólo un leve destello de temor brilló en el fondo de sus inmensos ojos negros mientras sus dedos se crispaban levemente sobre la áspera y sucia tela del jergón.

Malik-el-Haideri aguardó unos instantes, concluyó su cigarrillo, lo depositó con cuidado en el suelo, bajo la mecedora, y dejó que ésta lo aplastara en su vaivén. Alzó de nuevo el rostro y la miró con fijeza.

—¡Escucha! —señaló—. Hay dos formas de llevar estos asuntos adelante: Por las buenas, o por las malas.

Yo, personalmente, prefiero la primera, porque es siempre más divertida para los dos. Colaboras, pasamos un rato agradable, y yo colaboro a mi vez, haciéndote el encierro más llevadero. Si te resistes, obtendré lo mismo por la fuerza, y además no me importará en absoluto lo que pueda pasarte después. O lo que pueda pasarle a tu gente. —Sonrió con intención—. Dos de los hijos de tu esposo son muy guapos. ¡Lindos adolescentes! ¿Te has fijado en cómo los miran algunos de mis hombres? También llevan aquí años encerrados y hay por lo menos ocho que se sentirán muy felices si hago la vista gorda y permito que esta noche, cuando todos duerman, les pongan la mano encima a esos muchachos.

—Eres un cerdo.

—No más que otro cualquiera que haya pasado tanto tiempo como yo en este maldito desierto. —Se detuvo en su balanceo y se inclinó hacia atrás, contemplando, a través del ventanuco, las altas dunas que encerrajaban el oasis—. Las cosas se ven distintas desde aquí, a medida que van corriendo los años y pierdes la esperanza de que algún día te permitan regresar.

Cuando comprendes que ya nadie va a sentir nunca interés o compasión por ti, dejas de sentir interés o compasión por los demás. —Se volvió de nuevo a mirarla—. No me van a dar nada. Lo que yo no tome, nadie me lo ofrecerá y te garantizo que, en cuanto te vean, otros lo intentarán también. ¡Desnúdate! —repitió, y ahora era ya una orden.

Laila dudó.

Aún trató de resistirse y todo su ser se rebeló contra la idea de obedecer, pero comprendió, lo sabía desde el momento en que lo vio por primera vez, que el sargento mayor Malik-el-Haideri era capaz de todo, incluso de permitir que sus hombres se divirtieran hasta el agotamiento con los hijos de su esposo, a los que éste le había enseñado a querer como si fueran propios.

Al fin, muy lentamente, se puso en pie, cruzó los brazos, asió los bordes de su sencillo vestido, y lo alzó sobre su cabeza arrojándolo a un rincón.

Su cuerpo, firme, joven y oscuro, de pechos pequeños y duras nalgas, quedó por completo al descubierto, y el sargento Malik lo contempló largo rato sin dejar por ello de mecerse, como si le complaciera la idea de prolongar lo más posible aquel momento regodeándose con sus pensamientos a la espera de desnudarse a su vez.

El sol estaba muy alto, el hedor de los cadáveres comenzaba a hacerse insoportable y los buitres se habían convertido en una nube contra la que resultaba inútil combatir.

Distinguió en primer lugar la columna de polvo que se alzaba al Oeste aproximándose con rapidez, y cuando trepó al jeep y trató de estudiar el mecanismo de la ametralladora dispuesto a defenderse, advirtió la mancha gris y maciza de un nuevo vehículo que llegaba del Sur, más lento y pesado, coronada su diminuta torreta por un cañón ligero de tiro rápido.

Su aguda vista le hizo comprender que contra semejante arma todo intento de resistencia resultaba inútil, y trató de consolarse con la idea de que había vencido al desierto de los desiertos de Tikdabra, y que tan sólo su fidelidad hacia su huésped había conseguido derrotarle.

Tomó su rifle y avanzó hasta el borde mismo de la "hamada" sin buscar la protección de rocas o matojos, mientras Abdul-el-Kebir quedaba a sus espaldas, fuera del alcance de las balas.

Aprestó su arma y esperó calculando la distancia y el momento en que el jeep se pusiera a tiro, pero cuando pudo distinguir perfectamente a los soldados, y dudaba, con el arma encarada, entre abatir al conductor o al que se disponía a amartillar la ametralladora, resonó, lejana, una explosión, un obús silbó en el aire, y el vehículo saltó en pedazos, alcanzado de pleno y frenado en seco como si se hubiera estrellado contra un muro invisible.

Un cadáver destrozado voló a más de cuarenta metros de distancia, el otro se desintegró como si nunca hubiera existido y a los pocos segundos no quedaba del jeep más que un montón de humeante chatarra.

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