Un barco cargado de arroz (33 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: Un barco cargado de arroz
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—Esta noche deberíamos ir a mi casa —soltó de pronto—. Te sorprenderá. Está todo limpio y organizado, ya verás. Creo que acabarás reformándome.

—Nunca me lo he propuesto.

—Bueno, la convivencia es una cuestión de pactos cuando se llega a cierta edad y experiencia. Pactaremos: yo me vuelvo más ordenado y tú no me cuentas crímenes sangrientos mientras estemos cenando un bistec.

—Lo siento.

—¡Estoy bromeando, Petra, por Dios!

—Lo sé, yo bromeaba también. ¿Lo pasaste bien la otra noche?

—Fue una fiesta fastuosa, con toda aquella mezcla antropológica: policías, jueces, señoras respetables, modernos de Manhattan... ¡me encantó! Debería haber llevado a alguno de mis pacientes para completar el panorama.

—Hablas como si se tratara de un zoológico.

—Oye, ¿te pasa algo?, estás muy picajosa.

—Nada especial, no me hagas caso, sólo estoy un poco cansada.

—Dormirás en mi casa, tratada a cuerpo de reina, con el desayuno llevado a la cama al despertar.

Le sonreí con cierto cansancio real. Apenas si nos conocíamos, no teníamos más intimidad que la que proporciona el sexo, pero él seguía empeñado en reproducir ficticiamente el grado de familiaridad que guardan entre sí las parejas largamente constituidas. Era incapaz de advertir que recreaba una situación inexistente. Estaba probablemente tan deseoso de quemar etapas hasta culminar en ese punto que llegaba a saltarse con rapidez lo que suele ser uno de los períodos más interesantes en cualquier relación prometedora: el coqueteo que perdura en los primeros tiempos, la mutua exploración, el descubrimiento de la personalidad del otro. ¿Tan solo se sentía?, ¿tanto necesitaba una relación de amistad amorosa?, ¿quién era yo para él?

Su casa había experimentado en efecto una mínima metamorfosis aparente. Los montones de revistas apiladas en cualquier parte habían desaparecido y los ceniceros se veían limpios de colillas. El resto permanecía igual: el trabajo era lo que prevalecía en el lugar: informes, libros de consulta, ficheros...

—¿Qué me dices?

—Todo en perfecto orden de revista.

—La señora de la limpieza se quedó acojonada ayer, pensaba que se había equivocado de piso. Y espera, espera y verás.

Tiró de mi mano hasta llevarme a su dormitorio. Sobre la cama había una colcha de aspecto nuevo y en el cabecero reposaba un cojín lleno de puntillas que no imaginaba dónde había podido comprar.

—¿Te gusta?, ¿a que produce una impresión hogareña?

—De lo más hogareña.

—Oye, no sé si me estás tomando el pelo o hablas de verdad, te veo tan poco entusiasmada...

Empecé a sentir una creciente exasperación.

—Vamos a ver, Ricard, decides desescombrar tu casa, renuevas la ropa y hasta compras un cojín, ¿qué se supone que debo hacer yo, saltar de alegría, ponerme a ronronear sobre las puntillas como si fuera un gato?

—Petra, son detalles que he cambiado por ti.

—Yo no te he pedido que lo hicieras.

Se cabreó.

—¡Las mujeres tenéis la habilidad de convertir en fastidiosa cualquier situación de placer! ¡No te estoy pidiendo que me pongas un diez en decoración, sólo quiero que te des cuenta de que, tras estos preparativos, hay una voluntad de cambiar, de que mi personalidad se adapte a una convivencia más de acuerdo con tus gustos!

—¿Supones que vamos a vivir aquí?

—¡No!, viviremos donde quieras, pero aquí al menos se respira un poco de paz. En tu casa siempre hay un teléfono sonando, alguien que te requiere para un caso, eso si no está tu detective gordo dando la tabarra por ahí.

—¡No es un detective gordo!

—¿Ah, no, pues qué es? ¡El típico guripa alimentado con patatas y chorizo!

Di media vuelta y me fui hacia el salón. Había perdido los nervios yo también. Ricard me seguía en plan belicoso.

—¡Estoy harta! ¿Tú crees que un amante se comporta como tú lo estás haciendo? Creí que había venido aquí para una noche de placer, y ¿con qué me encuentro?, con un tipo que me trata como a una amiga de la infancia y me enseña el cojincito cursi que compró en las rebajas. ¡Es el colmo!

—¿El cojincito cursi?

—¡Sí!, puede que Garzón sea el típico gorila relleno de grasa, ¡pero ese cojín es cursi, cursi, cursi a morir! Todo esto es absurdo. Me voy.

Recogí mi abrigo y el bolso y enfilé la salida, pero aún no me había liberado de todo mi encono, de modo que me volví hacia él y añadí:

—Quizá hay otros policías que te parecen mejor, como por ejemplo Yolanda. Ya vi cómo la mirabas el otro día.

—¿Yo, la miraba yo? ¿Es eso lo que te pasaba toda la noche, un vulgar ataque de celos?

La frase me restalló en los oídos como un latigazo ofensivo. Abrí los ojos de par en par, consciente de que salía fuego por ellos. Le hablé en voz baja rasgando las palabras con los dientes:

—El día que yo sienta celos de ti, Ricard, ese día preferiría que me arrancaran la piel antes de decírtelo.

Di el clásico portazo de bronca conyugal y eché escaleras abajo sin detenerme a llamar el ascensor. Estaba alterada y enormemente molesta conmigo misma. Entonces, cuando ya había alcanzado el tercer piso de aquella escalera vetusta y señorial, oí un grito, casi un alarido firme y cuartelado pronunciando mi nombre:

—¡¡Petra Delicado!!

Me quedé quieta, con la sangre helada, aquel tipo se comportaba como un auténtico loco. Oí cómo bajaba a toda velocidad. Cuando lo tuve delante jadeaba. Nos miramos frente a frente como dos desafiantes animales y entonces la luz automática se apagó. Sentí su cuerpo envolviendo el mío, su boca caliente bajando por mi cuello. Notaba su respiración alterada chocando contra mi pecho. Desfallecí de deseo y ya no existía en el mundo nada más que su loción de afeitar.

12

Sangüesa quería vernos con urgencia. Nos crecieron alas en la espalda. Garzón, con las suyas, parecía un Cupido voluminoso entrado en la edad de la razón.

—¡Joder, jefa, por la manera en que ha hablado el inspector, debe de haber encontrado algo sustancioso en Hacienda!

—Sabe que detesto que me llame jefa.

—¿Por qué?

—Es una horterada.

—Estamos a punto de resolver un caso con tres muertos y sólo se le ocurre decir eso.

—Nunca hay que perder las formas. Yo no lo hago jamás —mentí—. Y eso de que estamos a punto de resolver el caso lo dirá usted. Como nos metamos en un berenjenal de números y sean los números los que tienen que cantar...

—Números cantan, dice el refrán. Confíe en el inspector Sangüesa, es el mejor.

Torcí levemente el gesto. Temo los delitos económicos, donde puede que los números canten, pero es extremadamente difícil ponerles un definitivo punto final por medio de pruebas.

El informe de Sangüesa era tan contundente como fácil de entender: Arcadio Flores presentaba su declaración de la renta basándose en su salario como director técnico de la fundación Igualdad y Paz. Unas trescientas mil pesetas al mes. Todo absolutamente legal. No se podía encontrar en sus impresos ninguna referencia a las cantidades detalladas en los libros de contabilidad que encontramos en su casa. La F de las carpetas, obviamente, correspondía a la palabra «fundación».

—¡Hay que joderse! —exclamó el subinspector—. ¿Y qué coño es la fundación Igualdad y Paz?

Sangüesa nos pasó un papel.

—Aquí tenéis la dirección de la sede social y el NIF, de lo demás ya os encargaréis vosotros. Pero quiero deciros que el hecho de que ese sujeto trabajara para una fundación es muy prometedor.

—¿A qué te refieres?

—Las fundaciones son opacas fiscalmente y presentan un montón de ventajas económicas: libres de impuestos, presunción de buena fe, no hay socios, sedes a veces sólo nominales, responsables incontrolados, protegidas por el Estado, que no ejerce prácticamente control sobre ellas... En fin, que un desaprensivo podría utilizar perfectamente una fundación como tapadera para ocultar movimientos contables, impagados a la Seguridad Social o negocios ilegales.

—Increíble.

—Pues créetelo, Petra, porque es la verdad. Sólo tienen que presentar listas de inversiones en asuntos culturales o sociales, según sea la fundación, y nadie suele meter las narices ahí. Estamos seguros de que en muchas fundaciones hay abundante tela ilegal que cortar, pero como no nos ampara la ley, poco podemos hacer.

—¿Crees que esta fundación se dedica al timo?

—Las cuentas del tal Arcadio Flores podrían tener carácter personal. Es decir, el tío aprovechaba su puesto de director técnico y se montó un chiringuito por su lado.

—Ésa ha sido nuestra hipótesis de trabajo, pero ¿quién contrata como director técnico a un tío con antecedentes como timador?

—Hay tres posibilidades. Una, que el contratador no supiera nada de ese pasado. Otra, que el contratador, ya que se trata casi con toda seguridad de una fundación de caridad, quisiera darle una oportunidad al contratado para su rehabilitación.

—Y la tercera, que el contratador tuviera algo que ocultar, para lo cual le venía de perlas alguien con un pasado poco claro que nunca iría a denunciarlo a la policía.

—Tú lo has dicho, querida colega. Sólo me queda desearos suerte. Si es un asunto de fundaciones con trastienda ilegal, os va a costar demostrar nada.

—Gracias, Sangüesa, eres el absoluto
number one.

—Olvídalo, Petra. Como diría un gilipollas: cumplo con mi deber.

Nos dejó solos y sumidos en unos momentos de confusión.

—¿Qué le parece, inspectora?

—Tiene sentido. La fundación contrata a Arcadio Flores y éste monta una red de timos de caridad.

—Y de paso se embolsa algunos donativos de la propia fundación que debería haber dedicado a los pobres.

—Cierto, pero como no es un hombre de luces excesivas, necesita alguien a su vez que le lleve el garito y las cuentas.

—Y ese alguien es nuestro primer muerto, el célebre Tomás
el Sabio
. Un hombre inteligente y racional que sabe un rato de economía.

—Cuyo único defecto es su locura y marginación. Más tarde, algo le lleva a rebelarse contra Arcadio y jura que piensa destapar todo el pastel.

—Eso le cuesta la vida. Luego, el pobre señor Anselmo paga también con su vida porque lo ven hablando con nosotros y temen que sepa algo. Todo cuadra.

—Todo cuadraría si Arcadio Flores estuviera vivo, pero le recuerdo que no es así. Hay alguien más en todo esto.

—Se impone averiguar unas cuantas cosas sobre esa fundación.

Garzón leyó por primera vez el papel que Sangüesa nos había dado.

—Mire, inspectora, la sede social se encuentra en la calle Balmes, puede ser casualidad, pero si no me equivoco, el número está cerca del cruce con Sanjuanistas, donde pillaron a los dos tipos arrastrando el fiambre de Flores.

—Yo hace tiempo que dejé de creer en la casualidad, ¿y usted?

La fundación Igualdad y Paz figuraba a nombre de Adolfo Ayguals Escudero, un próspero empresario textil de la ciudad. A título personal, había creado la tal fundación para ejercer una labor filantrópica cuya acción recayera en gente pobre y marginada. La nómina de trabajadores era sólo de tres personas: dos secretarias y Arcadio Flores.

Tardamos exactamente dos minutos en plantarnos en el despacho de la fundación, pero una de las secretarias nos informó de que el señor Ayguals no iba demasiado por allí. Nos facilitó la dirección de su empresa Textiles Ayguals, S. A., cuyas instalaciones se encontraban en una zona de oficinas de la avenida Diagonal. Ya que estábamos in situ, les hicimos unas preguntas de las cuales la primera fue: ¿No habían echado de menos al señor Arcadio Flores? La secretaria más joven, que contaba los cincuenta, una mujer con pinta de despiste y vestido pasado de moda, contestó:

—Desde luego que sí. Hace días que no aparece. Se lo dijimos a don Adolfo y nos pidió que llamáramos a su casa, pero allí no estaba. Hasta un día fuimos a visitarlo. Tampoco abrió la puerta. Como no tiene familia... pensamos que se había ido de viaje y se le había olvidado avisar. Don Adolfo nos dijo que si al cabo de cuatro días no lo habíamos localizado, que llamáramos a la policía, pero lo dijo por decir, en realidad no pensamos que le hubiera sucedido nada.

—¿Qué horario de oficina tenía?

—¿Tenía?

—Arcadio Flores ha aparecido muerto, señorita. Nosotros somos policías.

Arrastró su butaca hacia atrás y se llevó las manos a la garganta. Inmediatamente empezó a temblar. La otra secretaria, que debía de estar a punto para la jubilación, fue inmediatamente a socorrerla.

—¡Virtudes, hija, por Dios!

La abanicó furiosamente con una carpetilla de papel. Garzón, siempre al quite, llenó con agua un vaso que estaba sobre la mesa.

—Es que es muy sensible, la pobre, y como nos han soltado semejante noticia a bocajarro... hubiera sido necesaria una pequeña preparación.

Miré a Garzón.

—Hágase cargo de ella un momento, subinspector.

Tomé a la secretaria que había quedado en buen estado y la llevé del brazo hasta un rincón de la oficina.

—No se preocupe por su compañera, está en muy buenas manos, el subinspector es diplomado en primeros auxilios. Conteste usted a mis preguntas, por favor.

—Yo también me encuentro bastante alterada.

—Lo superará. ¿Puede decirme cuáles eran los horarios de oficina de Arcadio Flores?

—El señor Arcadio no tenía un horario propiamente dicho. A veces venía y a veces no. Hacía mucho trabajo de calle. Por eso no nos alarmamos demasiado al faltar unos días.

—¿Qué entiende usted por trabajo de calle?

—¡El trabajo propio de la fundación, naturalmente! Visitaba a la gente necesitada, iba a las instituciones de caridad, repartía el dinero y diseñaba las campañas.

—¿Cómo se llama usted?

—Manuela Manzano.

—Muy bien, Manuela, me gustaría que se diera cuenta de que un interrogatorio policial no es una simple conversación. No me diga lo que es correcto decir por respeto a sus jefes o a la fundación. Debe decir la verdad.

—¡Estoy diciéndole la verdad!

—De acuerdo, ¿cree que el señor Flores podría haber estado incumpliendo sus obligaciones, o le parecía su comportamiento sospechoso, digamos... fuera de lo común?

Se quedó pensando un momento. Sin duda alguna estaba pasándolo mal.

—Verá... yo no soy quién para juzgar a mis semejantes, y el señor Arcadio siempre cumplía y era muy amable con nosotras, claro que...

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