—No lo tumbarás con tanta facilidad como a este zoquete, pero tendrás una oportunidad.
Mack contempló el destrozado cuerpo del Machacador tendido en el suelo y contestó:
—No.
—¿Por qué no, hombre? —le dijo Dermot.
El promotor se encogió de hombros.
—Si no te hace falta el dinero…
Mack pensó en su hermana gemela Esther, que se pasaba quince horas diarias subiendo la escalera de la mina de Heugh con capazos de carbón a la espalda y esperaba con ansia la carta que la libraría para siempre de aquella esclavitud. Con veinte libras podría pagarle el viaje a Londres… y él podría tener aquel dinero en la mano el mismo sábado por la noche.
—Lo he pensado mejor —rectificó.
—Así me gusta —dijo Dermot, dándole una cariñosa palmada en la espalda.
L
izzie Hallim y su madre cruzaron la ciudad de Londres en dirección norte en un coche de alquiler. Lizzie se sentía muy feliz y estaba enormemente emocionada: iban a reunirse con Jay para examinar una casa.
—No cabe duda de que sir George ha cambiado de actitud —dijo lady Hallim—. Nos ha llevado a Londres, está organizando una fastuosa boda y ahora se ha ofrecido incluso a pagarnos el alquiler de una casa en Londres.
—Creo que lady Jamisson lo ha convencido —dijo Lizzie—, pero sólo en los pequeños detalles. Sigue sin querer cederle a Jay la plantación de Barbados.
—Alicia es una mujer muy inteligente —dijo lady Hallim en tono pensativo—. Aun así, me sorprende que haya logrado convencer a su marido después de la terrible pelea que tuvieron el día del cumpleaños de Jay.
—A lo mejor, sir George es de esos que olvidan las discusiones fácilmente.
—Antes no era así… a menos que le conviniera hacerlo. Me pregunto por qué lo hace. No será que quiere algo de ti, ¿verdad?
Lizzie soltó una carcajada.
—¿Qué podría darle yo? A lo mejor, sólo quiere que haga feliz a su hijo.
—Por eso no tiene que preocuparse. Ya hemos llegado.
El coche se detuvo en Chapel Street, una sobria y elegante hilera de casas de Holborn… menos cara y no tan lujosa como Mayfair o Westminster.
Lizzie bajó del coche y contempló la fachada de la casa del número doce. Le gustó inmediatamente. Era un edificio de planta baja, tres pisos y sótano, con unas amplias y bonitas ventanas. Dos de ellas estaban rotas y en la puerta principal pintada de negro figuraba el número 45 toscamente garabateado. Lizzie estaba a punto de hacer un comentario cuando se acercó otro coche y de él bajó Jay.
Vestía un traje azul con botones de oro, llevaba el rubio cabello recogido con un lazo azul y estaba para comérselo. Saludó a Lizzie con un apresurado beso porque estaban en la calle, pero ella se lo agradeció y pensó que más tarde habría otros más apasionados. Jay ayudó a su madre a bajar del vehículo y llamó a la puerta de la casa.
—El propietario es un importador de brandy que se ha ido a pasar un año a Francia —explicó mientras esperaban.
Abrió la puerta un anciano criado.
—¿Quién ha roto las ventanas? —le preguntó inmediatamente Jay.
—Han sido los sombrereros —contestó el hombre mientras entraban.
Lizzie había leído en los periódicos que los que hacían sombreros estaban en huelga… al igual que los sastres y los afiladores.
—No sé qué pretenden conseguir esos insensatos, rompiendo las ventanas de la gente respetable —dijo Jay.
—¿Por qué están en huelga?
—Quieren mejores salarios, señorita —contestó el criado—. ¿Y quién se lo puede reprochar si la barra de pan de cuatro peniques ha subido a ocho peniques y cuarto? ¿Cómo puede un hombre mantener a su familia?
—No van a conseguir nada pintando el número 45 en todas las puertas de Londres —dijo Jay en tono malhumorado—. Enséñenos la casa, buen hombre.
Lizzie se preguntó qué significaría el número 45, pero le interesaba mucho más ver la casa. Recorrió las estancias muy emocionada, descorriendo cortinas y abriendo ventanas. Los muebles eran nuevos y muy caros y el claro y espacioso salón tenía tres grandes ventanales en cada extremo. En la casa se aspiraba el característico olor a moho propio de los lugares cerrados, pero bastaría con una buena limpieza, una mano de pintura y una renovación de la ropa blanca para que resultara una vivienda extremadamente alegre y acogedora.
Lizzie y Jay se adelantaron a sus madres y al criado y subieron solos a la buhardilla. Allí entraron en uno de los cuartitos reservados a la servidumbre y Lizzie rodeó a Jay con sus brazos y lo besó con ansia. Sólo podrían disponer de un minuto como máximo. Lizzie tomó las manos de su prometido y las colocó sobre su pecho. Él la empezó a acariciar suavemente.
—Aprieta más fuerte —le susurró ella mientras le besaba. Quería seguir sintiendo la presión de sus manos cuando se separaran. Se le endurecieron los pezones y los dedos de Jay los localizaron a través de la tela de su vestido.
—Pellízcalos —le dijo Lizzie.
Jay así lo hizo. La mezcla de dolor y placer la obligó a emitir un jadeo. Oyeron unas pisadas en el rellano y se apartaron, respirando afanosamente.
Lizzie se volvió y se asomó a una ventanita de gablete para recuperar el resuello. En la parte de atrás de la casa había un alargado jardín. El criado les estaba mostrando a las madres todos los cuartitos de la servidumbre.
—¿Qué significa el número cuarenta y cinco? —preguntó Lizzie.
—Tiene que ver con ese traidor de John Wilkes —contestó Jay—. Publicaba un periódico que se llamaba el
North Briton
y el Gobierno lo acusó de difamación porque en el número 45 prácticamente tachaba de embustero al rey. Se fue a París, pero ahora ha vuelto para armar alboroto entre la pobre gente ignorante.
—¿Es cierto que no les alcanza el dinero para comprar pan?
—Hay carestía de trigo en toda Europa y es inevitable que suba el precio del pan. Y el desempleo se debe al boicot decretado por los americanos contra los productos británicos.
—No creo que eso les sirva de mucho consuelo a los sombrereros y los sastres —dijo Lizzie, volviéndose de espaldas a Jay.
Éste la miró frunciendo el ceño. No le gustaba que su futura esposa simpatizara con los descontentos.
—Creo que no te das cuenta de lo peligroso que resulta hablar tanto de la libertad.
—Creo que no.
—Por ejemplo, los destiladores de ron de Boston exigen la libertad de comprar la melaza donde ellos quieran. Pero la ley dice que se tienen que comprar a las plantaciones británicas como la nuestra. Si les das libertad, se la comprarán más barata a los franceses… y, en tal caso, nosotros no podríamos permitirnos el lujo de tener una casa como ésta.
—Comprendo.
«No me parece justo», pensó, pero decidió no decir nada.
—Toda la morralla exigiría libertad, desde los mineros del carbón de Escocia a los negros de Barbados. Sin embargo, Dios ha otorgado a las personas como yo autoridad sobre el pueblo bajo.
Así era, en efecto.
—Pero ¿te has preguntado alguna vez por qué? —dijo Lizzie.
—¿Qué quieres decir?
—Me refiero a la razón por la cual Dios te ha otorgado autoridad sobre los mineros del carbón y los negros.
Jay sacudió la cabeza irritado y Lizzie se dio cuenta de que había vuelto a rebasar el límite.
—Creo que las mujeres no pueden entender estas cosas —dijo Jay.
—Me encanta la casa, Jay —dijo Lizzie, tomándole del brazo en un intento de ablandarle. Aún tenía los pezones doloridos a causa del pellizco que él le había dado—. Estoy deseando instalarme aquí contigo para poder dormir juntos todas las noches —añadió en un susurro.
—Yo también —dijo Jay.
Lady Hallim y lady Jamisson entraron en el cuarto. Los ojos de la madre de Lizzie se deslizaron hacia su pecho y la joven comprendió que se le debían de notar los pezones en erección a través del vestido.
Lady Hallim debió de adivinar lo que había ocurrido, pues la miró frunciendo el ceño, pero a ella le dio igual. Pronto se casaría con Jay.
—Bueno, Lizzie, ¿te gusta la casa? —le preguntó Alicia.
—¡Me encanta!
—Pues la tendrás.
Lizzie esbozó una radiante sonrisa de satisfacción y Jay le comprimió el brazo.
—Sir George es muy amable —dijo lady Hallim—, no sé cómo agradecérselo.
—Agradézcaselo a mi madre —dijo Jay—. Es ella la que lo ha obligado a comportarse como Dios manda.
Alicia miró a su hijo con expresión de reproche pero Lizzie comprendió que, en realidad, no le importaba. Estaba claro que ella y Jay se querían mucho. Lizzie experimentó una punzada de celos, pero enseguida pensó que era una tonta, pues era lógico que todo el mundo le tuviera cariño a Jay.
Los cuatro abandonaron la estancia. El criado estaba fuera esperando.
—Mañana iré a ver al abogado del propietario y redactaremos el contrato de alquiler.
—Muy bien, señor.
Mientras bajaban por la escalera, Lizzie le dijo repentinamente a Jay:
—¡Quiero enseñarte una cosa!
Había recogido una octavilla en la calle y la había guardado para él. Se la sacó del bolsillo y se la entregó para que la leyera. Decía lo siguiente:
En la taberna Pelican
cerca de Shadwell
Tomen nota los caballeros y los jugadores.
Jornada General Deportiva
Un toro enfurecido con bengalas por todo el cuerpo
será hostigado por perros.
Habrá una pelea entre dos gallos de Westminster
y dos de East Cheap por cinco libras.
Un combate general con garrotes entre siete mujeres
y
¡Un combate a puñetazos por Veinte libras!
Rees Preece la Montaña Galesa
contra
Mack McAsh el Carbonero Asesino
el próximo sábado
a las tres en punto.
—¿Tú qué crees? —preguntó Lizzie con impaciencia—. Tiene que ser Malachi McAsh de Heugh ¿no te parece?
—O sea que eso es lo que ha sido de él —dijo Jay—. Se ha convertido en púgil. Mejor le hubiera ido quedándose a trabajar en la mina de mi padre.
—Yo nunca he visto un combate de boxeo —dijo Lizzie en tono anhelante.
Jay soltó una carcajada.
—¡Me lo imagino! No es un lugar muy apropiado para una dama.
—Tampoco lo es una mina de carbón y tú me acompañaste.
—Muy cierto y por poco te mueres en una explosión.
—Yo pensaba que aprovecharías la ocasión de acompañarme en otra aventura.
Su madre la oyó y preguntó:
—¿Qué es eso? ¿Qué aventura?
—Quiero que Jay me acompañe a un combate de boxeo —contestó Lizzie.
—No seas ridícula —dijo lady Hallim.
Lizzie sufrió una decepción. La audacia de Jay había desaparecido momentáneamente, pero ella no quería darse por vencida. En caso de que él no la llevara, iría por su cuenta.
Lizzie se puso la peluca y el sombrero y se miró al espejo. Vio a un joven. El secreto estaba en las tiznaduras de hollín de chimenea que le oscurecían las mejillas, la garganta, la barbilla y el labio superior como si fuera un hombre que no se hubiera afeitado.
El cuerpo fue más fácil. Un grueso chaleco le aplastaba el busto, la chaqueta ocultaba las redondeces de las nalgas y unas altas botas disimulaban las pantorrillas. El sombrero y la peluca masculina completaban la imagen.
Abrió la puerta del dormitorio. Ella y su madre ocupaban una casita en los terrenos de la mansión de sir George en Grosvenor Square. Su madre estaba durmiendo la siesta. La joven prestó atención por si hubiera algún criado de sir George en la casa, pero no oyó nada. Bajó sigilosamente por la escalera, abrió la puerta y salió al sendero de la parte de atrás.
Era un frío y soleado día de finales de invierno. Al llegar a la calle, recordó que tenía que caminar como un hombre, dando grandes zancadas, balanceando los brazos y adoptando un aire fanfarrón como si la acera fuera suya y ella estuviera dispuesta a liarse a puñetazos con el primero que se le pusiera por delante.
No podía ir a pie todo el rato de aquella manera, pues Shadwell se encontraba en la otra punta de la ciudad, en el East End de Londres.
Hizo señas a una silla de manos, levantando el brazo con gesto autoritario en lugar de agitar tímidamente la mano como una mujer.
Cuando los hombres se detuvieron y posaron el vehículo en el suelo, ella carraspeó, soltó un escupitajo en la acera y dijo con un profundo graznido:
—Llevadme a la taberna Pelican y daos prisa.
La llevaron a un sector del este de Londres en el que ella jamás había estado, cruzando un barrio de sencillas casitas, húmedas callejuelas, arenales llenos de barro, embarcaderos peligrosamente inestables, destartaladas viviendas fluviales, serrerías protegidas por altas vallas y viejos almacenes con puertas cerradas con cadenas. La dejaron delante de una taberna de la orilla del río en cuyo rótulo aparecía dibujado un tosco pelícano. En el bullicioso patio se mezclaban los trabajadores con botas y pañuelos alrededor del cuello con los caballeros vestidos con chalecos, las mujeres de la clase baja envueltas en manteletas y calzadas con zuecos y algunas mujeres con la cara pintarrajeada y grandes escotes que debían de ser prostitutas.
No había mujeres «de calidad», tal como las llamaba su madre.
Lizzie pagó la entrada y se abrió paso entre las risotadas de la ruidosa multitud. Se olía fuertemente a sudor y a personas que no se lavaban y ella se sentía dominada por una perversa emoción. Las gladiadoras estaban en pleno combate. Varias de ellas ya se habían retirado de la refriega: una permanecía sentada en un banco sosteniéndose la cabeza, otra trataba de restañar la sangre de una herida de la pierna y una tercera yacía inconsciente en el suelo a pesar de los esfuerzos de sus amigas por reanimarla. Las cuatro restantes se encontraban junto a las cuerdas, atacándose mutuamente con unas toscas porras de madera labrada de algo menos de un metro de longitud. Todas iban desnudas de cintura para arriba, descalzas y con unas faldas hechas jirones. Sus rostros y cuerpos estaban magullados y llenos de cicatrices. Una muchedumbre de unos cien espectadores animaba a sus favoritas y varios hombres se cruzaban apuestas sobre el resultado. Las mujeres blandían las porras y se golpeaban unas a otras con todas sus fuerzas. Cada vez que un golpe alcanzaba su objetivo, los hombres lanzaban rugidos de aprobación. Lizzie contemplaba el espectáculo con una mezcla de horror y fascinación.