—Ayyyyyyy —protestó.
—Ahora le dejas a él —dije enfadada mientras lo arrastraba a la habitación.
En ese momento mi madre me avisó de que Sandra me esperaba abajo.
—Haz los deberes —ordené a Dani—, y no le des guerra a la abuela.
Odio tener que tomar parte por uno o por otro, prefiero que arreglen solos sus diferencias, sobre todo si son los mayores, pero cuando se trata de los otros dos, Alex me puede. Dani abusa de que le lleva cinco años y Alejandro sale siempre perdiendo con él. Puede que alguna vez sea injusta, pero como hermana pequeña que he sido, puedo ponerme en la piel de mi hijo y saber lo que siente.
Aunque mi hermana y yo nos llevábamos más bien que mal, teníamos nuestras peleas y discusiones. Mientras las dos fuimos niñas supongo que yo era la que ganaba porque le hacían ceder a ella por ser mayor, pero no duró mucho tiempo. De un día para otro ella ya era una señorita y yo una niña con calcetines a la que nadie hacía caso. Maribel podía mandar sobre mi y darme órdenes sin que mis padres hicieran nada para impedirlo. Me echaba de su cuarto y de nada me servía protestar. mi reinado de mimos se terminó de la noche a la mañana con respecto a la relación con mi hermana; en otros aspectos seguí siendo la reina de la casa.
Llegamos de los últimos. Al entrar al enorme salón tan concurrido de gente, me dije que sería imposible acercarse a Sergio en toda la noche. No tardé en divisarlo, venía hacia nosotros con una enorme sonrisa, y creo que me sentí tan tonta que hasta me subió el color a las mejillas. Menos mal que podía achacarlo al enorme calor que hacía allí dentro.
Nos saludó y Sandra le presentó a Raúl. Se dijeron encantado, mucho gusto… lo típico.
Luego se giró hacia mi.
—¿Qué tal, Paula?
—Bien, Sergio. ¿Y tú?
—Muy bien. Veo que has cambiado de look —añadió sin perder la sonrisa.
—Ah… sí.
—Pues estás preciosa.
Sonreí agradecida y, cómo no, Sandra prosiguió con los piropos.
—¿A qué sí, Sergio? Le queda fenomenal, está guapísima.
La hubiera estrangulado allí mismo.
Como anfitriones que eran, Félix y Sergio atendían a todo el mundo. Yo al lado de Sandra y de Raúl saludé a gente que conocía, algunos empresarios que trabajaban con nosotras. Alguien, no recuerdo quién, me presentó a Cario, un apuesto italiano de aspecto impecable, alto, rubio y de ojos azules, con el que emprendí una conversación sobre viajes. Le calculé una edad similar a la mía y me agradó comprobar que el italiano no tenía ningún interés en hablar con nadie más que conmigo.
—Yo soy Paula —le dije en algún momento—. Paula Iglesias Sanz, y estoy divorciada.
Sonrió con una expresión amistosa y alegre.
—Ya me lo has dicho, preciosa.
Me di cuenta de que había bebido demasiado. ¿Por qué le había dicho que estaba divorciada? «Oh, qué vergüenza», pensé. ¿Acaso estaba insinuándome? Busqué a Sandra con la mirada. Hablaba sin parar con Raúl y otros hombres que no conocía. Aproveché para ir al baño.
Me incliné sobre el lavabo y me miré los ojos. ¿Estoy ligando? Sinceramente no lo sabía. No era de ningún modo mi intención. Respiré hondo y miré el reloj. No sabía hasta cuándo se alargaría la fiesta, pero no pensaba beber una copa más.
Cario se dirigió hacia mi en cuanto me vio, con disimulo me pasó el brazo por encima de los hombros. Con la excusa de acercarme a la mesa para coger un canapé me escabullí por un segundo pero el italiano se puso a mi lado enseguida.
Sergio apareció de pronto.
—Ya veo que conoces a Cario —dijo.
Sonrió.
—¡Sergio! —exclamó.
Luego empezó a halagar todo lo que le gustaba de la fiesta, afirmando que lo mejor eran las mujeres bonitas.
—Como esta belleza que tengo a mi lado —dijo mirándome.
Sonreí complacida.
—Paula, no le hagas mucho caso —replicó Sergio—, siempre dice lo mismo a todas las mujeres cuando pretende ligar. Seguro que ya lo está intentando contigo… pero ¿sabes? tiene una novia preciosa que se llama Vanessa y que seguro le está buscando.
Le miré desconcertada. En ese momento Raúl y Sandra se acercaron.
—Vanessa solo es una amiga, Paula —me dijo Cario sonriendo—. Qué nombre más bonito… me gusta… tanto como tú.
Sergio insistió en mencionar a la tal Vanessa.
—Vamos, te está buscando —dijo convencido tirando del brazo del italiano.
Pero Cario no pretendía mover ni un músculo y protestó.
Al final logró convencerlo y se lo llevó al otro lado de la sala donde se pararon a hablar con un grupo de personas. No pude apreciar si estaba con alguna chica en especial pues allí había varias mujeres.
Me entró la risa cuando Sandra me dijo en voz baja que Sergio se había puesto celoso del romano.
Sergio no tardó en volver.
—Os estáis divirtiendo, por lo que veo —dijo sonriéndome.
—Mucho —contesté—. Para una vez que un hombre parecía interesando en mi, vas tú y me lo espantas —añadí divertida intentando bromear.
Le sonreí pero creo que no supo interpretar mi sonrisa.
Se disculpó y me dijo que si quería iba de nuevo en su busca. Miré a Sandra que estaba a punto de desternillarse. Tuve que contenerme.
—¿Te lo vuelvo a traer? —insistió Sergio.
Parecía molesto o eso es lo que percibí en su gesto y en su voz. Yo no quería reírme pero estaba un poco achispada por tanta copa.
—Voy por un refresco —dije confusa sonriendo.
Me alejé y cuando volví la vista ya no estaba. No se acercó a mi el resto de la noche, y confieso que yo tampoco hice nada por estar con él.
Cuando por fin decidimos irnos era ya bastante tarde. Aunque no había vuelto a beber ni una gota de alcohol, me sentía un poco aturdida. Nos despedimos de Félix y de Sergio. Ya quedaban pocas personas en la sala.
Él estaba serio, no parecía estar muy alegre.
—Hasta pronto, Sergio —le dije con amabilidad.
—Adiós, Paula.
Ya en el coche, Sandra se dedicó a comentar lo mucho que se había divertido.
—Reconozco que estos Lambert tienen algo —dijo—. Tienen mucha clase… ¿no te parece, Paula?
—Humm… no sé… Pero espero que tengan algo más que clase —contesté riéndome—, por lo menos Sergio.
Sandra también empezó a reírse con ganas.
Raúl nos miraba muy serio.
—¿Se puede saber cuántas copas habéis bebido?
—No seas aburrido, cariño —protestó Sandra.
Hacen una pareja curiosa. No pueden ser más distintos. Sandra es habladora, extrovertida, ruidosa… Raúl es todo lo contario, serio, callado, tímido… Tampoco físicamente tienen mucho que ver, Sandra es de pelo castaño, delgada, unos cuantos centímetros más baja que yo, aunque no lo aparenta porque siempre va subida a unos inmensos tacones. Dice que es porque se siente diminuta al lado de Raúl, que pasa del metro noventa.
Él es más moreno, con grandes entradas y de complexión fuerte. Hacen una pareja extraña, pero tal vez por eso se complementen.
Llegué a casa con el único deseo de meterme en la cama y dormir. Me pareció ver luz debajo de la puerta del salón. Fui hasta allí pensando que se habían olvidado de apagar la lámpara, pues no se oía ruido alguno.
Dani dormía en el sofá, en pijama y con la tele casi sin volumen. Lo desperté de inmediato.
—Daniel, ¿se puede saber qué haces aquí? Son casi las cuatro…
Abrió los ojos y me miró asustado.
—¿Estás viendo la tele a estas horas? —pregunté girándome hacia la pantalla encendida.
Una escena de una pareja que aparecía completamente desnuda practicando un sexo muy explícito fue lo que vieron mis ojos. Apagué con rapidez.
—Vamos, vete a la cama ahora mismo, por favor —le ordené sin mirarlo.
Obedeció.
—¡Dios Mio! Lo que me faltaba. Tengo un hijo adolescente que empieza a interesarse por el sexo —exclamé en voz baja.
Después de desmaquillarme y ponerme el pijama me metí entre las sábanas. No tardé ni dos segundos en quedarme dormida. Estaba agotada.
Al día siguiente hablé con Dani. No me escandalizaba porque tuviera ciertas curiosidades propias de la edad, pero no creía que viendo ese tipo de películas se instruyera mucho.
—Eso es solo sexo; no tiene nada que ver con el amor entre una pareja. ¿Me escuchas? Hay una diferencia muy grande entre una cosa y otra.
Me confesó que muchos de sus compañeros aprovechaban la ausencia de sus padres para ver ese ciclo de películas de adultos que emitían los sábados, algunos incluso con la complicidad de los hermanos mayores. Por lo visto era el tema más comentado en los recreos de los lunes. Cuando su abuela y su hermano se fueron a la cama, pensó que era su oportunidad, yo no estaba y Vicky se quedaba esa noche en casa de una amiga.
—¿Entiendes lo que quiero explicarte?
—Sí… —susurró bajando los ojos.
—Bien.
—No llegué a ver nada… me quedé dormido…
No sé si se excusaba o estaba protestando.
—Pues mejor así…
Salí del cuarto. Pensé que aun estando en el siglo XXI, en donde el sexo aparecía por todos lados sin ningún decoro, la existencia de clases de sexualidad en los colegios, y de las charlas que había mantenido con mi hijo, al final siempre ocurría lo mismo, la curiosidad de un adolescente sería insaciable por muchos siglos que pasaran y muchos tabúes que se rompieran.
Los teléfonos no dejaron de sonar, y las visitas continuas nos habían hecho la mañana inacabable y atrasado el trabajo.
—No me pases más llamadas —le dije a Verónica—, por favor, que tengo un papeleo enorme encima de la mesa y no acabaré nunca.
Cerré la puerta del despacho y casi me entra el pánico viendo todos los impresos del modelo trescientos que tenía que tener listos para el día siguiente, pues acababa el plazo de presentación. Sandra estaba igual que yo o peor, así que no podía contar con su ayuda.
Habíamos pensando en bajar a comer al bar de la esquina o incluso pedir una pizza, aunque nos decidimos por lo primero.
—Por lo menos despejaremos un poco la cabeza —había dicho Sandra.
—Vale. A las tres entonces.
El teléfono sonó diez minutos después y descolgué con rabia.
—He dicho que nada de llamadas, Verónica. Son las dos y media y está cerrado al público —protesté.
—Lo sé, Paula, pero ha insistido mucho. Es Sergio Lambert.
Inconscientemente sonreí.
—Está bien. Pásamelo.
—Hola —dijo él—. Creo que estás muy ocupada.
—Estoy que me subo por las paredes. No te imaginas todo lo que tengo que tener terminado para mañana.
—Vaya, yo pensaba invitarte a comer.
Volví a sonreír mientras garabateaba con el lápiz en el block de notas.
—He quedado en bajar a comer con Sandra al bar de la esquina. Hoy no tenemos tiempo de deleitarnos con placeres culinarios.
Hubo un silencio, pero luego Sergio siguió hablando.
—¿Os importa que os acompañe? Odio comer solo.
—Odias cenar solo, comer… ¿qué más cosas odias hacer solo? —pregunté carcajeándome—. ¿O no se puede decir?
Le escuché reír.
—Humm… está bien. Te esperamos. No tardes.
—De acuerdo. Enseguida estoy ahí.
Colgué, miré el reloj y solté el lápiz. Pensaba pintarme los labios y arreglarme un poco el pelo, qué menos…
—Yo sobro —protestó Sandra—. Pero no te preocupes, me quedo aquí y pediré una pizza o comida china.
—¿Comida china?… —pregunté riéndome—. Esto no es una película americana, Sandra.
—Pero yo no pinto nada con vosotros —exclamó.
Tiré de ella agarrándola por el brazo.
—No digas tonterías. Coge la gabardina y vamos, que estará a punto de llegar.
—Ya veo que te has pintado los labios —dijo burlándose—. Humm… bueno, por mi no te cortes, puedes besarlo si quieres…
Sonreí.
—¿Con lengua o sin lengua? —pregunté bromeando.
—Eso ya a vuestro gusto… yo no me meto…
Sonó el timbre de la puerta.
—Ya está ahí.
Le encontré guapísimo. No solo le quedaba bien la corbata, el traje, la gabardina… mirara por donde lo mirara estaba para perder el sentido.
La comida resultó estupenda. Pedimos el menú del día y bebimos vino de la casa mezclado con gaseosa. Hablamos de cosas sin importancia, y tanto Sandra como yo nos quejamos de todo el trabajo que teníamos pendiente aún. Sergio hablaba poco, mientras que nosotras, como es nuestra costumbre, nos interrumpíamos a menudo, algo que a él parecía divertirle mucho.
Cuando Sandra fue al baño y nos quedamos a solas, Sergio habló de la noche del sábado y del incidente con Cario.
—El otro día creo que me comporté como un idiota, Paula. Lo siento.
Le miré sin comprender.
—¿El otro día?
—Cuando estabas hablando con Cario. Es que yo… Verás, Cario es un tipo que…
—Oh, olvídalo, Sergio. En realidad no me importaba nada el italiano, creo que además bebí demasiado y no estoy acostumbrada… espero no haber dicho nada de lo que me tenga que arrepentir —añadí con gesto de preocupación.
Él sonrió.
—Claro que no. No te preocupes.
No tuvimos tiempo para la sobremesa así que nos despedimos y volvimos a la oficina. Pensé que había sido un gusto poder compartir esos tres cuartos de hora junto a él. Cada vez entendía menos que estuviera libre y sin compromiso.
—Es timidísimo, Paula —me aclaró Sandra—. Se le nota. Vas a tener que atacar tú.
—¿Yo? Yo también soy muy tímida, te lo recuerdo.
—Pero menos que él. Si apenas habló; eso sí, no dejó de mirarte —se rio.
—Cuánta imaginación tienes, Sandra. Y si no habló fue porque no le dejamos —aclaré riéndome.
—Creo que le acojonamos entre las dos —se burló.
Nos estábamos desternillando de risa cuando sonó el móvil. Era Vicky.
—Mamá, ¿puedo quedarme a dormir en casa de Lucía esta noche? Ella no tiene clase mañana.
—Pero tú sí.
—¿Y qué? —preguntó enfadada—. No pasará nada porque no vaya un día.
—Quiero que estés en casa a las nueve y ayudes a tu abuela. Yo no sé a la hora que voy a salir de aquí. Y no quiero que faltes a clase sin motivo… además tendrás que estudiar.
—¿A las nueve? Ni hablar, mamá. He quedado… hasta las diez y media nada.
—No. A las nueve y media, entonces.
—Venga, mamá… a las diez y media. Por fa…
—A las diez, ni un minuto más. ¿Me oyes, Vicky?