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Authors: Maureen Lee

Tags: #Relato, #Saga

Un secreto bien guardado (19 page)

BOOK: Un secreto bien guardado
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—Hice esta anoche. —Mostré la casa que había hecho la noche anterior. Siempre tenía que contenerme para no hacer cosas demasiado difíciles por si desanimaba a los niños—. He hecho el tejado rojo, pero podéis ponerlo del color que queráis. Podéis dibujar árboles, o niños jugando, y nubes y el sol en el cielo.

—¿Puedo dibujar un coche fuera, como el de mi padre?

—Sí, Barry.

—¿Puedo poner un columpio en el jardín? Tenemos un columpio en nuestro jardín.

—Claro que puedes, Heather. —Pequeña exhibicionista, pensé.

Me paseé por el aula. Me sorprendía continuamente, y me preocupaba, lo rápido y bien que algunos de los niños se ponían a trabajar usando las cartulinas como ladrillos y pegándolas en el papel, mientras que otros parecían desconcertados. Hice sugerencias de una manera general para que pensaran que las ideas se les habían ocurrido a ellos.

Eran las nueve y media en mi reloj. Gary ya debería haber vuelto. Quizá Sarah Miller estuviera ocupada y él había tenido que esperar. No podía dejar de mirar el reloj. Unos minutos más tarde, dejé la puerta de la clase abierta y corrí hasta el despacho de la secretaria, que estaba junto al de la señorita Burns. No había rastro de Gary cuando abrí la puerta.

—¿Has visto a Gary Finnegan? —pregunté. Sarah era una mujer encantadora, maternal, con el pelo de la plata más pura. Todo el mundo la quería.

—Sí, hace un buen rato. Lo acompañé hasta tu clase, pero sólo señalé la puerta y le dije que entrara. Sonaba el teléfono, ¿sabes?, y tuve que volver corriendo. No me digas que no ha entrado —gimió. Debía notárseme en la cara.

—No. Búscalo en los aseos de niños y en cualquier lugar que se te ocurra. Tengo que volver a clase antes de que se forme un tumulto.

—Ahora mismo. —Salió corriendo del despacho y yo volví a la carrera a mi clase, donde mis alumnos estaban silenciosos como ratones, con las cabezas inclinadas sobre su trabajo. Dudaba que se hubieran dado cuenta de que me había ido.

No mucho después llegamos a la conclusión de que Gary Finnegan no estaba en ninguna parte del recinto. Se revisaron todos los armarios, así como la sala de profesores, el espacio de almacenaje que había debajo del escenario en el salón de actos, los aseos de niños y los de niñas, la sala de calderas y el almacén de carbón, que ahora se usaba como cuarto de limpieza.

Cuando Sarah Miller me informó de esto, le pedí que se lo dijera a la directora. En un instante llegó Cathy Burns corriendo a la clase. Imperaba un ambiente de silencioso pánico.

—¿Dónde crees que puede estar? —preguntó. Había miedo en sus ojos castaños. Yo rogaba que a Gary no le hubiera pasado nada.

—Espero que esté en su casa —dije—. Si fue corriendo, ya debería haber llegado.

—Sarah ha llamado a su casa, pero está comunicando.

Yo quería llorar al pensar que el niño se hubiera podido ir a casa solo, con el tobillo dolorido. Debía de sentirse sumamente infeliz para haber escapado. Sin duda quería estar con su padre y no pensó en las consecuencias.

—No era feliz en la escuela —dije—. Creo que lo están acosando. —Me sentía culpable—. Debí haber tratado de averiguarlo la primera vez.

—¿Cuándo fue eso?

—La semana pasada. Le pedí a Joan Flynn que lo vigilara. —También le había dicho a Gary que quería hablar con su padre, pero al parecer él no le dio el recado.

—No te eches la culpa, Pearl —dio Cathy amablemente—. Tienes treinta niños que cuidar. No puedes dar un trato especial a cada uno de ellos.

—No, pero... —No continué. No era el momento de explicar las circunstancias de Gary. Rob Finnegan podía no haber contado en la escuela que Gary no tenía madre.

Sarah Miller entró en la clase con la dirección de Gary, y Cathy dijo que iría allí inmediatamente.

—¿Puedo ir yo, por favor? —Le puse la mano en el brazo.

—Señorita.

—¿Sí, Heather? —Me había olvidado completamente de mi clase. Hice lo que pude para que mi voz no sonara impaciente.

—¿Tengo que dibujar humo saliendo de la chimenea? De nuestra chimenea no sale humo; en casa tenemos calefacción central.

—No tienes que dibujar nada que no quieras, Heather. —Me volví hacia Cathy—. ¿Puedo ir yo a casa de Gary? —pregunté de nuevo—. He visto a su padre más de una vez. De alguna manera, lo conozco.

—Ve tú si quieres, querida... Yo cuidaré de tu clase. Ah, ya veo que estáis haciendo casas. —Sonrió alegremente a los niños y empezó a pasearse entre las mesas haciendo comentarios apreciativos. Era una profesora maravillosa—. Corre, Pearl —me urgió—. Si no está en casa, dímelo y llamaré a la policía.

Alguien iba a llamar a la policía al verme conducir. Conduje como una loca hasta la casa de Gary en Sandy Lane. Era un viejo adosado con dos timbres en un panel junto a la puerta. El timbre de abajo era el de la señorita E. Finnegan. Lo apreté dos veces. Casi inmediatamente, Rob Finnegan abrió la puerta. Llevaba a Gary en brazos. Los ojos del niño estaban rojos e hinchados. Escondió la cara en el hombro de su padre en cuanto me vio.

—¿Sí? —dijo Rob escuetamente. Su expresión era dura y poco amistosa.

—Ya sabes por qué estoy aquí. —Nunca hubiera imaginado que era posible desmayarse de alivio. Tuve que sujetarme al marco de la puerta para no caerme—. ¿Puedo usar tu teléfono para decirle a la señorita Burns que Gary está a salvo? Todo el mundo está preocupado por él.

—Es un poco tarde para eso. —Se apartó—. Puedes usar el teléfono. Está en la habitación de delante.

La habitación era obviamente una sala de estar. Había un aparador con un televisor, una librería, una mesita y tres sillas, así como un sofá cama que aún estaba abierto, con el edredón amontonado en el medio. Recordé que Rob trabajaba algunas noches; debía de estar durmiendo cuando su hijo llegó a casa. Había un teléfono rojo brillante sobre la repisa de la chimenea, con el auricular boca arriba; por eso comunicaba. Marqué el número de la escuela y contestó Sarah Miller. Le dije que Gary estaba bien.

—Sano y salvo —afirmé.

—¡Gracias a Dios! —suspiró. Prometí volver en cuanto pudiera, y ella repuso—: Estoy segura de que la señorita Burns querrá que te tomes todo el tiempo que consideres necesario.

Me despedí y, al volverme, vi que Rob estaba metiendo a Gary en la cama. Los ojos del niño parpadeaban de cansancio. Los acontecimientos de la mañana lo habían agotado.

Rob lo arropó, se puso el dedo índice en los labios y me señaló la puerta con la cabeza. Lo seguí al vestíbulo y él entró en la desordenada cocina donde los platos sin fregar se apilaban en el escurridor. Me quedé en la puerta.

—Perdona el desorden —dijo brevemente—. No esperaba visitas. —Cogió el hervidor de agua—. ¿Te apetece un té? Por favor, no pienses que estoy siendo hospitalario, es que estoy desesperado por tomarme uno y me parecería grosero no invitarte. Te pediría que te fueras, pero quiero saber lo que ha ocurrido. ¿Por qué nadie estaba vigilando a mi hijo? En menudo estado ha llegado a casa. ¿Cómo consiguió marcharse y venir aquí sin que nadie se diera cuenta? Ni que decir tiene que no va a volver a la escuela.

Era como si una contraventana se hubiera cerrado entre los dos. Nos llevábamos bien, nos estábamos haciendo amigos, pero ahora yo era el enemigo.

Le expliqué lo que había pasado.

—No se puede decir que la señora Miller fuera descuidada. Acompañó a Gary a la clase, pero no abrió la puerta. En cuanto nos dimos cuenta de que no estaba, registramos el recinto. Al no encontrarlo, llamamos aquí, pero comunicaba.

—Descolgué el teléfono para que la gente que se equivoca o que trata de venderme cosas no me moleste cuando intento dormir —asentí—. No quería que pensara que lo estaba culpando por no contestar al teléfono—. ¿Qué le ha pasado al tobillo de Gary? —inquirió.

—Creo que alguien le propinó una patada. La semana pasada le sangraba el labio. Cuando le pregunté cómo se lo había hecho, me respondió que se había caído.

—A mí me dijo lo mismo. Sobre el labio, me refiero. Aún no hemos hablado del tobillo. El otro día vino con un moretón en el hombro. Según él, se había golpeado con una puerta. No está dispuesto a acusar a otro y meterlo en líos. ¡Dios! —Tenía los ojos rojos de ira—. Ha tenido una vida horrible. Primero, muere su madre; luego, tenemos que marcharnos de Uganda, que le encantaba. Nos metemos en este maldito lugar, convirtiendo la vida de mi hermana en un infierno, porque no quiero desperdiciar el dinero en un alquiler cuando es posible que algún día compremos una casa, y ahora lo acosan en la escuela. Sólo tiene cinco años. ¿Cuánto se supone que debe aguantar?

Justo entonces tuve una visión. Visualicé a una niña pequeña de pie en el umbral de una puerta, como estaba yo en ese momento, pero le colgaban los brazos a los lados, tenía la boca abierta y gritaba como una condenada. También tenía cinco años y gritaba porque no entendía nada, porque estaba aterrorizada. No podía entender por qué la vida era tan cruel. Le habían enseñado que existía Dios, pero no pensaba en él cuando gritaba, gritaba y gritaba hasta que se sintió enferma de tanto gritar, hasta que le dolió la garganta. Había gente que trataba de cogerla, pero ella los empujaba. Sólo había dos personas en el mundo con las que quería estar: su mamá y su papá. Pero al parecer su papá había muerto y su mamá se había ido.

—¿Qué pasa?

Había olvidado dónde estaba. Parpadeé y me encontré en una casa extraña con un extraño que me estaba mirando con curiosidad.

—Nada —murmuré. Me di cuenta de que el hombre era Rob Finnegan, y la parte de la casa en la que estábamos pertenecía a su hermana Bess. Por alguna razón advertí que iba descalzo, que su pelo rubio estaba revuelto y que sus vaqueros y su camiseta blanca estaban arrugados. Ya no parecía furioso.

—Estás llorando —dijo.

—¿Ah, sí? —Me froté las mejillas con el dorso de la mano—. Estaba pensando en algo.

—Debe de haber sido algo realmente espantoso. Nunca había visto una mirada tan terrible en la cara de alguien.

Su tono era cansado. Ya tenía suficiente como para, además, tener que soportar a la profesora neurótica de su hijo.

—Será mejor que me vaya —murmuré—. Siento lo de Gary. Si lo vuelves a mandar mañana a la escuela, prometo no perderlo de vista. Y solucionaré lo del acoso.

—No te vayas. —Estaba a mitad del vestíbulo cuando me cogió por el brazo—. No estás bien para conducir; tienes muy mal aspecto. Quédate y tómate un té. Mira, el agua ha hervido. Podemos tomarlo en el jardín, porque aquí no hay dónde sentarse, sólo el dormitorio de Bess. Vamos —me acució, dándome un apretón en el brazo mientras yo me quedaba allí parada, sin saber qué hacer.

Me llevó a un jardín con árboles centenarios y arbustos muy crecidos. Habían cortado el césped recientemente. El seto era tupido, con capullos de mayo blancos como la nieve. Había una mesa de madera, ennegrecida por estar a la intemperie, con bancos unidos a ella, justo delante de la puerta trasera. Cuando salí de casa aquella mañana hacía un día precioso, y seguía haciéndolo. No me había dado cuenta de las horas que habían pasado entre medias. Los árboles proyectaban unas sombras temblorosas, como de encaje, sobre la hierba. Me gustaba mucho más que el jardín de Charles, con su pulcro césped y sus parterres ondulados, que parecían cortados con cuchillo. Mi tío podaba, arrancaba malas hierbas y recortaba todo con regularidad. El jardín era su creación. Este parecía totalmente natural, como si perteneciera a Dios.

—Si nos sentamos aquí, podremos oír a Gary si se despierta —dijo Rob—. No tardaré ni un minuto en traer el té. —Se aseguró de que yo me había sentado antes de volver al interior de la casa. Su anterior antipatía había desaparecido y ahora estaba siendo muy amable, muy paciente.

No había pasado un minuto cuando volvió con el té en unas tazas naranja brillante.

—Imagino que no tomarás azúcar, como con el café.

—Así es. Parece estupendo y fuerte. —Di un sorbo—. Gracias.

—¿Qué pasó ahí dentro? —preguntó—. Espero que no fuera porque me puse furioso. No debería haberla tomado contigo por lo de Gary. No fue culpa tuya que viniera a casa. Supongo que no fue culpa de nadie. Él vio la oportunidad y la aprovechó. Pero es evidente que no es feliz en la escuela. Normalmente, es un niño muy bueno.

—Muy bueno —coincidí.

—Nunca me has contado nada sobre ti —dijo—. Tampoco hemos tenido muchas oportunidades. La primera vez que nos vimos sólo hablamos de la ropa del colegio, la segunda vez fue de The Cavern y el rock'n'roll, y la tercera estabas con tu amiga, veníais del cine y hablamos de películas. Hablaste de un tal Charles y de una mujer, no recuerdo su nombre, con los que vivías. Supuse que serían tus padres y que los llamabas por sus nombres; algunas personas lo hacen.

—Charles y Marion son mis tíos. Pero mira, sólo porque... —no sabía cómo decirlo— porque perdí el control ahí dentro, no te sientas obligado a hacer nada. Lo siento muchísimo. Ya tienes bastante de lo que ocuparte. —Estaba empezando a sentirme molesta, como si accidentalmente hubiera aparecido desnuda delante de él.

—Gary y yo hemos pasado por muchas cosas juntos y superaremos esta —dijo con convicción—. El problema es que si alguien le hace daño, no es lo suficientemente agresivo como para devolvérselo.

Se oyó un grito dentro:

—¡Papá! —y luego más alto—. ¿Papá?

—Voy, hijo. —Rob se precipitó adentro.

Me levanté y caminé por el jardín. No era muy grande, pero los árboles le daban el aspecto de un pequeño parque. Me quedé bajo las hojas y miré hacia el sol, el modo en que se colaba entre ellas, perdiendo casi todo su brillo. Eché los hombros hacia atrás para desprenderme de la pesadez que había sentido tras acordarme de la niña: yo a los cinco años, llorando con toda mi alma. Al final, Charles me había cogido, me había envuelto entre sus brazos. Yo me había aferrado a él; tenía que aferrarme a alguien.

Sobre la hierba había un balón blanco y negro de fútbol. Lo lancé de una patada contra un tronco. Rebotó y le propiné otra patada. Seguía golpeándolo cuando volvió Rob. Se había calzado unas zapatillas blancas de deporte.

—He metido a Gary en la bañera —dijo—. Estaba caliente y pegajoso. En este momento está jugando con su pato de plástico —sonrió—. La verdad es que es mío, pero se lo presto. Volveré adentro enseguida. Venga, chuta.

Le lancé la pelota. Él pareció bailar con ella durante un momento, rebotándola de una rodilla a la otra, con la cabeza, y de nuevo con las rodillas.

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