Sí, lo sabía desde hacía muy poco, pero a él se le había pasado tratarlo de «don», con el «usted» creía que bastaba. Esperaba no haberlo ofendido.
—Don Gregorio vino a denunciar que unos gamberros se dedicaban por las noches a pegar papeles en las rejas de la catedral con frases de mal gusto contra el apóstol, el arzobispo…
Eso también lo sabía; el pretendido suspense de Bouzas estaba fracasando a las primeras de cambio. Le cortó.
—¿Qué tipo de frases?
—Pues
caralladas
supremas, Suso, tonterías del tipo «El Arzo–avispero nos roba el dinero», o «Queremos un botafumeiro relleno de hachís», y por supuesto la frase de moda «
Eu nom te espero
».
Bouzas escuchó un golpe de risa asmática al otro lado de la línea, que al instante se convirtió en un falso ataque de tos que buscaba guardar las apariencias.
Eu nom te espero
era una frase que empezaba a verse colgada en algunos balcones de Santiago para protestar contra la próxima visita papal. Suso consideró que debía decir algo.
—Anarquistas —fue lo primero que se le ocurrió.
—Pues no sé, chico, si anarquista o no–se–qué. Lo que sí te puedo asegurar es que no se trataba de una pandilla de adolescentes sino de un tío solo. Y agárrate, un profesor de la Universidad de Santiago, Corbalán, ¿qué me dices? Yo pensaba que esa gente llevaba corbata y se la pillaba con papel de fumar, pero resulta que el tipo iba en chándal, hecho un pordiosero, con zapatillas deportivas y el bolsillo repleto de papeles con mensajes a cuál más estúpido y absurdo.
—Pues te felicito, Bouzas, eso de pillar a un anarquista en pleno siglo veintiuno es toda una hazaña. Tengo oído que quedan cinco o seis.
Hasta Bouzas comprendió que Suso bromeaba.
—No me toques los huevos, Corbalán, que igual me encabrono y no te cuento lo que por buena voluntad y compañerismo iba a contarte.
El comisario retrocedió.
—Perdona, hombre, era una broma.
El silencio se dilató durante unos segundos. Los justos que Bouzas tardó en admitir la disculpa y seguir adelante.
—Bueno, pues resulta que mis chicos pillaron anoche al fulano de los papeles y lo han tenido por aquí mientras se le aliviaba un fuerte dolor que tenía en las costillas.
El comisario imaginó a los muchachos de Bouzas soltando adrenalina con la porra y en un acto reflejo se llevó la mano hasta el abdomen.
—¿Se resistió?
—Qué va, es que lo pillamos cuando se estaba partiendo el alma a garrotazos con un tipo junto al mercado de abastos. El otro era pequeño pero manejaba con soltura una estaca de abedul; si mis chicos no llegan a tiempo lo mata.
—Joder. —Y Bouzas comprendió que su interlocutor empezaba a estar interesado.
—Pues bueno, lo que vengo a contarte, resulta que cuando llego por la mañana me traen al tipo, y al primer encuentro ya noté que su cara me sonaba. «Este ha pasado por mis manos», me dije, y cuando hemos ido a mirar el historial resulta que estuvo aquí hace aproximadamente un año. Pues claro que me sonaba la cara, joder, se pasó medio día delante de mi puerta, callado, como ausente, sin decir ni media palabra, pero había algo en su mirada que acojonaba, algo que se me quedó dentro y por eso me acordé al verlo. Es de esos que tienen un crimen en el fondo de los ojos, sabes lo que te digo, ¿no, Corbalán? Pues bueno, que me pongo a mirar la denuncia y resulta que tiene la mano larga, porque la otra vez también nos lo trajeron cuando intentó partirle la crisma a un tipo, y escucha bien, Corbalán, lo que son las casualidades, ¿adivinas quién fue el fulano al que quiso abrirle la cabeza?
—¿Quién?
Bouzas se regaló unos segundos de suspense. El mundo estaba en sus manos.
—Joder, pues el tal Mauro Andrade. El que anda desaparecido. ¿No me jodas que no es casualidad? El año pasado se lía a hostias con un hermano y al siguiente le empapela la puerta de la catedral al otro. Eso es obsesión.
—Es que son gemelos —dijo el comisario sin el mínimo atisbo de ironía—, igual los confunde.
—Ah.
Efectivamente se trataba de una curiosa casualidad, aunque dos días después de la desaparición, Suso seguía convencido de que si el tal Mauro no había regresado a Santiago no era por culpa de una antigua bronca, sino que tenía motivos bastante más placenteros para mantenerse ausente.
—¿Lo tenéis todavía por ahí?
—Que va, ha venido su abogada o su siquiatra o no sé qué
carallo
y se lo ha llevado a casa. Los del cabildo, al notar que estaba tarumba, han retirado la denuncia y le han aconsejado que pida una plaza en un centro que tiene la Xunta para casos como el suyo.
—¿Pero el deán sabe que ese tipo es el mismo que agredió a su hermano?
Hubo algo parecido a una reflexión por parte de Bouzas.
—No, porque me he dado cuenta cuando ya se han ido. El deán vino solo a poner la denuncia y no ha vuelto a aparecer. El cura de hoy era otro, uno así, bajo,
gordiño
…
—¿Y a qué estáis esperando para decírselo? —preguntó Suso súbitamente irritado por la falta de agudeza de Bouzas.
Un suspiro condescendiente se escuchó al otro lado de la línea.
—Pues por eso te estoy llamado,
carallo
, para que lo informes tú y te apuntes el tanto. ¿No eres tú quien lleva el caso de la desaparición del hermano? Pues lo llamas y quedas como Dios. Desde luego, Suso, a veces no sé cómo llegaste a comisario.
Suso abrió los ojos como si lo hubieran despertado de un sopapo. Bouzas se permitía una clase magistral de arribismo. ¿Debía darle las gracias? Sí.
—Muchas gracias, Bouzas.
—De nada, Corbalán, para eso estamos, ya sabes de la importancia del trabajo interpolicial.
«Sí, hombre, sí», se dijo Suso para sus adentros, «este tío va a llegar lejos».
Cuando estaba a punto de colgar escuchó un carraspeo inquietante.
—¿Algo más? —quiso saber Suso.
—Bueno, Corbalán, igual podías apañarme un asunto…
Este sí era el verdadero Bouzas. El que no regalaba ni la hora si no había una contraprestación rentable.
—Me consta que tienes buena relación con la dueña de Follas Secas —el comisario sonrió—, mañana es el cumpleaños de una amiga muy especial y me gustaría regalarle una tarta de esas acojonantes que hacen allí, pero la señora se empeña en que no hace tartas por encargo… y en fin…
* * *
Veinte minutos más tarde había regresado a la comisaría. Saludó al agente de la puerta con un ligero alzamiento de cejas y el hombre se le cuadró de una forma tan marcial como improcedente.
Enfiló el pasillo donde se encontraba su despacho y reconoció, por la espalda, la figura bajita y regordeta de Cárol que cargaba un par de ficheros en los brazos. Se apresuró a ayudarla y con un movimiento de cabeza le indicó que lo siguiera. Una vez que estuvieron dentro del despacho le preguntó:
—¿Pero qué es esto? Pesa como un ahogado.
—Nada —respondió la inspectora—. Como el verano ha empezado sin mucho agobio de trabajo dedico parte de las mañanas a revisar viejos expedientes. Se aprende bastante. Los crímenes son cíclicos, ¿sabes? De alguna manera inexplicable se repiten en las formas, en los móviles, incluso se cometen los mismos errores, y eso es lo que más me interesa.
A Suso, después de tantos años, no dejaba de sorprenderle el encomio profesional de Cárol. Ella debía ser la comisaria.
—¿Por qué no llamas a tu amiga?
—¿A cuál de ellas? Aunque no lo creas tengo bastantes.
Suso sonrió de manera socarrona.
—A la francesita, la que tiene los ojos como los faros de un cuatro por cuatro; y de paso llama también al deán.
—¿Sabes ya dónde se metió el catedrático?
Negó con un gesto.
—Se trata de un anarquista —dijo levantando la voz con fanfarrona solemnidad—. ¡Un anarquista anda suelto por Santiago!
—¿Y?
—Y nada, parece que tiene algunas cuentas pendientes con los hermanos Andrade.
Y
a estaba en Roncesvalles. Me había llevado hasta allí un taxista de Pamplona que tras conducir cuarenta minutos por una carretera sinuosa y encrespada había detenido el coche en la puerta de un hotel con aspecto decimonónico. El hombre sacó la mano por la ventanilla y señaló con el dedo índice a un edificio cercano.
—Aquello es la colegiata, en media hora tiene misa en siete idiomas.
Después se guardó los cincuenta euros de la carrera con cierto aire distraído, como si acostumbrara a realizar aquel gesto varias veces al día.
Hacía años que no iba a misa, y para mi desgracia yo no me alojaba en el hotel. Supongo que en el periódico temían que la elegancia de un lugar semejante me llevara de cabeza a pedir una copa en la barra y me hiciera abandonar la misión a las primeras de cambio.
Las órdenes eran claras, me encontraba allí para narrar los detalles del Camino desde su más profundo interior, desde el tuétano mismo de la peregrinación, y el tuétano, en esta ocasión, se llamaba «albergue de peregrinos».
He de confesar que no estaba preparado.
Hacía años, y gracias a la patria, yo había dormido durante largas y frías noches en un barracón semejante que el ejército español tenía en Cerro Muriano, Córdoba. De aquella experiencia militar tan solo me llevé dos cosas, la triste constatación de que el analfabetismo no se había erradicado en España, y una irredenta afición al hachís que todavía practico de cuando en cuando.
El albergue de peregrinos de Roncesvalles era la viva encarnación de aquel otro cobertizo cordobés de mi juventud. O quizás exagero, y sea yo, que me esté volviendo viejo y ya no sepa diferenciar entre las sufridas sábanas cuartelarias y aquellas otras desechables y de papel que me ofrecieron en el albergue. Desde luego, lo que no cabe discutir es la austeridad del recinto ni su alma hecha de piedra.
Me tumbé sobre la cama inferior de la litera que me tocó en suerte e introduje mi cuerpo en el saco que me había comprado en unos grandes almacenes para la ocasión. La espalda se hundió y sentí un muelle. Cerré los ojos e imaginé con envidia el bienestar que reinaría en las habitaciones del hotel cercano. No sabía que lo peor estaba por llegar.
Y llegó cinco minutos después de que yo me acostara. Llegó solo y con paso prudente, sin hacer más ruido del necesario, se coló en la litera vecina, me vio abrir un ojo y me saludó lleno de camaradería peregrina. Se presentó como Manu, era de León. Comenzó a desvestirse y se quitó las botas; al instante comprendí que la noche junto a Manu iba a ser muy dura.
Decía que aquella había sido su primera jornada, que había comenzado en territorio francés, en
Saint Jean Pied du Port
, pero yo sospechaba que mentía y que al menos vendría andando desde China, sin haber encontrado en todo el camino un pobre arroyo en el que enjuagarse los malditos pies. Insufrible.
Los techos del albergue eran altísimos, pero el hedor, extrañamente, no tendía a subir y se extendía por un radio de cinco o seis literas, provocando sutiles quejas y suspiros por parte de los pocos peregrinos que como yo aún permanecían insomnes.
Le di las buenas noches y me giré en busca del oxígeno que me faltaba. La primera enseñanza del Camino había llegado antes incluso de comenzar a andar: había que huir de Manu en los posteriores albergues.
Tardé muchísimo en dormirme. A la atmósfera envenenada había que añadirle un coro polifónico de ronquidos que saltaban por todas las partes del barracón como liebres en mitad del campo. Los pocos que quedábamos insomnes chasqueábamos la lengua con la boca torcida para intentar acallar los ronquidos de los vecinos, pero lo único que conseguíamos era aumentar el ruido y nuestra propia frustración.
Así llegaron las seis de la mañana, cuando varios despertadores sonaron al unísono y la ansiedad por ponerme en marcha me hizo saltar del catre. Antes de abandonar el albergue le lancé una mirada feroz al cuerpo de Manu, que se revolvía feliz en un sueño profundo.
Todavía de noche, el camino me recibía con un maravilloso pasillo de hayas, acebo y musgo, que se cerraba sobre mi cabeza y se convertía en una especie de túnel verde del que no se veía el final. Las ramas de las hayas caían horizontales hasta la altura del caminante y se ofrecían como inmensas bandejas verdes que a mí, en la abstinencia mañanera, se me antojaban llenas de carajillos.
Contra lo que yo mismo hubiera pensado, me empezaba a gustar aquello de poner un pie después de otro en busca de una meta desconocida. Llevaba la libreta siempre a mano para anotar cualquier asunto que considerara de interés. No en vano, al final de cada etapa debía escribir mi crónica y mandarla al periódico antes de las diez. Para ello Gonzalo me había prestado un minúsculo ordenador portátil que cargaba en un compartimento de la mochila.
Hice la primera parada técnica en un lugar llamado el Bosque de las Brujas; necesitaba meterle algo al cuerpo. Me senté en una piedra y ataqué el primero de los dos bocadillos que llevaba de avituallamiento: Jamón con tomate. Según leí en una placa aquellos parajes sirvieron de escenario para antiguos aquelarres, que motivaron la intervención de la Iglesia y el asesinato en la hoguera de nueve mujeres. El jamón se me atascó en el gañote.
Cuando me disponía a continuar emergieron del túnel verde un par de chicas jóvenes a las que saludé con el protocolario «buen camino», que es el saludo preferido entre los peregrinos. Nuestros pasos eran, más o menos, de la misma longitud, así que decidimos unirnos y sortear juntos los senderos que salían del bosque en dirección a la localidad de Burguete.
Edurne y Ana no eran peregrinas sino montañeras, no había ni un atisbo de devoción en sus pasos, ningún tipo de búsqueda interior las movía, lo suyo era simple y puro deporte.
—Pero siempre en la naturaleza, ¿eh? —me advirtieron.
Venían del Valle de Baztán, y su intención era hacer el Camino francés hasta Santiago para posteriormente regresar a su pueblo atravesando la cornisa cantábrica por el denominado Camino del Norte. Calibré el poderío de sus piernas con un disimulado vistazo. Me parecieron capaces de una hazaña semejante.
A ratos, nos sumergíamos en un bonito silencio compartido, y otras veces utilizaban el euskera para hablar entre ellas. Me gustaba pisar las hojas y escucharlas hablar en aquel idioma indescifrable para mí.
A la entrada de Burguete flaqueé. La juventud montañera de Edurne y Ana me había vencido definitivamente y su ritmo constante y entusiasta quedaba muy lejos de mi torpe voluntad de ex alcohólico. Las vi marchar sin ningún remordimiento. Pensé divertido que no eran las primeras mujeres que me abandonaban al borde del camino.