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Authors: Andrea Camilleri

Un mes con Montalbano (30 page)

BOOK: Un mes con Montalbano
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—Acabo de darme cuenta de que anoche yo...

—¡Siga, por Dios!

Los bancos de la escuela se perdieron en lejanas nieblas.

—Anoche no miré directamente el reloj, sino su imagen reflejada. Me engañó la posición de las manecillas.

Montalbano giró en redondo.

El reloj que se reflejaba en la vidriera de la farmacia marcaba las once y media. Todo lo que había contado el profesor había que desplazarlo una hora más, y de coartada cambiaba a testimonio de cargo.

Dado que no podía meter en la cárcel por falso testimonio al profesor Guglielmo La Rosa, filósofo mayor, el comisario Montalbano mandó detener a Gino Rocchi y, por complicidad, a Ilario Burlando, filósofo menor.

Cincuenta pares de zapatos claveteados

Cuando desembarcaron en Sicilia en 1943, los norteamericanos introdujeron las botas con suela de goma con las que los dotaba su ejército, lo que comportó el fin de los duros zapatones claveteados que llevaban los soldados de la infantería italiana y los campesinos. Durante el desbarajuste del desembarco aliado, Michele Borroso, propietario de cabras en Castro, saqueó un almacén militar italiano precipitadamente abandonado y se llevó a casa, entre otras cosas, cincuenta pares de zapatones, tantos como para calzar a toda una dinastía. Cuando murió, su hijo Gaetano heredó las cabras, los pastos y cuarenta y ocho pares de zapatos claveteados. Años más tarde, a Gaetano le robaron treinta cabras, y aquella vez el ladrón de ganado salió bien librado, porque Borroso no sólo no denunció el robo, sino que en el pueblo tampoco expresó ningún propósito de venganza. Los ladrones, creyendo que un segundo robo iba a pasarse por alto como el primero, volvieron a intentarlo y esta vez se llevaron un centenar de animales, en vista de que los negocios de Borroso iban muy bien. Quince días después del segundo robo, Casio Alletto, hombre violento al que en el pueblo todos conocían por ser el jefe de una banda que robaba indiscriminadamente cualquier animal que se moviese sobre cuatro o dos patas, fue hallado a orillas del torrente Billotta molido a bastonazos, pedradas, puñetazos y patadas. Lo trasladaron al hospital de Villalta en estado agonizante y llegó muerto. Era indiscutible la firma de Gaetano Borruso: las marcas de los zapatos claveteados en la cara de Casio Alletto hablaban claro.

Dos días antes de los hechos, el jefe de policía de Villalta se enteró de que el comisario De Rosa, destacado en Castro, se había herido al caer del caballo durante una batida de caza. No iba a poder ocuparse del caso. Entonces envió a Salvo Montalbano, que en esa época tenía poco más de treinta años, a ayudar al sargento Billè, sobre cuyas espaldas había recaído el peso, muy ligero la verdad, de una investigación que parecía sencilla.

Si la investigación era fácil, no se podía decir lo mismo de la cuesta que aquella mañana Montalbano y Billè estaban subiendo para llegar al corral donde Borruso se había construido un habitáculo de piedras en seco y en el que vivía habitualmente. Con el dinero que tenía podía permitirse un lugar más confortable, pero no entraba en las tradiciones familiares de los Borruso, que no sólo eran cabreros, sino que estaban orgullosos de aparentarlo. Tras haber recorrido unos cuatro kilómetros desde Castro, Montalbano y Billè tuvieron que dejar el coche e iniciaron la fatigosa subida en fila india, Billè delante y Montalbano detrás, por un camino que hasta las cabras habrían considerado impracticable. El sargento Billè, que bajo el uniforme escondía la capacidad física de un fauno, saltaba con la agilidad de una cabra por el sendero, mientras que Montalbano renqueaba, resoplando. El primer cuarto de hora de subida (porque después le resultaba difícil pensar) le sirvió a Montalbano para trazar una breve línea de conducta muy sutil y táctica, para cuando interrogara a Borruso, aunque en el segundo cuarto de hora ya se había condensado en un propósito muy simple: «En cuanto ese imbécil se contradiga, lo detengo». Ni se le ocurrió que podrían encontrar zapatones claveteados manchados de sangre en el habitáculo de Borruso: le quedaban cuarenta y siete pares para enredar más el caso.

La mañana era de una nitidez de cristal recién lavado. El azul del cielo parecía gritar al universo que era dos veces más azul, mientras que los árboles y las plantas oponían su verde más verde con toda la fuerza de que eran capaces. Había que mantener los párpados entrecerrados porque los colores herían con violencia, así como el aire sutil aguijoneaba las narices. Tras media hora de subida, Montalbano sintió la apremiante necesidad de hacer un descanso. Avergonzado, se lo dijo al sargento, quien le contestó que tuviera un poco de paciencia: dentro de poco podrían descansar, a mitad de camino, en la casa de un campesino a quien Billè conocía bien.

Cuando llegaron, dos hombres y una mujer estaban limpiando el trigo de impurezas, sentados alrededor de una vieja mesa de madera sobre la que había un gran montón de grano. Casi no se dieron cuenta de la llegada de dos extraños. En cambio, un niño de unos dos años corrió balanceándose sobre las dos piernas, poco estables y deformes como un ternerillo recién nacido, y agarró con fuerza los pantalones de Montalbano con las manitas sucias de mermelada. La mujer, que evidentemente era la madre, se levantó y corrió a tomarlo en brazos.

—¡Este chico nos tiene a mal traer! ¡Es muy travieso!

—Buenos días, sargento —saludó uno de los hombres, levantándose.

El otro siguió sentado y se llevó dos dedos a la visera de la gorra.

—Perdona la molestia, Peppi —se disculpó el sargento—, estoy de paso con el señor Montalbano. ¿Nos darías un vaso de agua?

—¿Agua? En el agua nos ahogamos. Siéntense, que les voy a traer un vino que les hará desaparecer el cansancio —dijo Peppi dirigiéndose a la casa.

La mujer, con el chico en brazos, fue tras él.

—No, perdone —intervino Montalbano, alzando la voz—, yo sólo quiero un poco de agua —y añadió, para justificarse—: Nunca bebo en ayunas.

—Si es por eso, se lo remedio.

—No, gracias. Sólo quiero un poco de agua.

Se sentaron a la mesa. El hombre de la gorra siguió con su trabajo.

—¿Cómo estás, Totò? —preguntó el sargento.

—Mejor —contestó, seco, el hombre.

—¿Ha estado enfermo? —preguntó Montalbano amablemente, mientras observaba que el semblante de Billè adquiría una expresión confundida.

—Sí, he estado enfermo —repuso Totò y, de golpe, miró a Montalbano a los ojos—. Según usted, que es todo un doctor, ¿cómo se siente uno después de estar seis meses en la cárcel sabiéndose inocente?

—Nuestro amigo aquí presente —intentó explicar Billè— fue encarcelado por los carabineros por equivocación. Lo confundieron con otro. Se trató...

—¡Aquí están el agua y el vino! —interrumpió Peppi saliendo por la puerta.

No llevaba un vaso con agua, sino un botijo. El recipiente de creta sudaba, señal de que lo habían horneado bien. Montalbano acercó los labios a la boca y tomó un buen trago de agua fresca, en su punto. Cuando se levantaron para reanudar el camino, el hombre de la gorra se levantó, estrechó la mano a Montalbano, volvió a mirarlo fijamente y dijo:

—Procuren no hacer lo mismo con Tano Borruso.

—¿Qué quiso decir? —preguntó Montalbano tras haber vuelto a la cuesta que llevaba al corral.

El sargento se detuvo y se volvió:

—Quiso decir lo que usted entendió. No cree que Tano Borruso haya matado a Casio Alletto.

—¿Y cómo puede estar seguro?

—Igual que otros en el pueblo.

—¿Y usted, sargento?

—Quizá yo también —contestó tranquilo Billè.

Montalbano permaneció cinco minutos en silencio y luego volvió a hablar:

—Me gustaría que me dijera lo que piensa.

De nuevo el sargento se detuvo y se volvió.

—¿Puedo preguntarle algo?

—Claro.

—Mire, el comisario De Rosa me habría ordenado que apresara a Borruso y lo llevara a comisaría. Usted, en cambio, me ha dicho que prefería acompañarme aunque le resulte un esfuerzo. ¿Por qué lo hace?

—Bueno, sargento, porque creo que es conveniente ver en su ambiente cotidiano a las personas de las que debo ocuparme. Creo, o quizá me hago la ilusión, que así las comprendo mejor.

—Eso es precisamente: en el pueblo todos sabemos cómo es Tano Borruso.

—¿Y cómo es?

—Si no cortaría una ortiga, ¡cómo va a matar a un hombre! —Sonrió, sin apartar los ojos de Montalbano—. ¿No se tomará a mal si alguien que lleva treinta años de servicio en la policía y está a punto de jubilarse le dice una cosa?

—No, adelante.

—Me habría gustado mucho, cuando era jovencito, trabajar a sus órdenes.

El habitáculo de Gaetano Borruso consistía en una sola habitación bastante grande. Detrás había un corral enorme, del que partía un ensordecedor coro de balidos. Delante de la casa se abría una explanada de tierra batida, en uno de cuyos lados se levantaba un amplio emparrado. A Montalbano le sorprendió que debajo del emparrado hubiera una veintena de banquitos rústicos, fabricados con ramas de árbol. Tres estaban ocupados por unos campesinos que discutían animadamente. Las voces se redujeron cuando vieron aparecer al sargento y a Montalbano. El más viejo de los tres campesinos, que estaba sentado de cara a los otros dos, alzó una mano e hizo un gesto de disculpa, como diciendo que en ese momento estaba ocupado. Billè asintió y fue a buscar dos banquitos que llevó a la sombra, bastante alejados del emparrado.

Tomaron asiento. Montalbano sacó el atado de cigarrillos y le ofreció uno a Billè, que lo aceptó.

Mientras fumaba, Montalbano no pudo evitar lanzar una mirada de vez en cuando hacia los tres que seguían discutiendo. El sargento interceptó las miradas.

—Está administrando —dijo al cabo de un rato.

—¿Los otros dos trabajan para él? ¿Son empleados suyos?

—Borroso tiene ocho hombres que cuidan las cabras, fabrican el queso y se encargan de otras cosas. Hay muchas más cabras que estas que ve aquí. Pero esos hombres no trabajan a sus órdenes.

—¿Por qué dijo entonces que Borroso está administrando? ¿Qué administra?

—Justicia.

Montalbano lo miró sorprendido. Con la amabilidad que se utiliza con los niños y con los débiles mentales, el sargento explicó:

—Aquí todos saben que Gaetano Borroso es un hombre sabio y de experiencia, siempre dispuesto a dar una mano, a dar un consejo. De modo que, cuando hay un enfrentamiento, un motivo de discusión, la gente ha ido adquiriendo poco a poco la costumbre de venir a hablar con él.

—¿Y luego hacen lo que él decide?

—Siempre.

—¿Y si optan por actuar de otro modo?

—Si encuentran una solución más justa, Borroso la acepta; siempre reconoce cuándo se ha equivocado. Pero si la discusión degenera y se pasa de las palabras a los hechos, Borroso no quiere volver a ver a los interesados. Y un hombre al que Borroso ya no quiere ver es un hombre con el que nadie desea tener relación. Será mejor que se vaya a otro pueblo. Y por pueblo no me refiero sólo a Castro.

—Un ejemplo espléndido de comportamiento mafioso —fue el comentario que Montalbano no pudo reprimir.

El semblante de fauno del sargento se endureció.

—Perdone, pero sus palabras demuestran que no tiene ni idea de lo que es la mafia. ¿Qué gana Borroso con lo que hace?

—Poder.

—Le hablo como policía —explicó el sargento tras una pausa—. Resulta que Borroso sólo ha utilizado su poder para una cosa: evitar delitos de sangre. ¿Conoció al comisario Mistretta, que murió en un enfrentamiento con armas de fuego hace seis años?

—No tuve el placer.

—Se le parecía. ¿Sabe qué me dijo después de haber hablado con Borroso, al que conoció por casualidad? Que Borroso era un rey pastor sobreviviente. Y me explicó quiénes eran los reyes pastores.

Montalbano volvió a mirar hacia el emparrado. Ahora los tres hombres estaban de pie y bebían por turno de una botella de vino que Borroso tenía en el suelo junto al banquito. Era una especie de rito; así lo sugerían los movimientos lentos, las miradas que intercambiaban después de cada pasada. Cada uno bebió tres veces; luego se estrecharon la mano. Los dos que habían ido a hablar con Borroso se alejaron después de haber saludado sin palabras, sólo con los ojos, a Billè y a Montalbano.

—Adelante, adelante —dijo Borroso, invitándolos con un gesto a acercarse al emparrado.

—El señor Montalbano y yo —dijo Billè— hemos venido por el asunto del asesinato de Casio Alletto.

—Me lo esperaba. ¿Quieren arrestarme?

—No —contestó Montalbano.

—¿Quieren interrogarme?

—No.

—¿Entonces qué quieren?

—Hablar con usted.

Montalbano advirtió un cambio de actitud en el hombre que tenía delante. Si antes había hecho las preguntas con una especie de indiferencia, ahora observó en los ojos que lo miraban una atención distinta que lo sorprendió. Cuando subía la cuesta hacia el corral ¿no se prometió que arrestaría a Borruso a la primera contradicción? ¿Por qué ahora estaba dispuesto a darle tiempo?

Tomaron asiento. Montalbano observó, como con los ojos de otro, que ahora él y el sargento se encontraban en la misma posición, en los mismos banquitos que habían ocupado los dos campesinos que fueron a pedir justicia a Borruso. Sólo que la perspectiva debía invertirse: hasta que se probase lo contrario, él y el sargento eran los representantes de la justicia. Y Borruso, si no el imputado, al menos el sospechoso. Pero Gaetano Borruso permanecía en su asiento con la sencillez y al mismo tiempo la autoridad de un juez natural.

—¿Quieren un poco de vino? —preguntó señalando la botella.

Billè aceptó y bebió un sorbo. Montalbano lo rechazó con un gesto cortés.

—No fui yo quien mató a Casio Alletto —dijo tranquilamente Borruso—; si lo hubiera hecho ya me habría entregado. —Las palabras que se dicen vibran de una manera particular, las palabras que dicen la verdad tienen una vibración distinta de las demás—. ¿Por qué creen que fui yo?

—Porque se sabe que fue Alletto quien le robó las cabras —contestó Montalbano.

—Yo no mataría a nadie, aunque me robara todas las cabras.

—Y luego está el asunto de los zapatos claveteados. Como los que lleva puestos.

Gaetano Borruso los miró como si los viera por primera vez.

—Los llevo desde hace cinco años. Son unos zapatos fuertes, buenos. Dicen que los que les daban a nuestros soldados en Rusia, en la última guerra, tenían la suela de cartón. En cambio éstos la tienen de cuero, seguro. Después de haberlos sacado del depósito, mi padre sólo gastó un par. Los tenía puestos cuando murió en el campo, mientras trabajaba la tierra. Cuando lo amortajé, le puse un par nuevo. Quedaron cuarenta y ocho.

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