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Authors: Agatha Christie

Un crimen dormido (8 page)

BOOK: Un crimen dormido
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El doctor Kennedy era un hombre ya de edad, de grises cabellos y ojos astutos, que les miraban desde debajo de unas hirsutas cejas. Su mirada fue de uno al otro, con viveza.

—¿El señor Reed? ¿Su esposa? Siéntese aquí, señora Reed. Probablemente, es éste el sillón más cómodo. Bien. Les escucho.

Giles pasó a relatarle su historia, tal como acababa de prepararla.

Hacía poco que ellos se habían casado, en Nueva Zelanda. A su llegada a Inglaterra, donde su mujer viviera de niña, se había obstinado en localizar a los antiguos amigos y conocidos de la familia.

El doctor Kennedy se mantuvo rígido, muy serio. Mostrábase cortés, pero, desde luego, veíase que le irritaba aquella insistencia en reavivar sentimentalmente los antiguos lazos familiares.

—Y usted cree que mi hermana... mi media hermana... y probablemente yo mismo... tuvimos relación con ustedes, ¿no? —preguntó a Gwenda, en tono correcto, aunque levemente hostil.

—Ella era mi madrastra —explicó Gwenda—, la segunda esposa de mi padre. Por supuesto, no acierto a recordarla bien. ¡Era yo tan pequeña! Mi apellido de soltera era Halliday.

El hombre la miró fijamente... Y, de repente, una sonrisa iluminó su faz. Ahora se convirtió en otra persona. La distancia entre ellos, se había acortado notablemente.

—¡Santo Dios! —exclamó—. ¡No me digas que tú eres Gwennie!

Gwenda asintió, casi emocionada. El diminutivo cariñoso, largo tiempo olvidado, resonó en sus oídos con una tranquilizadora familiaridad.

—Pues sí, yo soy Gwennie.

—¡Válgame Dios! Y ahora hecha una mujer, ya casada. ¡El tiempo vuela, verdaderamente! Deben de haber pasado desde aquella época unos... quince años. No, más aún. Me imagino que tú no te acuerdas de mí, ¿eh?

Gwenda movió la cabeza a un lado y a otro.

—Ni siquiera me acuerdo de mi padre. Bueno, lo veo todo como una serie de confusos recuerdos...

—Naturalmente... La primera esposa de Halliday vino de Nueva Zelanda... Recuerdo que eso fue lo que él me dijo. Un hermoso país, ¿verdad?

—Es el país más hermoso del mundo..., si bien Inglaterra me gusta mucho.

—¿Es esto una simple visita... o pensáis quedaros por aquí? —El doctor Kennedy oprimió el botón de un timbre—. Ahora tomaremos el té.

Al presentarse la mujer que abriera la puerta, le dijo:

—Traiga té para los tres, por favor... Sírvanos también unas tostadas con mantequilla, o unas pastas, algo, en fin, con que acompañarlo.

La severa ama de llaves pareció echar al doctor Kennedy una mirada cargada de veneno, pero se limitó a responder, antes de retirarse:

—Sí, señor.

—Habitualmente, no tomo el té —señaló el doctor, vagamente—. Pero esto debe de celebrarse de alguna forma.

—Es usted muy amable —replicó Gwenda—. Pues no, no estamos en Inglaterra de paso. Hemos comprado una casa. —Hizo una pausa, añadiendo en seguida—: «Hillside».

El doctor Kennedy contestó con aire ausente:

—¡Oh, sí! En Dillmouth. Desde allí me escribieron.

—Es la más extraordinaria de las coincidencias. ¿No es así, Giles? —manifestó Gwenda, buscando el apoyo de su marido.

—En efecto. Es realmente asombrosa.

—La casa había sido puesta en venta —explicó Gwenda, apresurándose a agregar, ya que el doctor Kennedy le daba la impresión de no comprenderla bien—: Se trata de la misma casa en que vivimos muchos años atrás.

El doctor frunció el ceño.

—¿«Hillside»? Pero es que... ¡Ah, sí! Me enteré de que le habían cambiado el nombre. Se llamó en otro tiempo... No sé... ¿Estaré pensando en la misma casa que tú, la de la carretera de Leahampton, bajando hacia la población, la que queda a mano derecha?

—Sí.

—Ésa es, claro. Es chocante... ¡Y cómo se olvidan los nombres! Un momento. «Santa Catalina»... Tal era el nombre de la casa entonces.

—Y yo viví en ella, ¿verdad? —inquirió Gwenda.

—Sí, así es. —El doctor miró, divertido a Gwenda—. ¿Por qué has querido volver allí? Ese lugar no debe de encerrar para ti muchos recuerdos, seguramente.

—No. Sin embargo, me siento en la casa muy a gusto...

—Te sientes a gusto... —repitió el doctor.

Pronunció estas palabras sin darles una entonación especial. No obstante, Giles se preguntó de repente qué era lo que estaba pensando aquel hombre en tal momento.

—Yo esperaba que usted me hablara de aquella época —continuó diciendo Gwenda—. Deseaba oírle hablar de mi padre, de Helen, de todo lo demás...

Él adoptó una actitud reflexiva.

—Supongo que en Nueva Zelanda no estarían suficientemente informados. ¿Cómo iban a estarlo? Bueno, poco es lo que hay que contar. Helen, mi hermana, regresaba de la India en el mismo buque que tu padre. Éste había enviudado, quedándose solo, con su hija. Helen se compadeció de él, o se enamoró de él... Tu padre se enamoró de Helen. Es difícil explicar cómo suelen ocurrir ciertas cosas. Se casaron en Londres nada más llegar, yendo a Dillmouth. Yo ejercía mi profesión allí... Kelvin Halliday me pareció una buena persona, un hombre bastante nervioso, de aire un tanto deprimido... Con todo, me dieron la impresión de que se sentían felices... entonces.

El doctor guardó silencio unos momentos antes de agregar:

—No obstante, antes de que hubiera pasado un año, ella huyó con otro... ¿Sabías tú esto?

—¿En compañía de quién huyó? —preguntó Gwenda.

El doctor Kennedy fijó sus astutos ojos en la joven.

—No me lo dijo —explicó—. No solía confiarse a mí ella. Yo había visto, era inevitable... ciertos roces entre Helen y Kelvin. Ignoro su causa. Yo fui siempre un hombre de ideas fijas en determinados aspectos... Había creído siempre en la fidelidad marital. Helen no hubiera accedido nunca a contarme lo que estuviera en marcha. Yo había oído rumores... Pero no se mencionó jamás ningún nombre. Tenían con frecuencia invitados en casa, procedentes de Londres y de otras partes de Inglaterra. Me figuro que el causante de todo sería uno de ellos.

—¿No hubo divorcio?

—Helen no lo quiso. Es lo que me indicó Kelvin. Por tal motivo, quizás erróneamente, imaginé que había por en medio algún hombre casado. La mujer de éste, seguramente, sería católica.

—¿Qué actitud adoptó mi padre?

—Tampoco quería divorciarse de Helen.

El doctor Kennedy había pronunciado secamente estas últimas palabras.

—Hábleme de mi padre —solicitó Gwenda—. ¿Por qué decidió repentinamente enviarme a Nueva Zelanda?

Kennedy pensó la respuesta.

—Me parece que tus familiares de allí habían estado ejerciendo presiones en tal sentido. Tras el fracaso de su segundo matrimonio pensaría, tal vez, que era lo mejor que podía hacer.

—¿Por qué no me acompañó en aquel viaje?

El doctor Kennedy paseó la mirada por la repisa de la chimenea, en busca distraídamente de un limpiapipas.

—¡Oh, no sé! Ya no andaba muy bien de salud.

—¿Qué le pasaba? ¿De qué murió?

La puerta de la estancia se abrió, haciendo acto de presencia el ama de llaves, portadora de una bandeja repleta de cosas.

Allí había tostadas, mantequilla, un bote de mermelada... pero no pastas. El doctor Kennedy invitó a Gwenda a servir el té con un vago gesto. La joven obedeció. Repartidas las tazas, Gwenda cogió una tostada. El doctor, con una alegría más bien forzada, dijo:

—Bueno, ¿qué habéis hecho en esa casa? Supongo que habréis llevado a cabo en ella muchos cambios, numerosas mejoras... Para mí, seguramente será irreconocible... cuando la dejéis arreglada, a vuestro gusto.

—Hemos dado rienda suelta a nuestra imaginación con los cuartos de baño —admitió Giles.

Gwenda miró fijamente al doctor, preguntándole:

—¿De qué murió mi padre?

—No puedo decírtelo, querida. Lo único que sé es que llevaba algún tiempo con la salud quebrantada, y que ingresó en un sanatorio de la costa Oeste. Falleció un par de años más tarde.

—¿Dónde estaba emplazado el sanatorio exactamente?

—Lo siento. No me acuerdo. Lo único que sé es que estaba en una población de la costa oriental.

Ahora el doctor se mostraba claramente elusivo. Giles y Gwenda intercambiaron una mirada.

—Bueno, al menos, señor —medió Giles—, podrá decirnos dónde está enterrado. Gwenda, lógicamente, desea visitar su tumba.

El doctor Kennedy se inclinó sobre el hogar de la chimenea, limpiando su pipa con una navaja.

—Os voy a decir una cosa: creo que no debemos mirar demasiado al pasado. A mi juicio, el culto a nuestros predecesores constituye un error. Lo que importa es el futuro. Vosotros sois jóvenes, tenéis salud, estáis en unas condiciones óptimas para enfrentaros con el mundo. Pensad en el futuro. A nada conduce poner unas flores sobre la tumba de una persona a la que, prácticamente, no conociste, Gwenda.

Gwenda dijo, rebelde:

—Me gustaría ver la tumba de mi padre.

—En tal aspecto, no puedo serte útil —El doctor Kennedy adoptaba una actitud cortés, pero fría—. Ha pasado ya mucho tiempo desde todo eso y mi memoria deja mucho que desear. Perdí el contacto con tu padre tras su salida de Dillmouth. Creo que me escribió en una ocasión desde el sanatorio... Me parece, como ya te he indicado, que éste se hallaba situado en la costa oriental del país. Sin embargo, no tengo una seguridad absoluta. No tengo la menor idea acerca del sitio en que fue enterrado.

—¡Qué extraño! —exclamó Giles.

—No, no hay nada extraño en ello. Helen era nuestro único lazo de unión. Siempre quise mucho a Helen. Era hermanastra mía y yo le llevaba muchos años. Hice lo posible para que se educara bien. Procuré que fuera a los mejores colegios... Señalaré que Helen no fue nunca una joven de carácter estable. Hubo sus más y sus menos una vez por sus relaciones con un muchacho verdaderamente indeseable. Logré librarla de aquel conflicto. Luego, decidió irse a la India y casarse con Walter Fane. Aquí iba bien. Era una gran joven, hijo del abogado más conocido de Dillmouth. Pero, francamente, resultaba bastante soso. Él siempre había sentido adoración por Helen, quien apenas le hacía caso. Luego, cambió de opinión, decidiendo trasladarse a la India y convertirse en su esposa. Al verle de nuevo, todo quedó en nada. Me telegrafió pidiéndome dinero. Quería regresar. Se lo envié. En el buque, ya de vuelta, conoció a Kelvin. Contrajeron matrimonio antes de que yo me enterara de lo que sucedía. La especial manera de ser de mi hermanastra explica por qué Kelvin y yo no seguimos en contacto tras su huida —De pronto, Kennedy preguntó—: ¿Dónde se encuentra Helen ahora? ¿Puedes decírmelo? Me gustaría verla.

—No lo sabemos —objetó Gwenda—. No sabemos nada sobre su paradero.

—¡Oh! Yo me figuré, a causa de vuestro anuncio... —El doctor miró alternativamente a sus visitantes, con repentina curiosidad—. Decidme, ¿por qué pusisteis el anuncio?

Gwenda respondió:

—Queríamos ponernos en contacto...

La joven guardó silencio de pronto.

—¿Con una persona a la que tú apenas recuerdas?

Gwenda manifestó, rápidamente:

—Pensé que... de poder entrar en contacto con ella... me hablaría de mi padre... sabría cosas de éste...

El doctor Kennedy se mostraba muy perplejo.

—Ya, ya. Te comprendo. Lamento no poder ayudarte. La memoria con los años, ya se sabe... Han pasado, además, muchos años.

Medió Giles en la conversación.

—Bueno, al menos usted sabrá en qué clase de sanatorio estaba el padre de Gwenda... ¿Era un sanatorio antituberculoso?

El doctor Kennedy adquirió nuevamente ahora una pétrea expresión.

—Sí, me parece que sí.

—Pues entonces será fácil localizar el establecimiento sanitario. Muchas gracias, señor, por todo lo que nos ha contado.

Dicho esto, Giles se puso en pie, imitándole Gwenda.

—Muchas gracias por habernos recibido —dijo la joven—. ¿Irá a vernos en alguna ocasión a «Hillside»?

Salieron del estudio. Gwenda volvió la cabeza en determinado momento, observando al doctor Kennedy de pie junto a la chimenea, pasándose un dedo por su grisáceo bigote, con un claro gesto de preocupación.

—Este hombre sabe algo, algo que no ha querido decirnos —declaró Gwenda cuando subieron al coche—. Aquí hay una cosa rara... ¡Oh, Giles! Ojalá no hubiéramos empezado con esto...

Gwenda y Giles se miraron mutuamente, poseídos de un extraño temor.

—Miss Marple estaba en lo cierto —dijo ella—. Mejor habría sido desentendernos por completo del pasado.

—No tenemos por qué seguir —contestó Giles, titubeante—. Probablemente, mi querida Gwenda, lo mejor que podemos hacer es desentendernos de todo ahora mismo.

Gwenda denegó con la cabeza.

—No, Giles. Ya no podemos proceder así. Nos pasaríamos el resto de nuestras vidas haciendo especulaciones. Hemos de seguir adelante forzosamente... El doctor Kennedy no ha querido hablar para no resultarnos desagradable... Su atención, sin embargo, no tiene nada de bueno. Hemos de continuar haciendo averiguaciones para enterarnos de qué fue lo que realmente sucedió. Incluso en el caso de que... de que fuera mi padre quien...

La joven ya no pudo seguir hablando.

Capítulo VIII
 
-
La obsesión de Kelvin Halliday

A la mañana siguiente, Gwenda y Giles se encontraban en el jardín cuando salió la señora Cocker para decir a este último:

—Perdone, señor. Le llaman por teléfono. Es el doctor Kennedy, me ha dicho el comunicante.

Giles se separó de Gwenda, que en aquellos instantes consultaba algo con Foster. Entró en la casa, dirigiéndose al teléfono.

—Giles Reed al habla.

—Soy el doctor Kennedy. He estado pensando en nuestra conversación de ayer, señor Reed. Me he acordado de ciertos hechos que a mi entender usted y su esposa deberían conocer. ¿Estarán en casa esta tarde?

—Desde luego. ¿Desea venir a vernos? ¿A qué hora?

—¿A las tres, por ejemplo?

—Perfectamente.

En el jardín, el viejo Foster preguntó a Gwenda:

—¿Es el mismo doctor Kennedy que vivió en otro tiempo en West Cliff?

—Supongo que sí. ¿Le conoció usted?

—Se le tenía por el mejor médico de por aquí, aunque el doctor Lazenby era más popular. Éste siempre sonreía y tenía a flor de labios una palabra agradable. El doctor Kennedy sólo hablaba lo indispensable, era muy seco... Ahora, conocía bien su oficio.

—¿Cuándo dejó de ejercer su profesión?

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