Un punto azul palido (47 page)

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Authors: Carl Sagan

Tags: #Divulgación Científica

BOOK: Un punto azul palido
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Marineros estancados en la calma chicha, sentimos la agitación de la brisa.

Capítulo
XXII
D
E PUNTILLAS POR LA
V
ÍA
L
ÁCTEA

Juro por la protección de los astros (un poderoso juramento, si supieras)...

Corán
, sura 56 (siglo VII)

Es evidente que resulta extraño dejar de habitar la Tierra, renunciar a unas costumbres que uno apenas ha tenido tiempo de aprender...

R
AINER
M
ARÍA
R
ILKE
, «La primera elegía» (1923)

L
a perspectiva de escalar al firmamento, de ascender al cielo, de alterar otros mundos para que sirvan a nuestros propósitos —independientemente de que llevemos buenas intenciones— dispara de inmediato la alarma: recordamos entonces la inclinación humana hacia el orgullo presuntuoso; nos viene a la memoria nuestra falibilidad y nuestros juicios errados cuando nos vemos confrontados con nuevas y poderosas tecnologías. Rememoramos la historia de la torre de Babel, un edificio «que debía llegar al cielo» y el temor de Dios a que nuestra especie «no encuentre restricciones en nada de lo que se haya propuesto hacer».

Ahí está el salmo
15,
que reivindica la filiación divina de los demás mundos: «Los cielos pertenecen al Señor, pero ha cedido la Tierra para los hijos del hombre.» O la versión de Platón del análogo griego de Babel, la leyenda de Otys y Ephialtes. Hubo unos mortales que «se atrevieron a subir al cielo». Los dioses se vieron ante la necesidad de tener que elegir. ¿Debían eliminar a esos advenedizos humanos «y aniquilar su raza enviándoles un rayo»? Por una parte, «eso significaría el fin de los sacrificios y de la devoción que les ofrecían los hombres», prebendas a las que ellos no deseaban renunciar. «Pero, por otra parte, los dioses no podían tolerar que tamaña insolencia quedara impune.»

Sin embargo, si a largo plazo no tenemos otra alternativa, si nuestra elección está entre muchos mundos o ninguno, lo que necesitamos son otro tipo de leyendas, leyendas que nos estimulen. Y de hecho existen. Muchas religiones, del hinduismo al cristianismo gnóstico, pasando por la doctrina mormona, postulan —por más impío que pueda sonar— que el objetivo del ser humano estriba en alcanzar la condición de dios. O bien consideremos una historia que aparece en el Talmud judío y que fue omitida en el libro del Génesis. (Se halla en indudable relación con el relato de la manzana, el árbol del conocimiento, el pecado original y la expulsión del Edén.) En el jardín del Paraíso, Dios dice a Eva y a Adán que ha dejado intencionadamente inacabado el universo. Será responsabilidad de los humanos, a lo largo de incontables generaciones, colaborar con Dios en un «glorioso» experimento, el de «concluir la Creación».

Una responsabilidad de esa envergadura supone una carga pesada, especialmente para una especie tan débil e imperfecta como la nuestra, con una historia tan desdichada. Nada remotamente similar a la «conclusión» puede abordarse sin un nivel mucho mayor de conocimientos del que hoy poseemos. Pero tal vez si nuestra misma existencia corre peligro, nos veremos capaces de estar a la altura de ese desafío supremo.

A
UNQUE NO EMPLEÓ PRÁCTICAMENTE
ninguno de los argumentos del capítulo anterior, Robert Goddard intuyó que «debía emprenderse la navegación del espacio interplanetario para asegurar la continuidad de la raza». Konstantin Tsiolkovsky expresó una opinión similar:

Existen incontables planetas, muchas Tierras isla... El hombre ocupa una de ellas. ¿Por qué no iba a aprovecharse de otras y del poder de innumerables soles?... Cuando el Sol haya agotado su energía, sería lógico abandonarlo y buscar otra estrella, recién alumbrada y en toda su plenitud.

Y ello podrían emprenderlo antes, sugirió, mucho antes de que el Sol muera, «almas aventureras, en busca de mundos frescos por conquistar».

No obstante, cuando reviso toda esta argumentación, me preocupa. ¿Recuerda demasiado a Buck Rogers? ¿Acaso exige una confianza absurda en la tecnología futura? ¿Ignora mis propias advertencias acerca de la falibilidad humana? Lo que es seguro es que, a corto plazo, predispone en contra de las naciones tecnológicamente menos desarrolladas. ¿No existen alternativas prácticas para evitar estos peligros latentes?

Todos los problemas medioambientales que nos hemos autoinfligido, todas nuestras armas de destrucción masiva son productos de la ciencia y la tecnología. Podríamos pensar quizá en retirarnos de la vía científica y tecnológica. Podríamos admitir que, sencillamente, esas herramientas queman demasiado para tocarlas. Podríamos optar por crear una sociedad más simple, en la que aunque seamos descuidados o cortos de miras, no nos sea posible alterar el medio ambiente a escala global o incluso regional. Podríamos retroceder hacia un nivel tecnológico mínimo, intensivo en el ámbito de la agricultura, con rigurosos controles sobre los nuevos conocimientos. Una teocracia autoritaria constituye un método probado para hacer cumplir los controles.

Sin embargo, una cultura mundial de esas características es inestable, a largo plazo si no a corto, dada la velocidad de los avances tecnológicos. La propensión humana hacia el progreso, la envidia y la competencia latirán siempre en el subsuelo; tarde o temprano se aprovecharán las oportunidades para conseguir una ventaja local. A menos que se impongan severas restricciones sobre el pensamiento y la acción, en un tris estaremos de nuevo donde nos hallamos hoy. Una sociedad tan controlada debe garantizar enormes poderes a la élite que lleva a cabo el control, invitando al abuso flagrante y a una eventual rebelión. Es muy difícil —una vez conocidas las riquezas, comodidades y medicinas capaces de salvar vidas que ofrece la tecnología— ahogar el ingenio y la avidez humanos. Y mientras semejante involución de la civilización global, de ser posible, solucionaría previsiblemente el problema de la catástrofe tecnológica autoinfligida, nos dejaría por otra parte indefensos frente a eventuales impactos de asteroides y cometas.

También podríamos imaginarnos retrocediendo mucho más atrás, hasta la sociedad de cazadores-recolectores, en la que viviríamos de los productos naturales de la tierra y abandonaríamos incluso la agricultura. La jabalina, el arco, las flechas y el fuego serían en ese caso toda la tecnología que necesitaríamos. Pero la Tierra podría mantener como mucho a unas pocas decenas de millones de cazadores-recolectores. ¿Cómo podríamos reducir la población hasta esos niveles sin instigar las mismas catástrofes que tratamos de evitar? Aparte de eso, apenas sabríamos vivir como cazadores-recolectores: hemos olvidado cómo era su cultura, sus habilidades, sus herramientas. Hemos acabado con casi todos los que quedaban y destruido gran parte del entorno que los sustentaba. Exceptuando una minúscula fracción de nosotros, posiblemente no seríamos capaces, aun asignándole la máxima prioridad, de volver atrás. Y de nuevo, aunque pudiéramos retroceder, quedaríamos indefensos ante la catástrofe del impacto que inexorablemente llegará.

Las alternativas parecen más que crueles: son ineficaces. Muchos de los peligros a los que nos enfrentamos arrancan, efectivamente, de la ciencia y la tecnología, pero más concretamente porque nos hemos vuelto poderosos sin volvernos sensatos en la misma medida. Los poderes capaces de alterar el mundo que la tecnología ha puesto en nuestras manos requieren hoy un grado de consideración y previsión que nunca se nos había exigido con anterioridad.

La ciencia ofrece dos caminos, está claro; sus productos pueden utilizarse para el bien y para el mal. Pero no hay vuelta atrás para la ciencia. Las primeras advertencias acerca de los peligros tecnológicos proceden también de la ciencia. Y las soluciones pueden muy bien exigir más de nosotros que un simple arreglo tecnológico. Muchas personas tendrán que adquirir cultura científica. Puede que tengamos que cambiar instituciones y comportamientos. Pero nuestros problemas, sea cual sea su origen, no pueden ser solventados prescindiendo de la ciencia. Tanto las tecnologías que nos amenazan como la eliminación de esas amenazas manan de la misma fuente. Ambas corren parejas.

En cambio, con sociedades humanas establecidas en diversos mundos, nuestras perspectivas serían mucho más favorables. Nuestros valores estarían diversificados. Habríamos colocado nuestros huevos, casi literalmente, repartidos en varias cestas. Cada sociedad se sentiría inclinada a estar orgullosa de las virtudes de su mundo, de su ingeniería planetaria, de sus convenciones sociales, de sus predisposiciones hereditarias. Necesariamente, se cuidarían y exagerarían las diferencias culturales. Esa diversidad serviría como herramienta de supervivencia.

Cuando los asentamientos fuera de la Tierra fueran más capaces de valerse por sí mismos, tendrían buenas razones para fomentar el avance tecnológico, la abertura de miras y la aventura, aunque los que quedaran en la Tierra estuvieran obligados a ser cautelosos, a temer los nuevos conocimientos y a instituir controles sociales draconianos. Una vez asentadas las primeras comunidades autosuficientes en otros mundos, quizá los habitantes de la Tierra pudieran también relajarse un poco y volverse más alegres. Los humanos en el espacio proporcionarían a los de la Tierra una protección real contra excepcionales pero catastróficas colisiones de asteroides o cometas con trayectorias errantes. Naturalmente, por esa misma razón, los humanos residentes en el espacio dominarían en caso de alguna disputa seria con los de la Tierra.

Las perspectivas de una época así contrastan enormemente con las predicciones que apuntan a que el progreso de la ciencia y la tecnología se encuentran actualmente cerca de un límite asintótico; que el arte, la literatura y la música nunca se acercarán, y mucho menos superarán, el apogeo que nuestra especie ha alcanzado ya en alguna ocasión, y que la vida política sobre la Tierra está a punto de cristalizar en un gobierno mundial de corte democrático liberal, estable como una roca, identificado, según Hegel, como «el final de la historia». Una expansión de estas características hacia el espacio contrasta también con una tendencia —distinta pero claramente perceptible en los últimos tiempos— hacia el autoritarismo, la censura, los conflictos étnicos y un profundo recelo ante la curiosidad y las ganas de aprender. En cambio, pienso que, después de una etapa de limpieza a fondo, la colonización del sistema solar presagia una era abierta a deslumbrantes avances de la ciencia y la tecnología, el florecimiento cultural, así como experimentos de gran alcance tanto ahí arriba, en el cielo, como aquí abajo, en nuestra organización social y de gobierno. En más de un contexto, la exploración del sistema solar y la toma de posiciones en otros mundos constituye, más que el final, el comienzo de la historia.

R
ESULTA IMPOSIBLE
, al menos para nosotros, los seres humanos, adivinar el futuro, y todavía más con siglos de antelación. Nadie lo ha logrado nunca, al menos de forma coherente y detallada. Y, desde luego, yo no me considero capaz de hacerlo. Si he llegado, admito que con cierto azoramiento, tan lejos como lo he hecho hasta ahora en este libro, es porque estamos sólo empezando a reconocer los retos verdaderamente sin precedentes que ha traído consigo nuestra tecnología. En mi opinión, estos desafíos tienen en ciertos casos implicaciones directas, algunas de las cuales he tratado de exponer con brevedad. También conllevan implicaciones menos directas, a mucho más largo plazo, de las que me siento aún menos seguro. Sin embargo, me gustaría exponerlas también a su consideración:

Incluso cuando nuestros descendientes se hayan establecido en los asteroides cercanos a la Tierra, en Marte, así como en las lunas del sistema solar exterior y del Cinturón de cometas Kuiper, no estarán del todo seguros. A la larga, el Sol puede generar asombrosos estallidos de rayos X y ultravioletas; el sistema solar entrará en una de las enormes nubes interestelares cercanas que se hallan al acecho y los planetas se oscurecerán y enfriarán; una lluvia de letales cometas surgirá rugiendo de la Nube de Oort, amenazando las civilizaciones de muchos mundos adyacentes; nos daremos cuenta de que una estrella de las proximidades está a punto de convertirse en una supernova. En el largo plazo
real,
el Sol —de camino a convertirse en una estrella gigante roja— se irá haciendo más grande y brillante, el aire y el agua de la Tierra comenzarán a escaparse al espacio, el suelo se carbonizará, los océanos hervirán y se evaporarán, las rocas se vaporizarán y es posible, incluso, que nuestro planeta sea engullido por el Sol.

Lejos de haber sido creado para nosotros, con el tiempo el sistema solar se volverá demasiado peligroso para nuestra especie. A la larga, tener todos los huevos guardados en una sola cesta estelar, independientemente de lo fiable que haya sido hasta ahora el sistema solar, puede resultar demasiado arriesgado. A largo plazo, pues, como supieron reconocer hace mucho tiempo Tsiolkovsky y Goddard, deberemos abandonar el sistema solar.

Pero si eso es cierto por cuanto respecta a nosotros, ¿por qué no va a serlo para otros? Y si es cierto en lo que afecta a otros seres, ¿por qué no están aquí? Existen muchas respuestas posibles, incluyendo el punto de vista de que
ya
nos han visitado, si bien, lamentablemente, las evidencias que lo apoyan son prácticamente insignificantes. O puede que no haya nadie más ahí fuera, porque se destruyen a sí mismos, casi sin excepción, antes de alcanzar la facultad de volar al espacio interestelar; o porque, en una galaxia de cuatrocientos mil millones de soles, la nuestra es la primera civilización técnica.

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