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Authors: Oliver Sacks

Tags: #Ciencia,Ensayo,otros

Un antropólogo en Marte (4 page)

BOOK: Un antropólogo en Marte
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Ésta es la historia que el señor I. nos contó a Bob Wasserman y a mí, la historia de una brusca y total interrupción de la visión del color, y de sus intentos de vivir en un mundo en blanco y negro. Nunca me había contado nadie una historia semejante, no había conocido a nadie que fuera totalmente ciego al color y no tenía ni idea de lo que le ocurría, ni si se podía curar o mejorar su estado.

Lo primero era definir con más precisión las partes dañadas mediante diversas pruebas, algunas bastantes informales, haciendo uso de objetos o imágenes cotidianas que teníamos a mano. Por ejemplo, primero interrogamos al señor I. acerca de un estante de cuadernos de notas —azules, rojos y negros— que había junto a mi escritorio. Instantáneamente tomó los azules (un azul medianamente vivo a ojos normales): «son de color pálido». Los rojos y negros le resultaban indistinguibles, ambos eran «totalmente negros».

Entonces le dimos una gran cantidad de hilos, de treinta y tres colores distintos, y le pedimos que los clasificara: dijo que era incapaz de hacerlo en razón del color, sólo podía hacerlo según valores tonales en la escala del gris. A continuación, de manera rápida y fácil, separó los hilos en cuatro extraños montones cromáticamente azarosos, que caracterizó como entre 0-25 por ciento, 25-50 por ciento, 50-75 por ciento y 75-100 por ciento en una escala de tonos grises (aunque nada le parecía puramente blanco, e incluso el hilo blanco le parecía ligeramente «turbio» o «sucio»).

Nosotros no podíamos confirmar la exactitud de su operación, pues nuestra visión del color interfería en nuestra capacidad para visualizar una escala de grises, al igual que las personas dotadas de una visión normal habían sido incapaces de percibir el significado tonal de sus pinturas de flores confusamente polícromas. Pero una fotografía en blanco y negro y una cámara de vídeo en blanco y negro confirmaron que el señor I. había dividido de manera exacta los hilos de color en una escala de grises que básicamente coincidía con la lectura mecánica de los aparatos. Había quizá una cierta tosquedad en sus categorías, pero esto iba unido a la aguda percepción del contraste y a pobreza de gradaciones tonales de las que Jonathan que se quejaba. De hecho, cuando se le mostraba la escala de grises de un artista, o quizá una docena de gradaciones del blanco al negro, el señor I. sólo podía distinguir tres o cuatro categorías tonales.
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También le enseñamos las clásicas láminas de puntos de color de Ishihara, en las cuales las configuraciones de números en colores sutilmente diferenciados destacan con gran claridad para las personas de visión normal, aunque no para los que padecen ciertas variedades de ceguera al color. El señor I. era incapaz de ver ninguna de esas figuras (aunque era capaz de ver ciertas láminas que son visibles a los ciegos al color pero no a la gente con visión normal, pensadas así para identificar a los que fingen ceguera al color o a los ciegos al color histéricos).
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Dio la casualidad de que teníamos una postal que parecía diseñada para poner a prueba la acromatopsia: una postal que mostraba un paisaje costero, con pescadores en un malecón recortados contra un cielo crepuscular rojo oscuro. El señor I. era totalmente incapaz de ver los pescadores o el malecón, y sólo veía el hemisferio medio sumergido del sol poniente.

Aunque tales problemas surgieron cuando se le mostraron las imágenes en color, el señor I. no tuvo dificultad en describir las fotos o reproducciones en blanco y negro de una manera exacta; no tenía ninguna dificultad a la hora de reconocer las formas. Sus imágenes y recuerdos de los objetos que se le habían mostrado eran de hecho excepcionalmente vividos y exactos, aunque siempre sin color. De este modo, después de haberle sometido a la prueba clásica de la imagen de una barca coloreada, la miró con gran intensidad, apartó la vista, y a continuación la reprodujo rápidamente en blanco y negro. Cuando se le preguntó por los colores de los objetos familiares, no tuvo dificultad en asociar los colores ni en nombrarlos. (Los pacientes con anomia del color, por ejemplo, pueden asociar los colores perfectamente, pero han perdido la capacidad de nombrarlos, y podrían decir, de modo vacilante, que un plátano es «azul». Un paciente con agnosia de color, por contraste, también podría asociar los colores, pero no evidenciaría ninguna sorpresa si le diéramos un plátano azul. El señor I., sin embargo, no presentaba ninguno de estos problemas.)
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Tampoco (ahora) tenía dificultades en interpretar los colores. Las pruebas realizadas a este respecto, y un examen neurológico general, confirmaron sin embargo la acromatopsia total del señor I.

Llegados a ese punto pudimos decirle que su problema era real, que padecía una verdadera acromatopsia y no una histeria. Nos pareció que eso le producía sentimientos contradictorios: había tenido cierta esperanza de que fuera simplemente una histeria, y como tal potencialmente reversible. Pero la idea de que fuera algo psicológico también le había inquietado, haciéndole sentir que su problema no era «real» (de hecho, se lo habían insinuado varios médicos). Nuestras pruebas, en cierto sentido, legitimaron su estado, pero acentuaron su miedo a padecer alguna lesión cerebral y al pronóstico de su recuperación.

Aunque parecía sufrir una acromatopsia de origen cerebral, no podíamos evitar preguntamos si el haber fumado durante toda su vida podía haber contribuido en algo; la nicotina puede causar un oscurecimiento de la visión (una ambliopía), y a veces una acromatopsia, pero ello se debe principalmente a sus efectos en las células de la retina. Pero el problema principal era claramente cerebral: quizá algunas diminutas zonas del cerebro del señor I. habían quedado dañadas como resultado de la conmoción cerebral; o quizá había sufrido una pequeña apoplejía después del accidente, e incluso puede que antes, siendo su desencadenante.

La historia de nuestros conocimientos en relación a la capacidad del cerebro para representar el color ha seguido un complejo curso en zigzag. Newton, en su famoso experimento del prisma de 1666, mostró que la luz blanca era compuesta, y que podía descomponerse y recomponerse en todos los colores del espectro. Los rayos que más se desviaban («los más refrangibles») se veían de color violeta, los menos refrangibles se veían rojos, y el resto del espectro estaba en medio. Los colores de los objetos, pensaba Newton, estaban determinados por la «copiosidad» con que reflejaban hacia el ojo cada rayo concreto. Thomas Young, en 1802, intuyendo que no había necesidad de que en el ojo existiera una infinidad de receptores distintos, cada uno de ellos sintonizado con una longitud de onda distinta (los artistas, después de todo, crean casi cualquier color que desean utilizando una paleta muy limitada de pinturas), postulaba que con tres tipos de receptores habría suficiente.
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La brillante idea de Young, expresada casualmente en el curso de una conferencia, fue olvidada, o quedó en letargo, durante cincuenta años, hasta que Hermann von Helmholtz, en el curso de su propia investigación de la visión, la resucitó y completó, de modo que ahora hablamos de la hipótesis de Young-Helmholtz. Para Helmholtz, igual que para Young, el color era expresión directa de las longitudes de onda de luz absorbidas por cada receptor, y el sistema nervioso simplemente servía de traductor: «La luz roja estimula fuertemente las fibras sensibles al rojo, y débilmente las otras dos, generando la
sensación
de rojo.»
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En 1884, el neurólogo Hermann Wilbrand, habiendo observado en su práctica clínica a muchos pacientes que padecían pérdidas visuales en mayor o menor grado —en algunos predominaba la pérdida de campo visual, en otros de la percepción del color y en otros de la percepción de la forma—, sugirió que debían de existir centros visuales distintos en la corteza visual primaria para las «impresiones de la luz», las «impresiones del color» y las «impresiones de la forma», aunque no tenía ninguna prueba anatómica de ello. Que la acromatopsia (e incluso la hemiacromatopsia) podía proceder, de hecho, de lesiones en partes del cerebro específicas fue confirmado por primera vez cuatro años después por el oftalmólogo suizo Louis Verrey. Describió a una mujer de sesenta y cinco años que, a consecuencia de una apoplejía que le había afectado el lóbulo occipital del hemisferio izquierdo, ahora veía todo lo que estaba situado en la mitad derecha de su campo visual en tonos de gris (la mitad izquierda permanecía normalmente coloreada). La oportunidad de examinar el cerebro de su paciente tras la muerte de ésta mostró que la lesión se reducía a una pequeña porción (las circunvoluciones fusiformes y linguales) de la corteza visual: ahí era, concluyó Verrey, donde «se encontraba el centro de la percepción cromática». La idea de que dicho centro podía existir, que cualquier parte de la corteza podía estar especializada en la percepción o representación del color, fue inmediatamente contestada, y siguió siendo contestada durante casi un siglo. Esta polémica tiene raíces muy profundas, tan profundas como la propia filosofía de la ciencia neurológica.

Locke, en el siglo
XVII
, había sostenido una filosofía «sensacionalista» (que era paralela al físicalismo de Newton): nuestros sentidos son instrumentos de medida, que registran para nosotros la realidad externa en términos de sensaciones. Oír, ver, todos los sentidos, los consideraba totalmente pasivos y receptivos. Los neurólogos de finales del siglo
XIX
se apresuraron a aceptar esta filosofía, y a adaptarle una anatomía especulativa del cerebro. La percepción visual se equiparó a «datos sensoriales» o «impresiones» transmitidos desde la retina hasta la zona visual primaria del cerebro, en una correspondencia exacta, punto por punto, y ahí se experimentaban, subjetivamente, como una imagen del mundo visual. Se suponía que el color era parte integral de esta imagen. Se creía que, desde el punto de vista anatómico, no había lugar para un centro separado encargado de la percepción cromática, ni, desde el punto de vista conceptual, para esa idea. De este modo, cuando Verrey publicó sus descubrimientos en 1888, constituyeron un desafío a la doctrina aceptada. Sus observaciones se pusieron en duda, sus pruebas se criticaron, sus exámenes se calificaron de defectuosos, aunque la verdadera objeción que había detrás de todas éstas era de naturaleza doctrinal.

Los detractores de Verrey pensaban que si no existía un centro separado para el color tampoco podía haber una acromatopsia aislada; de este modo, el caso de Verrey, y otros dos similares de la década de 1890, fueron rechazados de la conciencia neurológica, y la acromatopsia cerebral, como tema de estudio, casi desapareció durante los siguientes setenta y cinco años.
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No se encontrará otro caso hasta 1974.
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El propio señor I. mostraba una activa curiosidad respecto a lo que ocurría en su cerebro. Aunque ahora vivía exclusivamente en un mundo de claridad y oscuridad, le sorprendía mucho cómo ambas cambiaban según la iluminación; los objetos rojos, por ejemplo, que normalmente veía negros, se volvían más claros bajo los largos rayos del sol de la tarde, y eso le permitía inferir su color rojo. Ese fenómeno era muy marcado si la cualidad de la iluminación cambiaba repentinamente, como por ejemplo cuando se iluminaba una luz fluorescente, lo que causaba un cambio inmediato en el brillo de los objetos de la habitación. El señor I. comentó que ahora se encontraba en un mundo inconstante, un mundo cuyas luces y sombras fluctuaban con la longitud de onda de la iluminación, en asombroso contraste con la relativa estabilidad, la constancia, del mundo en color que había conocido anteriormente.
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Todo esto, naturalmente, es muy difícil de explicar en términos de la teoría clásica del color, de la idea de Newton según la cual existe una relación invariable entre la longitud de onda y el color, y se da una transmisión célula a célula de la longitud de onda desde la retina al cerebro y una conversión directa de esta información a color. Un proceso tan simple —una analogía neurológica con la descomposición y recomposición del color a través de un prisma— apenas podría explicar la complejidad de la percepción del color en la vida real.

Esta incompatibilidad entre la teoría clásica del color y la realidad sorprendió a Goethe a finales del siglo
XVIII
. Profundamente consciente de la realidad fenoménica de sombras coloreadas e imágenes persistentes coloreadas, de los efectos de contigüidad e iluminación sobre el aspecto de los colores, del coloreado y otras ilusiones visuales, pensó que eso debía ser el fundamento de una teoría del color y proclamó así su credo: «¡La ilusión óptica es la verdad óptica!» Lo que más interesaba a Goethe era la manera en que vemos los colores y la luz, la manera en que
creamos
mundos, e ilusiones, en color. Creía que esto no era explicable mediante la física de Newton, sino sólo mediante algunas reglas del cerebro aún no conocidas. Lo que estaba diciendo en realidad era: «La ilusión visual es una verdad neurológica.»

La teoría del color de Goethe, su
Farbenlehre
(que él tenía en igual consideración que todo su corpus poético), fue, por lo general, rechazada por todos sus contemporáneos, y desde entonces ha permanecido en una especie de limbo, considerada como una extravagancia, la seudociencia de un grandísimo poeta. Pero la propia ciencia no fue del todo insensible a las «anomalías» que Goethe consideraba primordiales, y Helmholtz, de hecho, dio conferencias elogiosas sobre Goethe y su ciencia en numerosas ocasiones, la última en 1892. Helmholtz era muy consciente de la «constancia del color», la manera en que se conservan los colores de los objetos, de modo que podemos categorizarlos y saber siempre qué estamos mirando a pesar de las grandes fluctuaciones en la longitud de onda de la luz que los ilumina. Las longitudes de onda que una manzana refleja en realidad, por ejemplo, variarán considerablemente dependiendo de la iluminación, aunque sin embargo seguiremos viéndola de color rojo. Estaba claro que esto no podía ser una mera traducción de la longitud de onda en un color determinado. Helmholtz pensaba que tenía que haber algún método de «dejar de lado la iluminación», y esto lo consideró una «inferencia inconsciente» o «un acto de apreciación» (aunque no se aventuró a sugerir dónde podía ocurrir esa apreciación). La constancia del color, para él, era un ejemplo especial de la manera en que generalmente alcanzamos la constancia perceptiva, construimos un mundo perceptivo estable a partir de un flujo sensorial caótico, un mundo que no sería posible si nuestras percepciones fueran simplemente reflejos pasivos de un estímulo impredecible e inconstante que empapa nuestros receptores.

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