Un día de cólera (6 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Histórico

BOOK: Un día de cólera
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—Pues ahí está la Armería Real —responde guasón Mor de Fuentes, señalando el edificio.

El cerrajero se acaricia el cuello, pensativo. Ha tomado la chanza al pie de la letra.

—No lo diga usted dos veces. Si la gente se anima, descerrajo la puerta. Es mi oficio.

El otro lo observa fijamente para averiguar si habla en serio. Luego mira a un lado y a otro con aire incómodo, mueve la cabeza y se aleja, paraguas bajo el brazo, mientras el cerrajero se queda dándole vueltas a lo de la Armería Real. Mejor olvidarlo de momento, concluye. De cualquier modo, con armas o sin ellas, Blas Molina Soriano, a sus cuarenta y ocho años, es el más fervoroso partidario que el rey de España tiene en Madrid. Las razones del culto exaltado que profesa a la monarquía son complejas, y a él mismo se le escapan. Más tarde, en un detallado memorial elevado al rey sobre su participación en los sucesos del 2 de mayo, se definirá como
«ciego apasionado de V.M y la Real Familia»
. Hijo de un ex soldado de caballería servidor del infante don Gabriel, la Casa Real le costeó el examen de cerrajero. Desde entonces, la gratitud de Molina lo lleva al extremo de vérsele, con muestras de extrema devoción, en cada aparición pública de los Borbones. Sobre todo junto a Fernando VII, a quien adora con lealtad perruna: se le ha visto correr a pie junto a su caballo por el Prado, la Casa de Campo y el Buen Retiro, llevando una cubeta con agua fresca por si al joven rey se le antojaba beber de ella. El momento más feliz de su existencia lo vivió Molina a principios de abril, cuando tuvo la dicha de indicar a Fernando VII el camino del parque de Monteleón, que el monarca buscaba sin más escolta que un sirviente. Allí, aprovechando la coyuntura, el cerrajero se coló con mucho desparpajo acompañando a la persona real, y pudo admirar el depósito de cañones, armas y municiones del parque de artillería; sin sospechar que el recuerdo de esa casual visita está hoy a punto de tener importancia decisiva —literalmente de vida y muerte— en la historia de Blas Molina y de muchos otros madrileños.

Con tales antecedentes, nadie que conozca al apasionado cerrajero se sorprendería de hallarlo esta mañana en la plaza de Palacio, como se le vio durante el motín de Aranjuez al frente de un grupo de alborotadores que pedían la cabeza de Godoy, o durante los sucesos de ayer domingo, lo mismo abucheando a Murat a la salida de misa y en la revista del Prado, que vitoreando, con otras diez mil personas, al infante don Antonio a su paso por la puerta del Sol. Según Molina ha contado a sus amigos, no le llega la camisa al cuerpo con los infernales gabachos dentro de Madrid, y está dispuesto a hacer cuanto esté en su mano por preservar a la familia real de las intenciones francesas. A tal efecto ha pasado buena parte de la noche apostado en una esquina de la calle Nueva, vigilando por su cuenta los correos que entraban y salían de la residencia de Murat en la plaza de Doña María de Aragón, y llevando luego, diligente, esos informes a la Junta de Gobierno, sin descorazonarse aunque nadie le hiciera caso y el portero lo mandase cada vez a paseo. Ahora, tras descabezar un breve sueño en su domicilio, y dejando a su mujer asustada y llorosa por verlo en tales pasos, el inquieto cerrajero acaba de confirmar sus aprensiones. En lo que a él se refiere, la reina viuda de Etruria puede irse con viento fresco donde más aproveche: todos saben que es afrancesada y quiere acompañar a sus padres en Bayona, así que con su pan gabacho se lo coma. Pero arrebatar al infantito, último de la familia que, con su tío don Antonio, queda en España, es crimen de lesa patria. De modo que, junto al carruaje vacío que aguarda frente a la puerta del Príncipe, que tan mala espina le da, el humilde cerrajero, espontáneo adalid de la monarquía española, decide impedirlo, aunque sea él solo y con las manos desnudas —ni siquiera lleva navaja, pues su mujer, con mucho sentido común, se la ha quitado antes de salir—, mientras le quede una gota de sangre en las venas.

Así que, sin pensarlo dos veces, Blas Molina traga saliva, se aclara la garganta, da unos pasos hacia el centro de la plaza y empieza a gritar «¡Traición! ¡Se llevan al infante! ¡Traición!», con toda la fuerza de sus pulmones.

2

Todavía no son las nueve de la mañana cuando el teniente Rafael de Arango llega al parque de Monteleón, llevando en un bolsillo de la casaca las dos órdenes del día. Una la ha recogido en el Gobierno Militar y otra en la Junta Superior de Artillería, y ambas coinciden en establecer que las tropas sigan confinadas en sus cuarteles y se evite, a toda costa, confraternizar con el paisanaje. Al texto escrito de la última, el coronel Navarro Falcón ha añadido, de palabra, algunas instrucciones complementarias.

—Mucha mano izquierda con los franceses, por el amor de Dios… En cuanto a decisiones por su cuenta y riesgo, ni se le ocurra. Y al menor problema, avíseme corriendo para que le mande a alguien.

El medio centenar de paisanos congregados delante del parque no es todavía un problema, pero puede serlo. La idea abruma al joven teniente, pues con su baja graduación está a punto de asumir, hasta que llegue alguien de rango superior —Arango fue el primer oficial que se presentó esta mañana en la Junta—, la responsabilidad del principal depósito de artillería de Madrid. Así que procura adoptar una expresión impasible cuando, disimulando la inquietud, camina entre los grupos que se apartan a su paso. Por fortuna, la actitud de éstos es razonable. En su mayor parte son vecinos del barrio de Maravillas, artesanos, pequeños comerciantes y criados de las casas cercanas, y entre ellos se cuentan varias mujeres y parientes de los soldados del parque, antiguo palacio de los duques de Monteleón cedido para uso militar. En torno al oficial se desatan comentarios exaltados o impacientes, un par de vivas al arma de artillería y algún vítor más fuerte, coreado por todos, al rey Fernando VII. Tampoco faltan insultos a los franceses. Algunos de los congregados piden armas, pero nadie les hace coro. Todavía.

—Buenos días, mesié le capitén.


Bonjour, lieutenant
.

Apenas pasa bajo el arco de ladrillo, tejas y hierro forjado de la entrada principal, Arango se topa con el capitán francés que manda el destacamento de setenta y cinco soldados del tren de artillería imperial, un tambor y cuatro subalternos, que vigilan la puerta, el cuartel, las cuadras, el pabellón de guardia y la armería. El español se lleva la mano al pico del sombrero y el otro responde con irritada desgana: está nervioso, y sus hombres, más. Esos de afuera, le dice a Arango, llevan un rato insultándolos, así que está dispuesto a dispersarlos a tiros.

—Si no se magchan de la puegta,
j’ordonne les tirer dessus
… Pum, pum…
Comprenez
?

Arango comprende demasiado bien. Aquello desborda las instrucciones que le dio su coronel. Desolado, mira en torno y estudia las expresiones preocupadas en los rostros de la escasa tropa española que tiene a sus órdenes: dieciséis artilleros entre sargentos, cabos y soldados. Ni siquiera van armados, pues hasta los fusiles que hay en la sala de armas están sin munición ni piedras de chispa en las llaves de fuego. Indefensos, todos, frente a aquellos franceses con la mosca tras la oreja y armados hasta los dientes.

—Voy a ver qué puede hacerse —le dice al capitán de los imperiales.


Je vous donne
quinse minutos.
Pas plus
.

Alejándose del francés, Arango llama a sus hombres aparte. Están confusos, e intenta tranquilizarlos. Por suerte se encuentra con ellos el cabo Eusebio Alonso, un veterano sereno, disciplinado y muy de fiar, al que conoce. Así que lo manda a la puerta con instrucciones de calmar a los paisanos y procurar que los centinelas franceses no hagan una barbaridad. En tal caso no podrá responder de la gente de afuera, ni de sus hombres.

Frente a Palacio, las cosas se han complicado. Un gentilhombre de la Corte, a quien desde abajo nadie puede identificar, acaba de asomarse a un balcón del edificio para unir sus gritos a los del cerrajero Blas Molina. «¡Se llevan al infante!», ha voceado, confirmando los temores de la gente que se congrega alrededor del coche vacío, y que ahora pasa de las sesenta o setenta personas. Es menos de lo que necesita Molina para dar el paso siguiente. Fuera de si, seguido por algunos de los más exaltados y por la mujer alta y bien parecida, que agita un pañuelo blanco para que los centinelas no disparen, el cerrajero se precipita hacia la puerta más próxima, la del Príncipe, donde los soldados de Guardias Españolas, perplejos, no le impiden el paso. Sorprendido del éxito de su iniciativa, Molina anima a los que lo siguen a continuar adelante, da un par de vivas a la familia real, vuelve a gritar «traición, traición» con voz atronadora, y envalentonado al comprobar que muchos corean sus consignas, sube por las primeras escaleras que encuentra, sin otra oposición que la de un uniformado, el exento de Guardias de Corps Pedro de Toisos, que le sale al paso.

—¡Por Dios!… ¡Esténse ustedes quietos, que ya tenemos quien nos guarde las espaldas!

—¡Un carajo! —vocea Molina, apartándolo—. ¡Las espaldas las guardamos nosotros!… ¡Mueran los franceses!

Inesperadamente, mientras el cerrajero avanza seguido por sus incondicionales, en el rellano de la escalera aparece un niño de doce años, vestido de corte y acompañado de un gentilhombre y cuatro Guardias de Corps. La mujer alta, que sigue tras Molina, da un grito: «¡El infante don Francisco!», y el cerrajero se detiene en seco, desconcertado, al verse ante el chiquillo. Luego, rehaciéndose con su habitual desparpajo, hinca una rodilla en los peldaños de la escalera y grita: «¡Viva el infante! ¡Viva la familia real!», coreado por sus acompañantes. El niño, que había palidecido al ver el tumulto, recobra el color y sonríe un poco, lo que aviva el entusiasmo de Molina y su gente.

—¡Arriba, arriba! —gritan—. ¡A ver al infante don Antonio!… ¡De aquí no sale nadie!

Y así, en tropel salpicado de vítores y mueras, Molina y los suyos se precipitan a besarle las manos al niño y lo llevan casi en volandas, con su escolta, hasta la puerta del gabinete de su tío don Antonio. Una vez allí, respondiendo a unas palabras que el gentilhombre que lo acompaña desliza en su oído, el chico, con una serenidad admirable para sus pocos años, agradece a Molina y a los otros sus desvelos, asegura que no viaja a Bayona ni a ninguna parte, les ruega que bajen a la plaza a tranquilizar a la gente, y promete que en un momento se asomará a un balcón para contentarlos a todos. El cerrajero duda un instante, pero comprende que es aventurado ir más allá, sobre todo porque en la escalera resuenan las pisadas de un piquete de Guardias Españolas que sube a toda prisa para despejar la situación. Así que, satisfecho y decidido a no tentar más la suerte, convence a quienes lo siguen de que eso es lo razonable, se despide del infante con muchos vivas y reverencias, baja las escaleras con su séquito saltando los peldaños de cuatro en cuatro, y regresa a la plaza, triunfante y feliz como si llevara la faja de capitán general, justo cuando don Francisco de Paula, que cumple como un joven caballero, sale entre grandes aplausos al balcón que hace escuadra en la rinconada de Palacio, saludando con la cabeza en señal de gratitud y haciendo muchos besamanos al pueblo allí congregado, que pasa ya de las trescientas personas, entre ellas algunos soldados sueltos del regimiento de Voluntarios de Aragón, con más gente acercándose de las casas vecinas y otra asomada a los balcones.

En ese momento vuelve a complicarse todo. Muy cerca del cerrajero Molina, José Lueco, vecino de Madrid y fabricante de chocolate, está junto al carruaje que sigue detenido en la puerta del Príncipe, ocupado sólo por el cochero y el postillón. En el tumulto, y mientras el infante se asomaba al balcón, Lueco acaba de cortar con su navaja, ayudado por Juan Velázquez, Silvestre Álvarez y Toribio Rodríguez —el primero mozo de mulas y los otros mozos de caballos del conde de Altamira y del embajador de Portugal—, las riendas del tiro del carruaje.

—¡En éste no se lo llevan! —gallea Lueco.

—Antes muertos —apunta Velázquez.

—Que esclavos —remacha Rodríguez.

La gente los aplaude como a héroes. Alguno intenta, incluso, desjarretar a las mulas. En ese mismo instante, y cuando aún no han cerrado las navajas, entre la multitud aparecen dos uniformes franceses, uno de soldado de infantería ligera y otro blanco y carmesí con muchos cordones y entorchados, que viste el jefe de escuadrón Armand La Grange, ayudante del duque de Berg; quien al ver el revuelo desde la terraza de su cercana residencia del palacio Grimaldi, lo envía con un intérprete a ver qué sucede. Y se da la circunstancia de que La Grange, veterano pese a su juventud y hombre de puntillo aristocrático, que por temperamento detesta a la chusma, se abre paso a empujones camino de la puerta del Príncipe, con mucho valor o mucho desprecio. Con muy malas maneras, en suma, y con la soberbia de quien se mueve por terreno propio. Hasta que, para su infortunio, se topa con José Lueco y los compañeros.

—Vas a empujar —le dice éste— a la cochina gabacha que te parió.

El edecán de Murat no conoce una palabra de español, pero el intérprete se lo traduce. Además, las navajas abiertas y las caras de quienes las empuñan hablan solas. Así que da un paso atrás y mete mano al sable de caballería que lleva al cinto. El soldado lo imita, la gente abre corro venteando refriega, y en ésas aparece el cerrajero Molina, que a la vista de los uniformes renueva sus gritos:

—¡Matadlos! ¡Matadlos!… ¡Que no pase ningún francés!

En menos de lo que tarda en decirlo, todos se precipitan sobre La Grange y el intérprete, los zarandean, desgarran su ropa, y habrían sido descuartizados allí mismo de no interponerse el exento de Guardias de Corps Pedro de Toisos. Con mucha presencia de ánimo, Toisos llega a la carrera y logra poner aparte al ayudante de Murat y al soldado, haciéndoles envainar los sables mientras ordena a Lueco y a los otros que guarden las navajas.

—¡No derramemos sangre!… ¡Piensen en el infante don Francisco, por el amor de Dios!… ¡No deshonremos este sitio!

Su uniforme y su autoridad contienen un poco los ánimos, dando tiempo a que un piquete de veinte franceses, que viene a toda prisa por la calle Nueva, ponga a recaudo a sus compatriotas, retirándose con ellos entre un círculo de bayonetas. Esto enfurece a Blas Molina, que ve escapársele la presa y da voces incitando a la gente a no dejarlos ir. En ese momento aparece en la puerta de Palacio el ministro de la Guerra, O’Farril, que sale a echar un vistazo. Y como el cerrajero le grita sin ningún respeto en las narices, el ministro, descompuesto, le da un empujón, queriendo apartarlo de allí.

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