Un resorte de ira me levantó de la silla. Las tazas temblaron sobre la mesa. Lancé mi mano contra la camisa del comisario y lo atraje con fuerza hacia mí. La gente miraba.
—Atrévase a decir una palabra más y lo mato a hostias. Se lo aseguro —dije en el tono más bajo que la rabia me permitía.
Noté que mi brazo temblaba, y supongo que en el fondo sería de miedo, no al madero, desde luego, sino a mí mismo, a las cosas horribles que aquel tipo sabía de mi vida.
Como en el guión de una mala película un teléfono sonó justo en aquel instante. El sonido procedía del pantalón del comisario. Con medida cautela me abrió el puño dedo a dedo y quedó libre.
—Discúlpeme un momento —dijo.
Se retiró hasta la entrada del local. Mi brazo, mientras tanto, continuaba temblando en medio de todas las miradas.
* * *
—¿Diga?
—¿Podría hablar con el comisario Corbalán?
—Soy yo, ¿quién es?
—Goñi, el forense de Pamplona.
El médico se calló repentinamente y dejó el peso de su silencio en el tejado de Suso.
—Pues dígame, Goñi.
—No, dígame usted. A mí me han dejado una nota en la que pone que cuando acabe de inspeccionar la cabeza llame a este número y pregunte por Corbalán. Y eso exactamente es lo que estoy haciendo.
Joder. ¿Qué había ocurrido con el humor de la gente aquella tarde? ¿A cuánto venderían el kilo de simpatía en el mercado de Pamplona?
—Bueno, supongo que la nota es del comisario Uriza. Él me dijo que usted se pondría en contacto conmigo.
—Uriza, bah. —Y chasqueó la lengua contra el paladar en gesto despreciativo—. Uriza, siempre Uriza. Más le valdría ponerse a trabajar de verdad en lugar de ir dejando notitas como una quinceañera.
Suso se acordó de su hija. Aquel maleducado no sabía que las quinceañeras de ahora pasaban de las notitas, lo que
molaba
era coleccionar condones. Valiente gilipollas el tal Goñi.
—Y dígame, ¿qué ha encontrado?
—Caspa, mucha caspa. Déjeme que le diga que su paisano era bastante rácano con el champú. Junto a la caspa también había tierra, pero eso no es falta de higiene, sino que la cabeza estuvo rodando un rato hasta detenerse en el lugar en que la encontraron.
¿Estaba de coña? Porque de ser así él no le pillaba la gracia. Ya estaba empezando a hartarse de los autistas sociales. Decidió contraatacar.
—¿Y para eso estudió usted una carrera?
Goñi no estaba acostumbrado a recibir más respuesta que el silencio, así que se desconcertó levemente. Él era así y ya todos lo conocían. Ni le elogiaban ni le recriminaban su mal humor, sencillamente lo dejaban en paz, que, por otro lado, era lo que él había deseado desde su más tierna infancia.
—No, también estudié para saber diferenciar entre las disecciones manuales y las mecánicas.
—¿Y en qué se diferencian?
—Basta con entender un poco de español. Las manuales se hacen con la mano y las mecánicas, con un mecano, una máquina, objetos articulados que a menudo funcionan con motores.
Aquel tipo era una pesadilla pero tenía en su poder una información valiosísima. Respiró hondo y echó mano de su renombrada fama de hombre tranquilo.
—Comprendo, ¿y qué tipo de corte ha encontrado usted en el cuello de la cabeza?
—El del pez espada congelado, o la rosada o el fletán. La cabeza ha estado sometida a temperaturas muy bajas, entre tres y cuatro grados bajo cero, y la disección se ha producido con una sierra eléctrica de dientes finísimos.
—
Carallo
.
—Si usted lo dice. ¿Quiere saber algo más? Tengo prisa. Ya le he mandado el informe completo a la dirección de correo que tengo aquí anotada.
Perfecto, pues. El comisario consultó su reloj.
—Tan solo una última cosa, ¿sabe usted qué hora es en estos momentos?
El forense tardó unos instantes en responder.
—Las siete y veinticinco.
—Perfecto, pues por el culo se la hinco.
Colgó. «Anda y que te jodan, capullo».
* * *
El auditorio permanecía atento ante la vuelta del comisario a la mesa. No sé qué habría hablado por teléfono, pero cuando regresó traía una sonrisa de haber ganado la lotería. Hizo un gesto al camarero para que le diera la cuenta, pero yo intercepté la señal y rompí la orden en pleno vuelo.
—Olvídelo, yo le invito.
Creo que advertí una mezcla de conmiseración y vergüenza en sus palabras.
—Gracias y perdone. No quise molestarle.
Me tendió la mano y se la acepté, aunque solo fuera para que el respetable viese que las aguas habían vuelto a su cauce. Su imagen se perdió más allá de la puerta. El muy cabrón sabía lo que hacía. Sobre la mesa se quedó una tarjeta con su nombre y su número de teléfono. Me visitó entonces la inevitable imagen de Nuria muerta, de Nuria asesinada.
No sé cuánto tiempo pasé con los ojos cerrados, solo recuerdo que al abrirlos de nuevo los dirigí con ansiedad incontenible al botellero que había detrás de la barra. Levanté la mano y, como venía ocurriendo en los últimos diez años, un camarero vino corriendo en mi ayuda.
D
esde que Fátima alquiló un
loft
de ciento cincuenta metros en el lejano barrio de San Lázaro las cosas empezaron a irle bien. Lo alquiló con la intención de unificar vivienda y consulta en un mismo espacio, y, sobre todo, lo alquiló para huir de una implacable racha de mala suerte que la venía persiguiendo y en la que perdió, además de varios litros de lágrimas, un local en pleno centro, un amante competente y deportista, un gato de angora y un padre bondadoso al que siempre había idolatrado. Y esto en menos de un año. No era descabellado pensar que un destino irónico estaba poniendo a prueba su pretendido equilibrio de siquiatra.
Pero llegó el
loft
, y con él la luz colándose por los extensos ventanales, y la decoración minimalista, y las ganas de dejarse las venas cerradas y en su sitio. Llegaron también nuevos pacientes, con vidas igual de fragmentadas que los anteriores, pero acaso más felices en su desorientación. Y finalmente, hacía apenas ocho horas, sobre las dos de la madrugada, había llegado una mujer alta, vestida con una elegancia impropia de los días laborables, con la melena rizada flotándole en mitad de la espalda y unos pechos breves, que se escapaban por entre los dedos de Fátima como animalillos inquietos.
¿Podría una vivienda cambiar el rumbo de los problemas cotidianos? Sí. El
loft
traía suerte, o eso al menos pensaba Fátima mientras miraba, recostada en la cama, a la mujer que se ajustaba las medias negras y mates hasta la cintura; las mismas medias con las que se había demorado anoche en juegos y caricias.
La mujer se planchó con la mano una arruga rebelde que encontró en la falda de tubo, se ajustó los últimos botones de la camisa y acudió al borde de la cama para probar el sabor que el sueño había dejado en los labios de Fátima. Paseó su dedo índice por el lunar que tenía en la mejilla, volvió a besarla y se marchó. La vio alejarse sin más promesa que un gracioso contoneo de caderas.
Sí, el
loft
traía suerte, y ella, aquella mañana, no tenía más obligación que disfrutar de su dulce momento vital y cerrar los ojos en busca de media hora más de sueño. Por eso soltó una maldición cuando el timbre del telefonillo comenzó un persistente acoso que la llevó a levantarse, aun a sabiendas de que se trataría de correo comercial.
—Buenos días, vengo de parte de Fiz Couñago. Necesito que me firme unas recetas.
La voz masculina del telefonillo tuvo que esperar en la puerta durante cinco minutos, hasta que Fátima estuvo vestida, peinada y en condiciones de recibir visitas.
Martiño se presentó y Fátima le ofreció un café. Fiz, durante las sesiones, solía hablar de Martiño, de sus guisos ligeramente especiados, de su devoción por el orden y de su insistencia en hacerle tomar las pastillas a su hora, pero Fátima nunca se lo había imaginado así, con el pelo espeso e hirsuto y las manos tan finas como una mujer.
Martiño agradeció el café y mientras soplaba el borde de la taza le confesó que en realidad no estaba allí en busca de recetas, bueno sí, también, porque a la caja ya le iban quedando pocas pastillas, pero eso no era lo principal; lo que urgía era informar a la siquiatra de la actual situación prófuga de Fiz y conseguir su complicidad para mantenerlo a salvo y lejos de las garras policiales, pues a su hermana ya se le estaban agotando las excusas para mantener alejado al grupo de amigas que diariamente iban a jugar a la brisca. Así que Fiz, ante la insistencia de Martiño y después de un rato de absortas miradas por el techo, concluyó que la única persona en la que podían confiar era Fátima; al fin y al cabo, era ella quien lo había sacado de comisaría en un par de ocasiones y entendía mejor que nadie el imperfecto motor de su cabeza.
Martiño le contó pormenorizadamente y sin atropellarse los vaivenes de los últimos días y el actual escondite en la casa de Teo junto a su hermana y
Diderot
.
—Pues vaya hostias —dijo Fátima, después de ubicarse realmente en la gravedad del asunto.
—Pues sí —convino Martiño—. La policía ha entrado en el piso y lo tiene bajo vigilancia. Ayer no me dejaron ni limpiar y en cambio tuve que responder a sus preguntas y firmar una declaración; les dije que no tenía ni idea de dónde podía estar Fiz. No sé si me creyeron porque los maderos preguntan, y luego ponen esa cara de estar ausentes, como si les importase una mierda lo que te acaban de preguntar. Supongo que serán trucos del oficio, pero conmigo no funcionaron porque no les dije ni mú. Aunque ahora que lo pienso quizá fuese el poli que me interrogó, que tenía cara de lerdo por él mismo, sin necesidad de trucos. Bueno, da igual, la cuestión es que van tras los pasos de Fiz.
Fátima comprendió que Martiño podía ser un conversador de largo recorrido, así que se dedicó a formularle preguntas muy concretas.
—¿Cómo sabes que no te han seguido?
—No lo sé —reconoció cabizbajo—, desde que ayer hablé con la poli no he vuelto a la casa de mi hermana, no he querido arriesgarme; tan solo llamé anoche para comprobar que todo iba bien por allí. Les dije que hoy me pasaría, aunque en realidad, no sé qué hacer, creo que he venido hasta aquí en busca de consejo.
En cuanto Martiño pronunció la palabra «anoche» ella se marchó a un restaurante ligeramente
chic
que acababan de abrir en la parte vieja. Sentada frente a ella estaba la mujer y, entre ambas, una vela redonda que presagiaba un candor todavía controlado. Agarró fuerte su mente de siquiatra y regresó a la conversación.
—No creo que te estén vigilando, aunque siempre es mejor tomar precauciones. —Se levantó para coger un papel y un bolígrafo—. Tengo un amigo —dijo, y se calló súbitamente para escribir sobre el papel.
A Martiño le reconfortaba que aquella mujer no hubiera puesto en duda ni por un instante la inocencia de Fiz ni la versión de los hechos que él le había contado. Debía ser que conocía los secretos que le pululaban a su paciente por la cabeza y sabía que el asesinato no estaba entre ellos.
—Esta es su dirección y este, su número de teléfono. Yo voy a llamarlo previamente para tenerlo sobre aviso; será mejor que Fiz llegue solo, sin que tú ni yo le acompañemos. —Reflexionó un instante—. ¿Tu hermana tiene coche?
Negó con la cabeza. Su hermana tenía vacas.
—Pues entonces tendrá que coger un taxi o llegar por sus propios medios. Dile que esté allí antes de las diez de la noche. Una vez en el piso todo será más fácil.
El amigo vivía en la Avenida de Lugo, cerca de la estación de ferrocarril. Eso estaba bien, calculó Martiño, porque se podía llegar sin necesidad de entrar en el centro de la ciudad, y en el caso de que posteriormente hubiera que salir zumbando, las conexiones con autovías y carreteras nacionales quedaban a tiro de piedra.
Plegó el papel por la mitad y lo metió en la cartera con esa mezcla de fe y cautela con que se guarda un décimo de lotería. Fátima se levantó de nuevo y desapareció por la única puerta de la habitación. Volvió instantes más tarde blandiendo un par de recetas.
—Aquí tienes. No puedo darte más que dos. ¿Cómo piensas hacérselas llegar?
Martiño le enseñó el labio inferior.
—Bueno, por lo pronto cómpralas, ya veremos cómo dárselas. Es muy importante que no deje de tomarlas.
Martiño soltó un ligero bufido. ¡Como si él no insistiera!
Se estrecharon las manos y también en la tersura del tacto las encontró femeninas. «Manos de empleado de hogar que friega con guantes», pensó Fátima. Le acompañó hasta la puerta, una especie de urgencia poco definida había marcado aquel encuentro; no obstante, Martiño quería estar totalmente seguro antes de abandonar el
loft
.
—Los dos sabemos que Fiz es inofensivo, ¿verdad? Por eso lo estamos ayudando.
La siquiatra lo miró cansada. La lengua de la mujer todavía la perseguía como una majestuosa víbora por todos los rincones de la cama, estirando y contrayendo su cuerpo en mil malabarismos imperceptibles, que mañana, sin duda, le supondrían unas dulces agujetas.
Asintió con una sonrisa ladeada.
—No me cabe la menor duda. —Y abrió la puerta.
* * *
Fuera el sol comenzaba a picar y Martiño se lamentó de no haber encontrado una triste sombra bajo la que dejar el coche. Ahora se quemaría las manos con la goma negra del volante. Debía reconocer que Fiz, dentro de sus desvaríos, había conservado la cordura suficiente para elegir a una buena siquiatra y a un buen empleado de hogar. Entre los dos se apañarían para tenerlo controlado y a salvo, al menos hasta que en las investigaciones policiales apareciese un sospechoso con más peso criminal que Fiz, porque Martiño sabía que si lo pillaban ahora, si lo presionaban a lo largo de tres o cuatro días de interrogatorios, o sencillamente si le negaban las pastillas, Fiz sería capaz de confesar que había asesinado con una carabina de cazar gorriones al mismísimo John F. Kennedy, o cualquier otra
trapallada
del estilo, con tal que lo dejasen definitivamente en paz, solo y en silencio.
Se trataba, pues, de esperar a que la policía hiciese su trabajo y poco a poco reuniera las pruebas necesarias para dar con el verdadero culpable. Sí, de eso se trataba, y en eso estaría trabajando la policía, ¿no?
En efecto. La policía trabajaba; Fito, por ejemplo, estaba oculto tras los cristales de un coche camuflado, observando cómo Martiño se introducía en un Ford Escort achacoso que solo pudo arrancar al tercer intento. Junto a Fito había un hombre delgado y con bigote que lo había llevado hasta allí.