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Authors: Patricia Sverlo

Tags: #Biografía, Histórico

Un rey golpe a golpe (16 page)

BOOK: Un rey golpe a golpe
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Primero tuvo éxito dirigiendo el mundo de manera informal, pero después, en octubre de 1973, instituyó una organización formal, la Comisión Trilateral. Representaba la concentración más grande de riqueza y de poder económico que se haya podido reunir nunca en la historia, y tenía tres oficinas principales —en Nueva York (núcleo de la zona de Norteamérica), París (para la Europa Occidental) y Tokyo (para el área asiática)—, hecho de donde proviene su nombre.

Las conclusiones fundamentales de su reunión de 1974 se recogieron en un informe, que coincide inequívocamente con los diversos pasos que se fueron siguiendo en España en los últimos años de la dictadura y los primeros de la Transición. Entre las medidas que se proponían estaba, por ejemplo, la de suprimir las leyes que prohibían la financiación de los partidos políticos por parte de las grandes empresas. Por lo general, se trataba de no dejar el funcionamiento democrático al azar, y establecer una especie de Pacto Atlántico en el terreno ideológico, que contuviera la excesiva voluntad de cambio de los países. Los partidos tenían que depender de los «inversores capitalistas» y transformarse en una especie de empresa, con una plantilla de producción política según el «mercado». La financiación ilegal y la corrupción no son más que una parte de la mecánica descubierta posteriormente.

En España, en una primera fase, antes de la muerte de Franco fue fundamental el apoyo político y financiero de organizaciones asentadas en la República Federal de Alemana (las internacionales democristiana, socialdemócrata y liberal), para recrear los partidos políticos que tendrían el poder unos años más tarde. En julio de 1974, se convocó en Suresnes (Francia), con mucha urgencia y con la financiación del partido en el Gobierno de la RFA, un cónclave de jóvenes escindidos dos años antes del tronco del PSOE, situados al frente del equipo de Felipe González, los socialdemócratas de la baza norteamericana disfrazados de izquierdistas.

Los colaboradores de Juan Carlos intensificaron los contactos con la oposición controlable.

José Joaquín Puig de la Bellacasa, que justo antes de entrar al servicio de Juan Carlos había estado en la Embajada de Londres con Fraga, se encargó fundamentalmente de ayudar al príncipe a mantener contactos con la prensa, sobre todo con la extranjera, y con algunos políticos de la oposición. Había sido miembro fundador de un grupo que se denominaba Asociación Española de Cooperación Europea, que reunía a monárquicos, democristianos y liberales (como Íñigo Cavero, Fernando Álvarez de Miranda y Leopoldo Calvo Sotelo), y se ocupó especialmente de este sector.

Pero también trajo a La Zarzuela a gente como Fernando Morán, José Pedro Pérez Llorca, Manuel Villar Arregui, Jordi Pujol y algunos nacionalistas vascos de derechas. Otro colaborador de Juan Carlos, Nicolás Franco Pascual, sobrino del dictador, se encargó de hacer otra lista con las cincuenta personas que consideraba tenían más peso en el arco político y social del país, desde la derecha establecida en el poder hasta la izquierda que se refugiaba en la clandestinidad. Y se dedicó a entrevistar, uno por uno, a los que había apuntado. Lo que le interesaba saber al juancarlismo, con tanta exactitud como fuera posible, era el grado de flexibilidad política existente en la España que Franco traspasaba a Juan Carlos.

Querían tener controlado hasta dónde serían capaces de sacrificarse, tanto los que estaban en el poder como los que estaban en la oposición, para conseguir el consenso de una reforma pacífica.

A finales de 1974 tuvieron lugar sus encuentros con Santiago Carrillo y Felipe González. No era una cosa que se hiciera a espaldas de Franco, ni mucho menos. De hecho, prácticamente se anunció en la prensa.

En abril de 1975, la revista
Cambio 16
publicó una entrevista con el sobrino del dictador, con su foto en la portada, en la que se declaraba «demócrata». Entre otras cosas, decía que era «urgente dar voz legal y el voto correspondiente a la izquierda». Y añadía: «No tiene por qué haber presos políticos. Es absurdo seguir pensando en la existencia de delitos de opinión». Y todo esto, sin que se produjera ningún escándalo, después de que el entrevistado leyera las
galerades
enviadas por la revista y lo comentara con Franco.

Con Santiago Carrillo ya había habido algunos intentos de contacto previos, antes de Nicolás Franco. En una rocambolesca operación, Juan Carlos había enviado a su amigo Manuel Prado y Colón de Carvajal a Rumanía para solicitar la mediación del presidente Ceaucescu, a quien el príncipe había conocido en las fiestas conmemorativas del Sha de Irán, en Persépolis. Cuando acababa de poner los pies en Bucarest, a pesar de la carta de presentación que traía, Prado no pudo evitar que lo encerraran durante dos días. Después de aclarar su situación, fue recibido por Ceaucescu, pero la enrevesada gestión sirvió más bien de poco. El presidente rumano intentó organizar una entrevista entre Carrillo y el general Díaz Alegría, que al final no se pudo llevar a cabo y, además, le costó el puesto al entonces jefe del Alto Estado Mayor del Ejército.

La aproximación del sobrino de Franco en verano de 1974 salió mucho mejor. Viajó personalmente a París para reunirse con el líder del PCE, y comieron juntos en el
Vert Galan
con el visto bueno del Régimen. El PCE era el partido más importante de la oposición y se pensaba que legalizarlo evitaría que el PSOE aglutinara a toda la izquierda. El representante del príncipe sacó una «impresión positiva y constructiva de la reunión». De hecho, Carrillo comprometió al PCE a no mover ni un dedo hasta que Juan Carlos fuese coronado rey, y a reconocer a la monarquía a cambio de legalizar el partido. No se podía pedir más.

Al cabo de poco tiempo, Nicolás se entrevistó con Felipe González en Madrid en una cena en casa de José Armero, en Pozuelo. De esta entrevista salió todavía más contento. El Partido Socialista giraba hacia el electorado socialdemócrata, para lo cual asumía que habría de abandonar una serie de dogmatismos inflexibles. Todo iba saliendo tan bien, de acuerdo con las directrices marcadas desde la Trilateral y los Estados Unidos, que prácticamente parecía que hubiera telepatía. Un colaborador del presidente Ford, después de entrevistarse en Madrid el mayo de 1975 con Juan Carlos, declaraba a
Le Monde
: «La transición gubernamental en España se efectuará en el transcurso de los próximos cinco años». En septiembre, Felipe González decía al diario sueco
Dagem Nyheten
: «Espero la instauración de la democracia en España de aquí a cinco años».

Eso sí, hasta 1976 —para algunos detalles como el tema de la OTAN, todavía más tiempo—, tanto Carrillo como González postularon en público exigencias que entraban en contradicción con los compromisos que ya habían adquirido en nombre de sus partidos, todavía secretos incluso para su propia militancia de base. Que continuaran hablando de la formación de un gobierno provisional, la amnistía, las libertades, el referéndum sobre monarquía o república, sólo era una cuestión de imagen, puro teatro para las masas.

El último obstáculo borbónico

«Sí dos tetas valen más que una carreta, imagínate seis tetas a la vez... Vamos a ver qué pasa», dijo Juan Carlos a más de uno en su despacho de La Zarzuela, cuando vio que en el equipo del búnquer de E1 Pardo se alistaba, pisando fuerte, María del Carmen Martínez-Bordiú, la nietísima, tras casarse con Alfonso de Borbón y Dampierre. La boda de su madre ya había incorporado una pieza de artillería, el marqués de Villaverde. Pero el Dampierre era el más peligroso de todos. El hijo de Jaime, el hermano mayor de Don Juan, era el preferido de los falangistas para suceder a Franco desde hacía años y aunque no era fácil que el dictador pudiera volverse atrás en el nombramiento de Juan Carlos, la cosa tenía su peligro. El príncipe lo pudo percibir claramente cuando, tras la ceremonia nupcial, celebrada el 8 de marzo de 1972 en la capilla de Pardo, Doña Carmen Polo, señora de Franco, se inclinó reverencialmente ante su nieta como si fuera una reina. Otro detalle que no le gustó nada fue que el infante Don Jaime regalara al dictador un Toisón de Oro, asumiendo el papel de cabeza de la Casa de Borbón; y mucho menos que Franco la aceptara —aunque no lo usó nunca —, después de haber rechazado el que le había ofrecido su padre diez años antes.

Poco tiempo después, en el mes de julio, cuando coincidieron en Estocolmo, Alfonso le dijo a López Rodó: «Reconozco la instauración del 22 de julio y a mi primo en tanto respete los Principios fundamentales. Si no los respetara, dejaría de reconocerle». El ex-ministro del Opus informó a Juan Carlos de esto y, poco después, en octubre, del hecho de que su primo había pedido a Franco que lo nombrara príncipe. Al parecer, Carrero había defendido el asunto como mejor había podido, diciéndole a su Caudillo que esto sólo se tenía que hacer a petición de Juan Carlos. Y Franco no vio el problema por ninguna parte: le dijo a Carrero que redactara un borrador de la solicitud para que su sucesor lo firmara inmediatamente. Fue un mal trago para el príncipe, que quería seguir ostentando el título en solitario. Si oficialmente había dos príncipes, era como si hubiera dos sucesores. Era ponérselo más fácil al Dampierre. Pero no se podía enfrentar con Franco. Aquello era una trampa.

Para solucionarlo, Juan Carlos fue a ver al Generalísimo el día 20, tras el funeral por Primo de Rivera en el Valle de los Caídos. Pero no se atrevió a decírselo cara a cara, y le entregó «una nota», que le habían preparado sus colaboradores con mucha cordura, «negociando» una salida al conflicto.

Argumentaba que la coincidencia de títulos produciría confusión y que, además, aquello de «Príncipe de Borbón» (que era el que Alfonso había sugerido) sonaba «muy francés». Proponía como compensación que se le concediera el tratamiento de alteza real y el título de duque de Cádiz.

Y Franco aceptó, cosa que supuso una victoria moral para Juan Carlos. El 22 de noviembre, coincidiendo con el nacimiento del primero bisnieto del Caudillo, que también lo era de Alfonso XIII, dictó un decreto por el cual, «a petición de su Alteza Real el Príncipe de España», concedía a Alfonso de Borbón y Dampierre las dos distinciones propuestas.

El último obstáculo borbónico parecía que se había superado felizmente. Mientras vivió, Franco no dejó ver nunca que dudara lo más mínimo de la decisión que había tomado en 1969. De hecho, no se preocupó de atender a su casi consuegro, el infante Don Jaime, durante los últimos años de su vida, en los que, siempre escaso de dinero, incluso tuvo que dejar su casa en Rueil-Malmaison porque no podía pagar el alquiler. Al Caudillo no le caía bien. Después de haberse divorciado de Manuela Dampierre, se le había ocurrido casarse (un matrimonio no reconocido por el Estado español) con Carlota Tiedeman, una prusiana alcohólica, cantante de cabaret. En marzo de 1975, en París, durante una violenta discusión con Carlota, Jaime cayó y se golpeó en la cabeza.

Murió al cabo de unos cuantos días, el 22, tras ser trasladado al hospital Saint-Gallo de Suiza.

Cuando Don Jaime murió, Alfonso de Borbón y Dampierre asumió a partir de entonces que él era la cabeza de la Casa de Borbón. Aunque hubiera reconocido la renuncia de su padre al trono, que no era el caso, esto no tendría por qué haber supuesto una renuncia implícita también a este otro honor, que le correspondía como primogénito de Alfonso XIII. Como una cosa era Franco y otra cosa el búnquer, él y su familia política continuaron intrigando para desplazar a Juan Carlos durante los meses escasos que le quedaban al decrépito dictador, que vivía su último otoño. Y como estaba tan enfermo que pasaba inconsciente la mayor parte del tiempo, Juan Carlos volvió a preocuparse por su suerte, ante la posibilidad de que el aparato del Pardo o los falangistas dieran un golpe de timón a última hora.

«¿Qué debo decirle a Franco?», le preguntó Juan Carlos al doctor Pozuelo, sin saber lo que tenía que hacer. Y el médico del Pardo le sugirió, sobre todo, que le tratara con afecto. «Dígale que le quiere más que a su padre, porque su padre quiere quitarle el reino y él, en cambio, quiere dárselo». Y también, mientras Sofía asentía con la cabeza: «Juegue usted mejor sus cartas, Alteza. ¿No se da cuenta de que los hijos del duque de Cádiz se pasan aquí todo el día llamándole abu, abu, sin parar? Yo le recomiendo que venga usted todos los días, aunque sea un rato, y que traiga a sus hijos para que estén con él, para que sienta el afecto que le tenéis». Obediente, Juan Carlos visitó al Caudillo más a menudo con los niños y dejó para la historia escenas entrañables de toda la familia unida acudiendo al Pazo de Meirás a ver al «abuelito». Cuando hubo entablado la última y decisiva batalla, venció a su primo sin demasiados problemas.

Sin embargo, como si realmente hubiera logrado la Corona de Francia —que era otra de sus pretensiones como Borbón, después heredada por su hijo Luis Alfonso—, Alfonso de Borbón y Dampierre tuvo el honor de morir decapitado por un cable que se interpuso en su camino mientras esquiaba en Beaver-Creak, Colorado, el 30 de enero de 1989.

Rey interino

Antes de que Franco acabara de morir, cosa que le llevó varios meses de agonía, el príncipe tuvo ocasión de establecerse interinamente en el puesto de rey durante un tiempo y, de este modo, demostrar, a él mismo y a todos los españoles, de lo que era capaz.

La primera vez fue en julio de 1974, cuando el Caudillo se puso enfermo por una flebitis en la pierna derecha y tuvo que ser ingresado. Ya veía venir la parca y comenzó a decir: «Esto es el principio del fin». Llamó al presidente Arias y mandó que se preparara el Decreto bisiesto de poderes para aplicar el artículo 9 de la Ley orgánica… «por si acaso».

Y antes de que se hiciera el trámite mencionado, el 18 de julio, Juan Carlos le sustituyó presidiendo en La Granja la recepción que Franco acostumbraba a ofrecer cada año para conmemorar una fecha golpista tan importante, y que aquel año, entre las atracciones, contaba con un montaje sobre la vida de Boquerini en la corte de los Borbones, escrito por Antonio Gala para la ocasión.

Los días siguientes, Franco no mejoraba. Y Juan Carlos, probablemente aconsejado por quien sabía más, era contrario a asumir la interinidad. «Contentaos con esperar», le decían los de su entorno, que movieron todos los hilos para intentar retrasarlo tanto como pudieron. Se preparaban para algo más importante: aprovechar la enfermedad del Caudillo para declarar directamente rey a Juan Carlos, y que fuese rey del todo, un rey con las manos libres. Pío Cabanillas, entonces ministro de Información y Turismo, fue uno de los que participaron en aquel contubernio, y la cabeza de turco que pagó la maniobra monárquica con su cargo, del cual fue cesado en octubre.

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