—Si consiguiera vivir cien años no podría encontrar un solo anestesista decente. Nunca. No existe. ¡Estúpidos, jodidos mal nacidos, todos ellos!
Nos miramos unos a otros: esta vez era Herbie. Unas cuatro veces al año las culpas recaían sobre Herbie. Excepto en estas ocasiones, él y Conway eran buenos amigos. Conway lo ponía por las nubes, decía que era el mejor anestesista del país, mejor que Sonderick, del Brigham, mejor que Lewis, de la Mayo, mejor que nadie.
Pero cuatro veces al año Herbert Landsman era el responsable de una MSM, denominación en la jerga quirúrgica para la muerte en la mesa de operaciones. En la cirugía cardiaca esto sucedía con mucha frecuencia; a la mayoría de los cirujanos en un quince por ciento de los casos; a un hombre como Conway sólo en un ocho por ciento.
Porque Frank Conway era bueno. Sólo tenía un ocho por ciento de bajas; era un hombre con manos afortunadas, un hombre con tacto. Pese a su temperamento, sus berrinches, sus momentos de ira y destructividad. Una vez dio un puntapié a un microscopio y se calcularon los daños en cien dólares, pero nadie abrió la boca, porque Conway era un hombre con sólo un porcentaje de ocho.
Desde luego, en Boston se hablaba de cómo podía mantener este porcentaje, conocido entre los cirujanos como el «porcentaje de mortalidad». Decían que Conway evitaba los casos con complicaciones. Decían también que evitaba los casos «tronados», es decir geriátricos. Decían que Conway no hacía nunca innovaciones, ni pruebas, ni empleaba procedimientos peligrosos. Estos argumentos en el fondo eran del todo falsos. Conway mantenía el porcentaje de mortalidad bajo porque era un cirujano soberbio. Sencillamente por eso.
El hecho de que fuera también una persona como las demás se consideraba superfluo.
—Estúpidos, necios bastardos —decía Conway; echó una furiosa ojeada por la habitación—. ¿Quién está hoy de guardia?
—Yo —dije. Era el patólogo más antiguo del personal del turno de día. Todo tenía que pasar por mí—. ¿Quieres una mesa?
—Sí. Mierda.
—¿Cuándo?
—Esta noche.
Era una costumbre de Conway. En los casos de fallecimiento siempre hacía sus autopsias por la noche, a menudo muy tarde. Era como si quisiera contagiarse. Nunca permitía que estuviera nadie presente, ni siquiera sus internos. Algunos decían que lloraba mientras trabajaba. Otros decían que se divertía. El hecho es que nadie lo sabía realmente. Excepto Conway.
—Lo diré a la administración —dije—. Lo tendrán todo a punto.
—Sí. Mierda. —Dio un puñetazo sobre la mesa—. Una madre de cuatro, eso es lo que era.
—Advertiré a la administración para que lo preparen todo.
—Parada antes de llegar al ventrículo. Frío. Dimos masaje durante treinta y cinco minutos, pero nada.
—¿Cómo se llamaba? —pregunté. La administración necesitaría el nombre.
—McPherson —dijo Conway—. Señora McPherson.
Se volvió y se dirigió lentamente hacia la puerta. Pareció vacilar, con el cuerpo encorvado y los hombros abatidos.
—Jesús —dijo—, una madre de cuatro. ¿Cómo demonios se lo diré a él?
Levantó las manos, al estilo quirúrgico, con las palmas ante él, y miró sus dedos acusadoramente, como si lo hubieran traicionado. Supongo que en cierto sentido había sido así.
—Jesús —dijo Conway—. Debí dedicarme a la dermatología. Nadie muere en dermatología.
Abrió la puerta de un puntapié, y abandonó el laboratorio.
Cuando nos quedamos solos, uno de los internos de primer año, muy pálido, me preguntó:
—¿Siempre hace lo mismo?
—Sí —dije—. Siempre.
Me volví, y me quedé mirando el denso tránsito que circulaba lentamente bajo la llovizna de octubre. Habría sido más fácil sentir compasión por Conway si no hubiera sabido que su actuación era algo que hacía para sí mismo, una especie de ritual para desahogar su enojo cada vez que perdía un paciente. Supongo que lo necesitaba, pero, aun así, la mayoría de nosotros hubiera deseado que se pareciera más a Delong, de Dallas, que se ponía a hacer crucigramas en francés, o a Archer, de Chicago, que se hacía cortar el pelo siempre que se le moría algún paciente.
Conway no sólo interrumpía el trabajo del laboratorio sino que lo retrasaba. Por las mañanas esto era más grave, porque teníamos que examinar las muestras quirúrgicas y generalmente trabajábamos con prisas.
Di la espalda a la ventana y tomé la siguiente muestra. En el laboratorio tenemos una técnica para ir más aprisa: los patólogos, de pie ante unas mesas a la altura de la cintura, examinamos los tejidos destinados a la biopsia. Del techo cuelga un micrófono ante cada uno de nosotros, que se controla con un pedal. Esto nos permite tener libres las manos; cuando hay que hacer alguna observación, se pisa el pedal y se habla al micrófono; los comentarios quedan registrados en una cinta. Las secretarias los pasan después a las gráficas.
Había intentado dejar de fumar durante la semana anterior, y esta biopsia me alentó: era una protuberancia blanca en un pedazo de pulmón. La tarjeta rosa que lo acompañaba llevaba el nombre del paciente, quien ahora se encontraba en el quirófano con el pecho abierto. Los cirujanos esperaban el diagnóstico patológico antes de seguir adelante con la operación. Si se trataba de un tumor benigno, extraerían simplemente un lóbulo del pulmón. Si era maligno, extirparían todo el pulmón y los ganglios linfáticos.
Apreté el pedal.
«Paciente AO-cuatro-cinco-dos-tres-tres-seis. Joseph Magnuson. El tejido es una sección del pulmón derecho, lóbulo superior, que mide… —saqué el pie del pedal y lo medí— cinco centímetros por siete coma cinco centímetros. El tejido pulmonar es de color rosa pálido y crepitante.
[1]
La superficie pleural es suave y brillante, sin evidencia de material ni adhesiones fibrosas. Presenta un poco de hemorragia. Dentro del parénquima se encuentra una masa irregular, de color blanco, que mide… —medí la protuberancia— dos centímetros de diámetro aproximadamente; en su superficie cortada aparece blancuzca y dura. No hay cápsula fibrosa aparente, y hay algunas deformaciones en la estructura del tejido circundante. Impresión macroscópica… cáncer de pulmón, sugiere malignidad. Firmado, John Berry».
Corté una parte de la protuberancia blanca y la congelé rápidamente. Sólo hay un medio de tener certeza absoluta sobre la benignidad o malignidad del tejido, y éste es comprobando el resultado de la biopsia bajo el microscopio. La congelación rápida del tejido permite obtener una sección fina, que puede prepararse rápidamente. En cambio, para obtener una sección microscópica, normalmente se ha de pasar el material por seis o siete baños; a veces son necesarias seis horas y hasta días enteros. Los cirujanos no pueden esperar tanto.
Cuando el tejido estuvo congelado seccioné con el micrótomo, teñí la sección y la puse en la platina del microscopio. No fue necesario que la secara: bajo el objetivo se podía distinguir la red de tejido pulmonar formada dentro de los delicados sacos alveolares destinados al intercambio de gases entre la sangre y el aire. La masa blanca era algo distinto.
Pisé de nuevo el pedal.
«Examen microscópico, sección congelada. La masa blancuzca aparece compuesta de células del parénquima indiferenciadas que han invadido el tejido circundante normal. Las células son muy irregulares, con núcleo hipercromático y gran número de mitosis. Hay algunas células gigantes multinucleares. No hay ninguna cápsula claramente definida. Diagnóstico, cáncer maligno primario de pulmón. Observación: grado de antracosis en el tejido circundante».
La antracosis es la acumulación de partículas de carbón en el pulmón. Cuando una persona traga carbón, ya sea del humo de cigarrillos o de la suciedad de las ciudades, el cuerpo no se libera nunca más de él. Permanece para siempre en los pulmones.
Sonó el teléfono. Sabía que sería Scanlon abajo en el quirófano, meándose de impaciencia porque no le habíamos dado la respuesta en treinta segundos. Scanlon es como todos los cirujanos. Si no corta no es feliz. Odia tener que esperar, con el boquete que ha abierto en el individuo delante, el resultado del laboratorio patológico. Nunca se para a pensar que después de haber seccionado el tejido para una biopsia y haberlo puesto en un recipiente de acero, un ordenanza tiene que traerlo desde el ala quirúrgica del hospital hasta los laboratorios patológicos, antes de que nosotros podamos echarle una mirada. Scanlon tampoco piensa que hay once quirófanos más en el hospital que trabajan incesantemente desde las siete hasta las once de la mañana. Hay cuatro internos y patólogos trabajando durante estas horas, pero las biopsias nos desbordan. No podemos ir más deprisa; nos arriesgaríamos a hacer un diagnóstico erróneo.
Y eso no nos lo permitirían. Sólo quieren fastidiar, como Conway. Así tienen algo que hacer. Después de todo, los cirujanos tienen alguna manía persecutoria. O si no, pregunten a los psiquiatras.
Mientras me dirigía al teléfono, me saqué uno de los guantes de goma. Tenía la mano sudorosa; la sequé con la parte trasera de los pantalones y después cogí el receptor. Somos muy cuidadosos con el teléfono, pero a pesar de ello, al final del día está empapado de alcohol y formalina.
—Berry al habla.
—Berry, ¿qué pasa ahí?
Después de lo de Conway, sentí ganas de contestarle cuatro frescas, pero no lo hice. Dije solamente:
—Tiene usted un caso maligno.
—Me lo figuraba —dijo Scanlon, como si todo el trabajo del laboratorio patológico hubiera sido una pérdida de tiempo.
—Ya —dije y colgué.
Tenía una perentoria necesidad de fumar un cigarrillo. Sólo había fumado uno después del desayuno, y generalmente fumaba dos.
Al volver a mi mesa, vi tres muestras para la biopsia esperando: riñón, vesícula biliar y apéndice. Empezaba a calzarme de nuevo el guante cuando sonó la comunicación interior:
—¿Doctor Berry?
—¿Sí?
La comunicación interior tiene unos potentes receptores. Puede hablarse con un tono de voz normal desde cualquier punto de la habitación y la recepcionista lo oirá perfectamente. Los micrófonos están montados muy arriba, cerca del techo, porque generalmente los nuevos internos tienen la manía de gritar, sin saber lo sensible que llega a ser. Y destrozan los oídos de la recepcionista al otro extremo.
—Doctor Berry, su esposa al teléfono.
Me detuve, Judith y yo hemos llegado a un acuerdo: nada de llamadas por la mañana. Estoy siempre ocupado de las siete hasta las once, seis días a la semana, y a veces siete si alguien se pone enfermo entre el personal. Generalmente, ella cumple lo prometido. Ni siquiera me llamó cuando Johnny chocó con el triciclo contra la parte trasera de un camión y tuvieron que coserle quince puntos en la frente.
—Está bien —dije—, me pongo. —Me miré la mano. Tenía el guante a medio poner. Me lo volví a sacar y fui al teléfono—. ¿Sí?
—¿John? —su voz sonaba temblorosa. Hacía años que no la había oído así. Por lo menos desde que murió su padre.
—¿Qué pasa?
—John, acaba de llamar Arthur Lee.
Art Lee era un obstetra amigo nuestro; había sido padrino de nuestra boda.
—¿Ocurre algo?
—Ha llamado preguntando por ti. Se encuentra en un apuro.
—¿Qué clase de apuro?
Mientras hablaba hice una señal con la mano a un interno para que ocupara mi lugar. No podíamos detener el trabajo.
—No lo sé —dijo Judith—. Pero está en la cárcel.
Mi primer pensamiento fue que había algún error.
—¿Estás segura?
—Sí. Acaba de llamar, John. ¿Se trata de algo relacionado…?
—No lo sé —dije—. No sé más de lo que tú sabes. —Apoyé el receptor en el hombro y me saqué el otro guante; los tiré en un cubo—. Iré a verlo ahora mismo; tú tranquilízate, y no te preocupes. Es probable que sea algo de poca importancia. Quizá ha estado bebiendo otra vez.
—Está bien —dijo con voz apagada.
—No te preocupes —repetí.
—Está bien.
—Te llamaré pronto.
Colgué, me desaté el delantal y lo puse en el colgador que hay junto a la puerta. Después me dirigí a las oficinas de Sanderson, el jefe de los laboratorios patológicos. Tenía un aspecto muy respetable; a los cuarenta y ocho años, los cabellos se le empezaban a volver grises en las sienes. Poseía un rostro de aspecto pensativo y mandíbula saliente. Tenía tanto que temer como yo.
—Art está en la cárcel —dije.
Se encontraba a media revisión de un caso de autopsia. Cerró la carpeta.
—¿Por qué?
—No lo sé. Voy a verlo.
—¿Quieres que te acompañe?
—No —dije—, es mejor que vaya solo.
—Llámame cuando sepas algo —pidió Sanderson mirándome por encima de sus gafas de medio cristal.
—Lo haré.
Asintió. Cuando lo dejé, había abierto de nuevo la carpeta y estaba leyendo el caso. Si le había afectado la noticia no lo demostró. Pero eso era algo que Sanderson nunca hacía.
En el vestíbulo del hospital me puse la mano en el bolsillo para sacar las llaves del coche y entonces me di cuenta de que no sabía dónde estaba Art, así que me dirigí a información para llamar a Judith y preguntárselo. La recepcionista era Sally Planck, una rubia muy agradable cuyo nombre era motivo de innumerables bromas por parte de los internos.
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Llamé a Judith y le pregunté dónde estaba Art; no lo sabía. No había pensado en preguntárselo. Así pues, tuve que llamar a la esposa de Arthur, Betty, una hermosa y eficiente joven que había obtenido el título de doctora en Stanford, y que había trabajado hasta hacía pocos años en investigaciones bioquímicas en Harvard; sólo lo abandonó cuando tuvo su tercer hijo. Generalmente era una muchacha muy tranquila. La única vez que la vi alterada fue cuando George Kovacs se emborrachó y orinó en el patio.
Betty contestó el teléfono en un estado de agudo aturdimiento. Me dijo que Arthur estaba arrestado en la comisaría de la calle Charles. Se lo habían llevado de casa aquella mañana, cuando se disponía a marcharse a su consultorio. Los niños estaban muy excitados, y ella no les había dejado ir a la escuela aquel día, y ahora no sabía qué hacer con ellos. ¿Qué podía decirles, por Dios bendito?
Le sugerí que les dijera que se trataba de un error, y colgué.
Conduje mi Volkswagen fuera del aparcamiento reservado para los médicos, pasando entre brillantes Cadillacs. Los coches grandes eran propiedad de los médicos con consulta privada; los patólogos reciben el sueldo exclusivamente del hospital y no pueden permitirse tales lujos.