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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga, #Policíaco

Un final perfecto (21 page)

BOOK: Un final perfecto
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Kathy hace unas buenas mamadas. Llámala al 555-1729.

A tomar por kulo la clase de 2009. Gilipollas.

Querré a S para siempre.

Estaba a punto de volverse cuando se fijó en un pequeño corazón dibujado en la pared. En el interior estaban las letras:

PT y L

Jordan contempló el dibujo como si fuera capaz de extraer alguna verdad con la mirada.

«PT —pensó—, no puede ser Pelirroja Tres.

»L no puede ser el Lobo.»

Negó con la cabeza. «No, habría sido LF porque así es como firmaba las cartas. Se estrujó la memoria. ¿No hay un tal Peter Townsend en esa residencia de chicos? ¿No estaba locamente enamorado de Louise el semestre pasado?

»Tiene que ser eso.»

Pero intentar convencerse de que todo estaba bien le parecía una mentira flagrante. Le entró frío, dio media vuelta y se encaminó hacia su residencia. Tenía la sensación sobrecogedora de que el Lobo estaba justo detrás de ella, escondido en ese lugar y filmándola otra vez como si se hubiera materializado por entre las sombras en cuanto se había dado la vuelta. Le ardía la nuca. Por descabellada que pareciera la idea, estuvo a punto de sobrecogerla. Le sobrevino un miedo frenético y estuvo a punto de echar a correr. Pero, en cambio, Jordan se obligó a aminorar la marcha y caminar a buen ritmo. «Un pie delante del otro», se dijo. Como un soldado, le entraron ganas de cantar algún tema obsceno y estridente. Pero no era capaz de levantar la voz, así que Jordan empezó a susurrar con voz cantarina: «Yo no sé pero me han dicho, que los esquimales tienen en la polla un frío bicho. Izquierda, derecha, izquierda, derecha…» Esperó que su paso fuera tan desafiante como las palabras que no había sido capaz de pronunciar antes, aunque lo dudaba.

«Compórtate con normalidad.»

Sarah Locksley casi se rio al pensar que aquello habría significado tragarse unas cuantas pastillas y regarlas con vodka tibio. «Eso sería mi nueva normalidad no mi vieja normalidad.»

En cambio, se había pasado el día poniendo en orden su casa. Había recogido la basura y colocado las botellas de alcohol vacías en los cubos de reciclaje. Había aspirado las alfombras y fregado el suelo. La lavadora había funcionado ininterrumpidamente durante horas y había doblado y ordenado cada colada con esmero en sus correspondientes cajones. Limpió todas las encimeras y superficies de la cocina y encendió el mecanismo de autolimpieza del horno. La nevera había sido todo un reto, pero restregó hasta las gotas de leche derramada. Tiró la comida en malas condiciones en otra bolsa de basura y la dejó fuera. Abordó los cuartos de baño con un cepillo, limpiador y precisión militar, se agachó hasta que le dolió la espalda horrores pero consiguió que la cerámica y el acero inoxidable estuvieran relucientes. Y, en lo que le pareció una completa estupidez, cogió dos bolsas de basura y fue de ventana en ventana, de puerta a puerta desmantelando su sistema de seguridad de
Solo en casa
. Los cristales rotos que había desperdigado bajo todos los puntos de acceso tintinearon cuando se los llevó con la escoba y el recogedor.

No se atrevía a abrir las ventanas y airear la casa, aunque sabía que tenía que hacerlo. Una ventana abierta parecía una invitación al aire frío, los problemas y quizás algo peor.

Sarah tampoco fue capaz de entrar con un plumero en el estudio de su marido ni en el dormitorio de su hija. Permanecían cerrados.

«Normal» no podía ir más allá.

Cuando hubo restituido su casa a algo medianamente razonable, Sarah entró en la ducha y dejó que el agua caliente le corriera por el cuerpo mientras el calor se le iba filtrando por los músculos doloridos. Permaneció bajo el chorro casi como si fuera una estatua, incapaz de moverse, pero no inmóvil por la fatiga sino por la confusión. Cuando se enjabonó el pelo y el cuerpo, se sintió como si sus manos tocaran el cuerpo de alguien desconocido. Nada le resultaba familiar, ni la forma de sus pechos, el largo de sus piernas, los rizos del pelo. Cuando salió de la ducha, se quedó desnuda delante del espejo imaginando que observaba a una especie de gemela idéntica que nunca había conocido, separadas al nacer, pero que acababa de reaparecer en su vida de repente.

Se vistió con esmero y escogió unos pantalones recatados y un suéter de la hilera de ropa que había utilizado normalmente para ir a trabajar a la escuela. Cuando trabajaba y tenía esposo e hija ya le iban holgados. Ahora que no tenía nada de eso, le colgaban sobre el cuerpo por la pérdida de peso a causa de la depresión y se preguntó si alguna vez volverían a quedarle bien.

Encontró el sobretodo, sacudió un poco de polvo y buscó la cartera que usaba como bolso. Comprobó que el revólver de su esposo seguía en el interior.

—Normal no incluye ser imbécil —dijo en voz alta.

No estaba segura de que esta frase fuera cierta.

Sarah salió al exterior a la tenue luz de la tarde. Notó que le temblaban las manos y sabía que tenía miedo. Tenía unas ganas locas de pararse, comprobar la calzada arriba y abajo e inspeccionar su pequeño mundo por si veía alguna señal reveladora de la presencia del Lobo. Se sintió totalmente vulnerable cuando se contuvo de hacerlo.

«Normal —pensó— es no necesitar mirar en derredor con nerviosismo y preocuparse por cada paso que una da.»

Notó una oleada de frío en su interior cuando pensó que si su marido hubiera mirado en la dirección correcta, quizá…

Reprimió esa pequeña sensación de culpa.

Por el contrario, se dirigió rápidamente al coche y se situó al volante, comportándose como una persona que tenía un sitio adonde ir.

Lo tenía. Pero no era el tipo de viaje que encajara con una definición normal de rutina. El viaje era para combinar lo insistentemente común con la más profunda de las tristezas.

Su primera parada fue la mundana: el supermercado local. Cogió un carrito y lo llenó de ensaladas, fruta, carne magra y pescado. Compró agua embotellada y zumos naturales. Sarah se sentía un poco rara recorriendo los pasillos de comida sana. Hacía tiempo que no comía nada que tuviera valor nutricional alguno.

En la sección de floristería, cogió dos ramos de flores baratas y coloridas.

La cajera cogió la tarjeta de crédito de Sarah y la pasó por el lector, lo cual hizo que Sarah se sintiera avergonzada porque estaba segura de que el pago sería denegado. Cuando vio que estaba aceptado, se llevó una ligera sorpresa.

Dirigió el carrito cargado hasta el coche y mantuvo la vista fija en la descarga, armándose de valor para combatir el deseo de lanzar una mirada furtiva. Por primera vez en su vida se sentía como un animal salvaje. La exigencia de cautela y de permanecer alerta a todas las amenazas casi la superaba.

«El Lobo no te seguirá al siguiente recado —pensó.

»Y aunque me siguiera, ¿qué descubriría?

»Nada que ya no sepa.»

Insistiéndose en que no debía tener miedo, Sarah introdujo la comida en el maletero. Acto seguido, se sentó al volante, respiró hondo y salió del parking para incorporarse al tráfico.

Los conductores que volvían del trabajo entraban y salían de los carriles y conducían pegados a ella. «Ese tipo de desplazamientos tiene una energía frustrante», pensó. Hay tanta gente que tiene prisa por llegar a casa que enlentece a todo el mundo. Contraproducente. Se recordó que en el pasado ella había hecho lo mismo al término de la jornada escolar. Recogía todo el material de clase, subía al coche y conducía rápido porque ahí era donde estaba su verdadera vida, o por lo menos la parte que le gustaba pensar que era real. Recoger a su hija en la guardería, preparar la cena, esperar que su marido llegara del parque de bomberos.

Un coche pitó detrás de ella. Pisó el acelerador sabiendo que ir más rápido no iba a hacer que quienquiera que tuviera detrás fuera más educado.

Tardó casi media hora en llegar al cementerio. Estaba situado cerca de un gran parque público, por lo que los restos de la ciudad fueron desapareciendo poco a poco, de forma que los últimos bloques tenían un aire casi rural.

Las tumbas estaban situadas en una pequeña colina. Había unos caminos que serpenteaban por entre las lápidas grises. Había senderos que conducían a criptas ornamentadas y estatuas de ángeles acechantes. Quedaba poca luz natural y las sombras parecían caer desde los robles esparcidos por el paisaje. Casi perdido en un rincón había un pequeño edificio que Sarah sabía que albergaba una excavadora y palas.

Estaba sola.

En algunas tumbas había flores marchitas. Otras estaban adornadas con banderas americanas gastadas y deshilachadas. Unas pocas tenían la tierra recién removida. Otras estaban descoloridas por las inclemencias del tiempo, la hierba marronácea por el tiempo. Nombres, fechas, sentimientos rápidos —querido, devota— adornaban algunas lápidas. Tenía ante ella décadas de pérdidas dispuestas en silencio.

Sarah paró el coche y agarró los dos ramos de flores.

«Hace mucho tiempo que no vienes —se dijo—. Sé valiente.»

Cuando formó esa última palabra en su cabeza, no estuvo segura de si se estaba diciendo algo sobre el Lobo o sobre las personas que le habían arrebatado de su vida. Deseaba que su marido o hija le susurraran algo, pero en el ambiente no había nada más que el silencio del cementerio.

Tambaleándose ligeramente, recorrió un sendero que estaba flanqueado por dos estatuas de querubines que empuñaban unas trompetas que no emitían ningún sonido e hileras de sencillos monumentos grises. Oía sus zapatos golpeteando el macadán negro del camino. En parte deseaba estar borracha y otra parte igual de grande creía que no había alcohol en el mundo capaz de superar la sobriedad de ese momento. La embargaban tantas emociones distintas que se sentía atrapada en una montaña rusa que giraba descontrolada fuera de los raíles.

En su interior elaboraba lo que iba a decirle a su familia asesinada. Palabras como «lo siento» u «os necesito a los dos para que me ayudéis a superar esto» le llenaron la boca, como si estuvieran a punto de desbordársele. Sujetó los ramos casi como hiciera antes con el revólver.

Sarah sabía cuántos pasos tenía que dar. Mantenía la cabeza gacha como si temiera leer los nombres de la lápida de mármol gris que la esperaba. Cuando supo que estaba delante de ella, se paró, inhaló con fuerza y alzó la vista.

Al hacerlo, empezó a hablar.

—Os echo mucho de menos y ahora alguien me quiere matar… —empezó a decir casi de forma absurda.

Entonces, como si alguien le hubiera pasado una cuchilla por la lengua, el mensaje inconsistente y débil que tenía para su difunto esposo e hija desapareció.

Observó la lápida a través de la oscuridad que la invadía.

Al comienzo solo fue capaz de pensar «aquí hay algo raro».

Observó fijamente la piedra de color granito.

«Grafiti», pensó al comienzo. Sintió una gran indignación.

«Es terrible —pensó—. ¿A qué adolescente estúpido, inconsciente, repelente y asqueroso se le ocurre coger una lata de pintura en espray y pintarrajear una lápida?»

Dio un paso adelante y miró desde más cerca.

«No está bien.»

Se dio cuenta de que respiraba de forma superficial. Unas ráfagas rápidas de aire surcaron la noche que caía con rapidez.

Lo que debía haber sido la «firma» angular de las bandas adolescentes, o dibujos redondos, bulbosos de apodos no era tal cosa. Ni tampoco se trataba de obscenidades pintarrajeadas con espray en la superficie, con las faltas de ortografía de rigor. Sarah siguió avanzando como si se sintiera atraída hacia las formas que veía.

Estaban pintadas de blanco. Formaban ángulos en la piedra, dividiendo por la mitad cada nombre y la fecha de la muerte.

Había cuatro.

Sarah nunca había visto la imitación de la huella de la garra de un lobo, pero supo con certeza que aquello era lo que estaba viendo.

Dejó caer las flores en la acera y corrió con todas sus fuerzas.

19

El director de escena hacía señas a Karen como un poseso, señalando la cortina negra deshilachada que ocultaba la entrada al proscenio de Sir Laughs-A-Lot cuando oyó que el móvil que llevaba en el bolso sonaba insistentemente. Lo primero que pensó fue que había alguna urgencia médica que exigía su atención inmediata. Cogió la cartera y no hizo caso del director, aunque la instaba con apremio.

—Venga ya, doctora. Eres la siguiente. Buena suerte. Déjalos alucinados.

Vaciló al ver que el que sonaba no era su móvil normal. Era el teléfono desechable idéntico a los que había entregado a Pelirroja Dos y Tres.

En pantalla quien llamaba estaba identificada como «Sarah».

Karen estaba a punto de coger el teléfono cuando oyó al director de escena, que normalmente era el camarero de la barra del club de la comedia.

—Más vale que sea importante, joder. Tenemos el local lleno y el público empieza a impacientarse.

Karen alzó la vista y vio que sujetaba el telón con una mano y la animaba a que fuera hacia delante con la otra. Ella solo veía lo que había más allá de él, hasta el propietario del club que estaba en el centro del escenario, presentándola.

—¡Demos una cálida bienvenida en Laughs-A-Lot a la doctora K! —decía el propietario, cuando se apartó del micrófono de pie y señaló en su dirección.

Echó un vistazo rápido al teléfono cuando dejó de sonar. En pantalla se veía «1 mensaje nuevo».

No sabía qué hacer. Oía al director de escena susurrándole desde el escenario que se levantara y saliera mientras el teléfono exigía su atención.

Apresada entre los dos polos, soltó el teléfono en el bolso y cogió una botella de agua de la mano del director de escena. «El espectáculo debe continuar», pensó, aunque quizá fuera una mentira. Karen dio un paso adelante y se situó bajo los focos.

Llevaba unas gafas de montura negra y se había rizado el pelo de forma cómica. Desplegó una amplia sonrisa un poco bobalicona. Saludó al público. Vestía su típico traje de «club de la comedia», que consistía en unas zapatillas altas de color rojo, un jersey de cuello alto negro y vaqueros, rematado con una bata blanca de médico y un estetoscopio viejo que ya no funcionaba y que le colgaba del cuello como una soga.

Ya sabía que el «local lleno» no era más que unas cincuenta personas en el diminuto y apartado club. No veía más allá del destello de los focos pero sabía que había parejas y cuartetos repartidos por las sombras del interior cavernoso. Estaban sentados a la mesa y los camareros apurados de tiempo repartían hamburguesas y cervezas, intentando servir a todo el mundo antes de que ella saliera al escenario. Olía a patata frita y oía de lejos el chisporroteo de la pequeña cocina.

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