Sin embargo, hasta 1837 la observación directa no consiguió probar de manera clara y nítida que es cierto que la Tierra da vueltas alrededor del Sol. Finalmente se descubrió también el tan debatido paralaje anual, pero no mediante argumentos mejores, sino gracias a instrumentos más avanzados. Dado que explicar en qué consiste es mucho más directo que explicar la aberración de la luz, su descubrimiento resultó muy importante. Supuso el último clavo para sellar el ataúd del geocentrismo. Basta con mirarse un dedo, primero con el ojo izquierdo y luego con el derecho, para descubrir que da la sensación de moverse. El paralaje es muy fácil de comprender.
Hacia el siglo XIX todos los científicos geocentristas se habían convertido o extinguido. Una vez convencidos la mayoría de ellos, la opinión pública informada cambió rápidamente, en algunos países en sólo tres o cuatro generaciones. Naturalmente, en tiempos de Galileo y Newton, e incluso mucho más tarde, quedaba todavía quien no estaba de acuerdo, quien trataba de impedir que se aceptara o llegara a conocerse la nueva imagen del universo con el Sol en el centro. También había mucha gente que mantenía, al menos en secreto, sus reservas al respecto.
Bien entrado el siglo XX, por si quedaba todavía algún indeciso, hemos podido dejar definitivamente zanjada la discusión. Hemos sido capaces de comprobar si vivimos en un sistema centrado por la Tierra, con planetas unidos a esferas transparentes de cristal, o si más bien se trata de un sistema centrado en el Sol, con planetas controlados a distancia por la gravedad que ejerce dicho astro. Hemos sondeado, por ejemplo, los planetas mediante radar. Cuando hacemos rebotar una señal en una luna de Saturno, no recibimos ningún eco de radio procedente de alguna esfera de cristal más cercana, adherida a Júpiter. Nuestras naves espaciales arriban a sus destinos programados con una precisión asombrosa, exactamente como había vaticinado la gravitación newtoniana. Cuando nuestros vehículos espaciales llegan a Marte, pongamos por caso, sus instrumentos no registran estallidos ni detectan fragmentos de cristal roto al chocar contra las «esferas» que —de acuerdo con las opiniones autorizadas que prevalecieron durante milenios— propulsan a Venus o al Sol en sus concienzudos movimientos alrededor de la Tierra central.
Cuando el
Voyager 1
realizó la exploración del sistema solar desde más allá del planeta más exterior, comprobó, tal como Copérnico y Galileo habían afirmado, que el Sol se halla en el centro y los planetas describen órbitas concéntricas a su alrededor. Lejos de estar ubicada en el centro del universo, la Tierra no es más que uno de esos puntos orbitantes. Sin estar ya confinados en un mundo solitario, ahora podemos llegar a otros y determinar de forma decisiva qué tipo de sistema planetario habitamos.
C
UALQUIER OTRA PROPUESTA
, y son legión, encaminada a desplazarnos del centro del cosmos ha sido igualmente combatida, en parte por razones similares. Al parecer anhelamos un privilegio, merecido no por nuestros esfuerzos, sino por nacimiento, digamos que por el mero hecho de ser humanos y de haber nacido en la Tierra. Podríamos llamarla la noción antropocéntrica, «centrada en el ser humano».
Esta noción alcanza su culminación en la idea de que fuimos creados a imagen y semejanza de Dios: «El Creador y Gobernador de todo el universo es precisamente como yo. ¡Caramba, qué coincidencia! ¡Qué adecuado y satisfactorio!» El filósofo griego del siglo VI a. J.C. Jenófanes comprendió la arrogancia de esta perspectiva:
Los etíopes plasman a sus dioses negros y de nariz respingona; los tracianos dicen de los suyos que tienen los ojos azules y el pelo rojo... Sí, y si bueyes, caballos o leones tuvieran manos y pudieran pintar con ellas, y producir obras de arte como los hombres, los caballos pintarían a sus dioses con forma de caballo, los bueyes con forma de buey...
Este tipo de actitudes se han descrito alguna vez como «provincianas»; la ingenua expectativa de que las jerarquías políticas y las convenciones sociales de una provincia humilde se extienden a un vasto imperio compuesto de muchas tradiciones y culturas diferentes; que el entorno familiar, nuestro pequeño reducto, constituye el centro del mundo. Los palurdos de pueblo no saben casi nada acerca de otras posibilidades. No alcanzan a comprender la insignificancia de su provincia o la diversidad del imperio. Con toda tranquilidad aplican sus propias normas y costumbres al resto del planeta. Pero trasladados a Viena, por ejemplo, o Hamburgo o Nueva York, reconocen apesadumbrados cuan limitada ha sido hasta entonces su perspectiva. Se «desprovincializan».
La ciencia moderna ha supuesto un viaje a lo desconocido, con una lección de humildad aguardando en cada parada. Muchos pasajeros habrían preferido quedarse en casa.
El universo de galaxias
. Esta espectacular fotografía, obtenida por el telescopio espacial
Hubble,
muestra la periferia del cúmulo galáctico Coma, que se halla a unos 370 millones de años luz de distancia. Virtualmente todos los objetos que se ven son galaxias. La más destacada, en el centro, es la NGC 4881, una galaxia elíptica gigante. La segunda en tamaño, a su izquierda, es una galaxia espiral, como la Vía Láctea, vista de frente. Las galaxias alargadas son otras galaxias espirales vistas de perfil. El objeto de color naranja y blanco que arrastra dos colas son dos galaxias en colisión; la gravedad de cada una de ellas ha distorsionado la forma de la otra. Los cuadros negros representan ausencia de datos.
Muchas de las galaxias más vagas que se ven en la imagen no forman parte del cúmulo galáctico Coma, si bien son galaxias considerables que aparecen más tenues por hallarse mucho más alejadas. Futuras generaciones de telescopios serán capaces de captar la luz de un número enormemente mayor de galaxias distantes, que hoy nos resultan completamente desconocidas.
El campo visual que abarca esta imagen corresponde a un pequeño cuadrado en el cielo de menos de un uno por ciento del área angular aparente de la Luna. Por ello no representa más que una cienmillonésima del cielo, aproximadamente. El número total de estrellas en este campo de visión —la gran mayoría de ellas situadas en otras galaxias y demasiado débiles para ser captadas por el
Hubble
— asciende a más de cien billones. El número de planetas distantes en esta minúscula porción de cielo es, sobre la base de las evidencias modernas, comparablemente enorme.
Cada una de estas galaxias gira, efectuando por lo general una rotación cada pocos cientos de millones de años. También están en movimiento unas respecto a las otras. Todo el cúmulo galáctico Coma, del cual la imagen muestra una porción minúscula, se mueve con respecto a otros cúmulos galácticos. Finalmente, todas las galaxias del cúmulo galáctico Coma se hallan colectivamente en expansión respecto a los demás cúmulos galácticos. Respecto al Grupo Local de galaxias —del cual forma parte la Vía Láctea—, el cúmulo galáctico Coma se aleja a unos siete mil kilómetros por segundo. Este es el movimiento denominado expansión del universo que se deriva del big bang.
Cedida por William A. Baum, Equipo WFPC1 del telescopio
Hubble
y NASA.
Un filósofo afirmó que conocía el secreto... Examinó a los dos extranjeros celestialesde la cabeza a los pies y les espetó en plena cara que sus personas, sus mundos, sus soles y sus estrellas fueron creados únicamente para el uso de los hombres. Ante tal afirmación, nuestros dos viajeros se dejaron caer uno contra otro, tomados por un ataque de... risa incontrolable.
V
OLTAIRE
,
Micromegas. Una historia filosófica
(1752)
E
n el siglo XVII quedaba todavía alguna esperanza de que, aunque la Tierra no fuera el centro del universo, pudiera ser el único «mundo». Pero el telescopio de Galileo reveló que «la Luna no posee en modo alguno una superficie lisa y pulida» y que otros mundos podían tener «el mismo aspecto que la superficie de la Tierra». La Luna y los planetas dejaban constancia, sin lugar a dudas, de que tenían tanto derecho a ser considerados mundos como la Tierra, con sus montañas, cráteres, atmósferas, casquetes de hielo polar, nubes y, en el caso de Saturno, un deslumbrante e inédito conjunto de anillos circumplanetarios. Después de milenios de debate filosófico, el tema quedó definitivamente saldado en favor de «la pluralidad de mundos». Tal vez fueran profundamente distintos de nuestro planeta. Puede que ninguno de ellos fuera tan compatible con la vida. Pero, decididamente, la Tierra no era el único mundo.
Esta fue la siguiente en la serie de grandes degradaciones, de experiencias decepcionantes, de demostraciones de nuestra aparente insignificancia, heridas que la ciencia, en su búsqueda de confirmación a los hechos presentados por Galileo, infligió al orgullo humano.
D
E ACUERDO
, concedieron algunos, pero aunque la Tierra no se encuentre en el centro del universo, el Sol sí. El Sol es nuestro Sol. Así pues, la Tierra se halla aproximadamente en el centro del universo.
Quizá de esta manera pudiera salvarse parte de nuestro orgullo. Sin embargo, en el siglo XIX la astronomía observacional había dejado bien claro que el Sol no es más que una estrella entre un enorme conjunto de soles autogravitatorios que recibe el nombre de galaxia Vía Láctea. Lejos de ocupar el centro de la galaxia, nuestro Sol, con su entorno de pálidos y minúsculos planetas, se encuentra ubicado en un sector indistinto de un oscuro brazo espiral. Nos encontramos a treinta mil años luz del centro.
De acuerdo. Pero entonces nuestra Vía Láctea es la única galaxia.
La galaxia Vía Láctea es una entre miles de millones, quizá cientos de miles de millones de galaxias, y no se destaca ni por su dimensión ni por su brillo ni por cómo están configuradas o dispuestas las estrellas que la conforman. Una fotografía moderna del fondo del cielo revela la existencia de más galaxias allende la Vía Láctea que estrellas dentro de la misma. Cada una de ellas constituye un universo isla que puede llegar a contener cien mil millones de soles. Una imagen así supone un profundo sermón sobre humildad.
De acuerdo. Pero entonces, por lo menos, nuestra galaxia se encuentra en el centro del universo.
No, tampoco eso es cierto. Al principio, cuando se descubrió la expansión del universo, mucha gente asumió de forma natural la noción de que la Vía Láctea se hallaba en el centro de la expansión y todas las demás galaxias se alejaban de nosotros. Hoy sabemos que los astrónomos de cualquier otra galaxia verían también a todas las restantes alejándose de ellos; a menos que fueran muy meticulosos, todos concluirían que
ellos
se encuentran en el centro del universo. En realidad, la expansión
no
tiene centro, no hay punto de origen del big bang, al menos no en el espacio tridimensional ordinario.
De acuerdo. Pero entonces, aunque existan cientos de miles de millones de galaxias, cada una de ellas compuesta de miles de millones de estrellas, no hay otra estrella que tenga planetas.
Si no existen otros planetas más allá de nuestro sistema solar, quizá no haya más vida que la humana en el universo. De ese modo, nuestra singularidad quedaría salvaguardada. Dado que los planetas son pequeños y brillan débilmente por el reflejo de la luz solar, son difíciles de encontrar. A pesar de que la tecnología aplicable progresa a una velocidad pasmosa, incluso un mundo gigante como Júpiter, orbitando alrededor de la estrella
más cercana,
Alfa Centauro, sería difícil de detectar. En nuestra ignorancia los geocentristas hallan esperanza.
Hubo una vez una hipótesis científica —no sólo fue bien recibida sino que llegó a ser predominante— que establecía que nuestro sistema solar se formó como consecuencia de una colisión cercana del antiguo Sol con otra estrella; la interacción de la marea gravitatoria arrancó emanaciones de polvo solar que se condensaron rápidamente formando planetas. Dado que el espacio se halla esencialmente vacío y las colisiones estelares cercanas son extraordinariamente raras, se llegó a la conclusión de que habían de ser muy pocos los demás sistemas planetarios existentes, quizá solamente uno, alrededor de esa otra estrella que mucho tiempo atrás cooriginó los mundos de nuestro sistema solar. En el curso de mis primeros estudios me sorprendió y decepcionó que alguna vez fuera tomada en serio una visión así, el hecho de que, en lo que hace referencia a planetas de otras estrellas, la ausencia de evidencia se considerara evidencia de ausencia.
Hoy en día contamos con una prueba bastante firme de la existencia de al menos tres planetas orbitando una estrella extremadamente densa, el pulsar clasificado como B 1257 + 12, sobre el cual volveré más adelante. Y hemos hallado, para más de la mitad de estrellas con masas similares a la del Sol, que al principio de sus vidas están rodeadas por grandes discos de gas y polvo a partir de los cuales parecen formarse los planetas. Otros sistemas planetarios son hoy un lugar común en el cosmos, quizá lo sean incluso mundos parecidos a la Tierra. En el transcurso de las próximas décadas deberíamos ser capaces de inventariar al menos los planetas más grandes —si es que existen— de cientos de estrellas cercanas.
De acuerdo. Pero si nuestra posición en el espacio no nos atribuye un rol especial, nuestra posición en el tiempo sí: hemos estado presentes en el universo desde el principio
(día más, día menos).
El Creador nos ha asignado unas responsabilidades especiales.
En otro tiempo parecía muy razonable pensar que el universo comenzó un poquito antes de que nuestra memoria colectiva quedara oscurecida por el paso del tiempo y la ignorancia de nuestros antepasados. Hablando en términos generales, hace de eso cientos o miles de años. Las religiones que implican una descripción del origen del universo suelen especificar —explícita o implícitamente— una fecha de origen aproximadamente de esa antigüedad, el aniversario del mundo.