—¿Qué aspecto tenían esos muchachos? ¿Iban bien vestidos? ¿Qué clase de coches llevaban?
Ella meneó la cabeza:
—Eso fue lo peor; eran jóvenes, con aspecto de muchachos amables y educados. Si hubieran sido viejos maniáticos, podría comprenderse, pero apenas si tenían veinte años. Deberías haber visto sus rostros.
Terminamos de vendar a los niños y los hicimos salir de la habitación.
—Me gustaría ver las cartas que recibisteis —dije. En aquel momento, el pequeño Lee de un año de edad entró a gatas en la habitación. Sonreía y balbucía de satisfacción. Evidentemente, los pequeños trozos de cristal que brillaban en la alfombra le intrigaban.
—¡Eh! —dije al policía que estaba en la puerta—. ¡Agárrelo!
El policía bajó la vista. Había estado observando al niño en todo su recorrido. Se inclinó y paró al bebé cogiéndolo por sus piernas regordetas.
—Levántele —le dije al policía—. No le hará daño. De mala gana, el policía le levantó. Le sostenía como si estuviera enfermo. En su rostro se observaba la repugnancia: el hijo de un médico abortista.
Judith se dirigió hacia él, haciendo crujir los cristales con los zapatos. Tomó al bebé de los brazos del policía. El bebé, que no se daba cuenta de los sentimientos del policía, jugaba alegremente con los brillantes botones de su uniforme azul. No le gustó que Judith le apartara de aquellos botones.
Oí cómo el otro policía decía a la señora Lee:
—Mire usted, señora, recibimos amenazas continuamente. No podemos atender todas las llamadas al mismo tiempo.
—Pero nosotros llamamos cuando quemaron esa… esa cosa en el jardín.
—Eso es una cruz.
—Sé lo que es —dijo. Ya no lloraba, estaba anonadada.
—Vinimos tan rápidamente como nos fue posible —dijo el policía—. Ésa es la verdad, señora. Tan rápidamente como nos fue posible.
—Tardaron quince minutos —me dijo Judith—. Cuando llegaron, los jóvenes se habían marchado ya, y todos los cristales estaban rotos.
Me dirigí a la mesa y miré las cartas. Habían sido abiertas cuidadosamente y estaban ordenadas en un montón. La mayoría estaban escritas a mano, y algunas a máquina. Todas eran cortas; algunas no contenían más que una frase, y todas constituían una especie de maldición:
Sucios comunistas amantes de judíos, negros y asesinos. Vosotros y los de vuestra especie tendréis lo que os merecéis: hijos asesinos. Sois la escoria de la tierra. Quizá creáis que estáis en Alemania, pero no es así.
Sin firma.
Nuestro Señor y Salvador dijo: «Dejad que los niños se acerquen a mí». Ha pecado contra el Señor Jesús, nuestro Dios, y tiene que recibir el castigo de sus altísimas manos. Ruegue a Dios en su sabiduría y compasión infinitas.
Sin firma.
Las personas decentes y temerosas de Dios en esta comunidad no nos quedaremos tranquilos. Lucharemos contra usted y allí donde haya lucha. Le sacaremos de su casa, le sacaremos del país, hasta que nuestra comunidad sea un lugar decente donde podamos vivir.
Sin firma.
Te tenemos atrapado. Atraparemos a todos tus amigos. Los médicos creen que pueden hacer cualquier cosa: a) Tener grandes Cadillacs. b) Cobrar fortunas, c) Hacer esperar a los pacientes; que es por eso por lo que se llaman pacientes, porque esperan pacientemente, d) Pero tú eres un demonio. Te detendremos.
Sin firma.
¿Te gusta matar niños? A ver lo que sientes cuando te maten a los tuyos.
Sin firma.
El aborto es un crimen contra Dios, contra el hombre, contra la sociedad y contra el niño que habría de nacer. Si no se paga en la tierra, el Señor, con su infinita sabiduría, lo castigará con el fuego eterno del infierno.
Sin firma.
El aborto es peor que un crimen. ¿Qué le hicieron ellos? Conteste eso y verá como tengo razón. Por mí puede usted pudrirse en la prisión, y morirse toda su familia.
Sin firma.
Había una última carta, escrita con una letra femenina muy clara:
He oído hablar de su desgracia y lo siento. Sé que ése debe de ser un momento de prueba para todos ustedes. Sólo quiero decirle que le estoy muy agradecida por lo que hizo por mí el año pasado, y que creo en usted y en lo que hace. Es usted el médico más maravilloso que he conocido, y el más honrado. Ha hecho usted mi vida mucho más feliz de lo que habría sido a no ser por usted, y mi marido y yo le estamos eternamente agradecidos. Rogaré por usted todas las noches.
A
LLION
B
ANKS
.
La deslicé en el bolsillo. No quería que esa carta anduviera suelta por ahí. Oí voces detrás de mí.
—Bien, bien, bien. No está nada mal.
Me volví. Era Peterson.
—Mi esposa me llamó.
—Es curioso —dijo, dando un vistazo a la habitación; con todos los cristales rotos, la habitación se enfriaba a medida que caía la noche—. Vaya lío, ¿eh?
—Eso es lo que parece.
—Sí, claro —dijo, dando una vuelta por la habitación—. Un verdadero lío.
Observándole, tuve súbitamente una horripilante visión de un hombre uniformado, con pesadas botas, paseándose sobre ruinas. Era una visión vaga, no específica ni relacionada con ningún momento ni lugar concreto.
Otro hombre entró en la habitación. Llevaba un impermeable, y tenía una libreta en la mano.
—¿Quién es usted? —dijo Peterson.
—Curtis. Del
Globe
, señor.
—¿Quién le ha mandado a usted, muchacho?
Peterson miró a su alrededor. Sus ojos se detuvieron en mí.
—Eso no está bien —dijo Peterson—. No está nada bien.
—Es un periódico con buena reputación. Este muchacho dará una información exacta de los hechos. Con toda seguridad, usted no puede ponerle objeciones.
—Escuche —dijo Peterson—. Esta es una ciudad de dos millones y medio de habitantes, y el departamento de policía no tiene suficiente personal. No podemos investigar todas las quejas ni las amenazas de los lunáticos que se reciben. No podemos, ya que debemos dedicarnos a otras cosas, como dirigir el tráfico.
—La familia de un acusado —dije; era consciente de que el periodista me observaba con toda atención—. La familia de un acusado recibe amenazas por teléfono y por correo. La mujer y los niños pequeños. Ella tiene miedo. Ustedes no le han hecho ningún caso.
—Eso no es justo, y usted lo sabe.
—Entonces sucede algo gordo. Empiezan a quemar una cruz y a destrozar su casa. La mujer llama por teléfono pidiendo ayuda. Sus muchachos tardan quince minutos en llegar. ¿Dónde está la comisaría de policía más próxima?
—No viene al caso.
El periodista estaba escribiendo.
—Lo han calculado mal —dije—. Son muchos los ciudadanos de esta ciudad que se oponen al aborto, pero aún son más los que están contra la destrucción ilegal de la propiedad privada por una banda de delincuentes juveniles.
—No eran tales…
Me volví hacia el periodista:
—El capitán Peterson tiene la impresión de que los muchachos que quemaron la cruz y rompieron todas las ventanas de la casa no eran delincuentes juveniles.
—No es eso lo que quería decir —repuso Peterson rápidamente.
—Es eso lo que dijo —indiqué al periodista—. Además, quizá le interese a usted saber que dos de los niños recibieron ciertas heridas de consideración a causa de trozos de cristales que saltaron.
—Eso no fue lo que me dijeron —dijo Peterson—. Los cortes eran solamente…
—Creo que soy el único médico presente en este momento —dije—. ¿O quizá la policía trajo a un médico consigo cuando finalmente acudieron a la llamada de socorro?
Se quedó en silencio.
—¿Trajo un médico la policía? —preguntó el periodista.
—No.
—¿Pidieron ellos un médico?
—No.
El periodista escribía rápidamente.
—Le atrapé, Berry —dijo Peterson—, le atrapé por eso.
—Tenga cuidado. Está usted ante un periodista.
Sus ojos se me clavaron como puñales. Giró sobre sus talones.
—Por cierto —dije—, ¿qué medidas ha tomado la policía para prevenir que se repita la agresión?
Se quedó parado.
—Aún no se ha decidido.
—Asegúrese de explicar a este periodista lo infortunado de la situación y de darle a conocer su decisión de montar una guardia de veinticuatro horas —dije—. Asegúrese de eso para que la situación se aclare.
Se mordió los labios, pero sabía que lo haría. Eso era lo que yo quería, protección para Betty, y un poco de presión sobre la policía.
Judith se llevó nuestros niños a casa; yo me quedé con Betty y la ayudé a reparar provisionalmente las ventanas. Ello me llevó casi una hora, y a cada ventana que tapaba crecía mi mal humor.
Los niños de Betty estaban acostados, pero no querían dormir. Continuamente bajaban las escaleras y se quejaban de que les dolían los cortes, o que querían un vaso de agua. Sobre todo, el pequeño Henry se quejaba de que le dolía el pie; así pues, le saqué la venda para asegurarme de que no le había quedado clavado ningún trozo de cristal. Encontré que tenía una pequeña astilla clavada en la herida.
Allí sentado, con su pequeño pie en la mano, y Betty diciéndole que no llorara mientras le limpiaba la herida, me sentí súbitamente cansado. La casa olía a la madera quemada de la cruz. Hacía frío a causa de las ventanas rotas. Todo estaba en desorden; harían falta algunos días para dejarla como antes.
Y todo para nada.
Cuando terminé con el pie de Henry, volví a las cartas que Betty había recibido. Al leerlas, me sentí más cansado aún. Me preguntaba constantemente cómo habría personas capaces de hacer cosas así; qué es lo que esas personas pensarían. La respuesta obvia era que esa gente no pensaba nada. Simplemente, reaccionaba, como yo hubiera reaccionado, como todo el mundo reacciona.
Deseé de pronto que todo terminara. Quería que no hubiera más cartas, que las ventanas estuvieran arregladas, las heridas curadas, y que la vida corriera de nuevo por su cauce normal. Lo deseaba intensamente.
Llamé a George Wilson.
—Sabía que llamaría —dijo Wilson.
—¿Le apetece venir a una excursión?
—¿A dónde?
—A casa de J.D. Randall.
—¿Por qué?
—Para sacar sus trapitos al sol.
—Venga a buscarme dentro de veinte minutos —dijo, y colgó.
Mientras nos dirigíamos a South Shore, a casa de los Randall, Wilson dijo:
—¿Qué le ha hecho cambiar de parecer?
—Muchas cosas.
—¿Los muchachos?
—Un montón de cosas —repetí.
Durante un rato fuimos en silencio; después él dijo:
—Sabe usted lo que vamos a hacer, ¿no? Vamos a ponerles la soga al cuello a la señora Randall y a Peter Randall.
—Sí, está bien —dije.
—Creía que era un colega suyo.
—Estoy cansado.
—Yo creía que los médicos no se cansaban nunca.
—Déjelo ya, ¿quiere?
Era tarde, casi las nueve. El cielo estaba oscuro.
—Cuando lleguemos a la casa —dijo Wilson—, hablaré yo, ¿de acuerdo?
—Está bien —dije.
—Es mejor que hable uno que dos. Es mucho mejor.
—Puede usted aprovechar la ocasión para lucirse.
Sonrió.
—No le gusto a usted mucho, ¿verdad?
—No. No mucho.
—Pero me necesita.
—Eso es.
—Así pues, no tenemos más remedio que comprendernos mutuamente.
—Lo que realmente interesa es que haga usted su trabajo.
No recordaba exactamente dónde estaba la casa; así pues, reduje la marcha del coche al acercarnos. Cuando la encontré y estaba a punto de dar la vuelta al volante y entrar, me detuve. Delante de la casa había dos coches. Uno era el Porsche plateado de J.D. Randall. El otro era un sedán gris Mercedes.
—¿Qué pasa?
Apagué los faros y retrocedí un poco.
—¿Qué sucede? —dijo Wilson.
—No estoy seguro.
—Bien, ¿entramos o no?
—No —dije. Di marcha atrás hacia el otro lado de la calle, cerca de los arbustos. Desde allí podía ver con toda claridad la casa y ambos coches.
—¿Por qué no?
—Porque hay un Mercedes estacionado allí.
—¿Y qué?
—Peter Randall tiene un Mercedes.
—Mejor aún —dijo Wilson—. Así podremos hablarles a los dos a la vez.
—No, Peter Randall me dijo que le habían robado el coche.
—¿Ah, sí?
—Eso es lo que dijo.
—¿Cuándo?
—Ayer.
De pronto, recordé algo. Algo que me sorprendió súbitamente: el coche que había visto en el garaje de los Randall el día que había visitado a la señora Randall.
Abrí la puerta:
—Vamos.
—¿A dónde vamos?
—Quiero ver ese coche.
Salimos, bajo la oscuridad de la noche; el tiempo era húmedo y desagradable. Al dirigirnos hacia la casa, palpé la linterna en el bolsillo. Siempre la llevaba, desde los tiempos en que estaba de interno en el hospital. Me alegraba de tenerla ahora.
—¿Se da usted cuenta —murmuró Wilson— de que estamos traspasando los límites de una propiedad?
—Sí, me doy cuenta.
Nos apartamos de la gravilla que crujía bajo nuestros pies y caminamos por la húmeda hierba hacia la casa. Había luces en la planta baja, pero no podíamos ver el interior, porque todas las cortinas estaban echadas.
Llegamos hasta los coches y pisamos otra vez la gravilla. Los pasos nos parecieron muy ruidosos. Llegamos hasta el Mercedes y encendí mi linterna. El coche estaba vacío; no había nada en el asiento posterior.
Me detuve.
El asiento del conductor estaba empapado de sangre.
—Bien, bien —dijo Wilson.
Iba a hablar cuando oímos voces y una puerta que se abría. Retrocedimos otra vez hacia el césped y rápidamente nos deslizamos detrás de unos arbustos.
J.D. Randall salió de la casa. Peter estaba con él. Discutían en voz baja; oí a Peter decir: «Todo eso es ridículo», y a J.D.: «Demasiado meticuloso»; pero en realidad las voces eran inaudibles y no pudimos entender nada más. Llegaron hasta los coches. Peter se metió en el Mercedes y puso el motor en marcha. J.D. dijo: «Sígueme», y Peter asintió. J.D. subió al Porsche plateado y puso también su coche en marcha.
Una vez en la carretera, viraron a la derecha, dirigiéndose hacia el sur.
—Vamos —dije.
Fuimos rápidamente hacia mi coche, estacionado al otro lado de la carretera. Los otros dos coches estaban ya lejos; apenas podíamos oír los motores, pero advertimos las luces bajando la cuesta.