Read Un talento para la guerra Online
Authors: Jack McDevitt
—Capitán, tenemos una lista de los principales elementos de persecución: dos cruceros, diecisiete destructores y diecinueve o veinte naves de apoyo. Los buques transbordadores están disponibles, pero no serán un factor importante en la primera fase.
Las dos fuerzas eran claramente visibles en la densa oscuridad. Parecían dos cometas.
—El escuadrón de destructores se encuentra en posición y listo para unirse a la señal.
Los dos cruceros estaban rodeados de naves menores. Ahora nos hallábamos cerca de los blancos. Desde el
Corsario
se escuchó la voz de Christopher Sim, dirigida a la flota:
—Espíritu, aquí Truculento. El escuadrón se mantiene bajo mi control. Dejen que se acerquen y maniobren como planeamos. Vamos a extraer el aguijón.
Nos elevamos por encima de la nube de polvo. La línea enemiga quedó enseguida frente a nosotros.
Y en ese momento los vimos pasar. El Ashiyyur. Sus naves eran claros puntos de luz brillando contra el polvo, los detritos y el vacío bajo Barcandrik.
—Aún no nos han visto —apuntó el piloto—. Todo cerrado.
Continuamos acelerando. Pude sentir el suave empuje de los motores.
Comprobé mi arnés. El monitor estaba en silencio. La línea enemiga se encontraba inmediatamente frente a nosotros. Entendía parte de lo que estaba ocurriendo.
Las velocidades del Ashiyyur eran tan grandes que, incluso si nos descubrían demasiado pronto, sería poco lo que podrían hacer para evitar los disparos a los cruceros. Por otra parte, no tendríamos una segunda oportunidad si nosotros perdíamos, ya que con la misma velocidad volverían a la carga. El tiempo total de tiro disponible para nosotros, de acuerdo con mis pantallas, sería aproximadamente de ocho segundos; y solo la mitad de esa cantidad se consideraba una buena oportunidad.
Traté de relajarme, preguntándome por qué estaba reaccionando como si el final fuera dudoso. Los dellacondanos lograrían tomar los cruceros por sorpresa. El
Kudasai
destruiría uno y el
Corsario
dañaría el otro. Pero una serie de disparos inutilizarían sus pantallas y, mientras el
Kudasai
se apresuraba a asistirlo, la nave de guerra muda, mortalmente herida, le asestaría el golpe final.
Tarien se hallaba sumido en sus pensamientos. Observé que el
Corsario se
estacionaba a un kilómetro. Brevemente, la luz del sol iluminó su casco. La arpía negra pareció estirarse hacia delante; se trataba sin duda de una ilusión óptica. Los dispositivos de armas estaban listos, los sensores rotaban con lentitud, las luces del puente eran débiles. Todo ello hacía que hubiera algo casi insustancial en la nave, como si se tratara de un fantasma.
Sonó como un claxon, que hizo eco en la nave.
—Hay algo detrás de nosotros —dijo uno de los oficiales de cubierta, ocultando a duras penas su sorpresa—. Vienen rápido. Son como doce o trece destructores.
—Confirmado —respondió otra voz—. Nos encierran.
—¿Cómo diablos hacen? —gruñó el capitán—. Informen, ¿en cuánto tiempo llegarán?
—Si continúan igual, en once minutos.
Escuché los ruidos de la parte inferior de la nave. Mi impresión general era que en el
Kudasai
todos estaban conteniendo la respiración.
Estaba un poco apocado. No tenía idea de que habían tenido esta clase de problemas. Y me preguntaba cómo, bajo tales circunstancias, habían podido ejecutar sus planes y asestar un golpe importante a sus perseguidores, según cuenta la historia.
La voz de Christopher Sim invadió el silencio.
—Mazo, al habla Truculento. Paren el ataque. Retirada.
—Esperen un minuto —dije yo—. Monitor, hay un error.
—Mendel —la voz de Sim se oía tensa—, es esencial que salvemos el
Kudasai.
Sáquenlo de aquí. Trataré de cubrirlos.
—¡No! —Tarien golpeó el respaldo de la silla con su enorme puño, mientras miraba la pantalla donde se veían los destructores que se acercaban—. Sigue con el ataque, Chris. ¡No tenemos alternativa!
—No puedo —replicó su hermano—. Nos atraparían mucho antes de que nos acercáramos a los blancos. Vamos a pelear con destructores hoy, queramos o no; así que es mejor concentrarse en elegir el lugar. Es mejor fortificarnos aquí que arriesgarnos en el espacio abierto. ¡Hacia Barcandrik!
—Un momento —objeté—. Las cosas no pasaron así.
—Por favor, no intervengas, Alex.
—Bueno, ¿qué diablos pasa, monitor? No recuerdo haber oído nunca nada de un ataque con destructores en el momento final.
—No estabas allí. ¿Cómo puedes saber lo que realmente pasó?
—Leí libros.
—Colaboren para enviar energía a las unidades armstrong —anunció la voz de LeMara—. Si es necesario, vamos a saltar.
—Eso sería el fin —masculló Tarien, sacudiendo la cabeza con fuerza—. No lo hagan.
Nos movíamos con dificultad. Yo estaba clavado en mi asiento. El sistema de soporte ambiental que provee de gravedad artificial también rechazaba la inercia causada por la aceleración.
—¿Alex? —Era la voz de Tarien en mi red. También era una sorpresa, pues se supone que los participantes no conversan con los observadores.
—¿Sí? —respondí, luchando para que me salieran las palabras—. ¿Qué sucede?
—No vamos a sobrevivir a esto. Sálvate, si puedes. —Levantó la vista para mirarme, me hizo una señal como para desearme suerte y volvió a la pantalla.
Era demasiado.
—Monitor, sácame. —Nada—. Monitor, ¿dónde diablos estás?
Me estaba asustando.
El capitán dio la orden de batalla. He averiguado que en esos tiempos las naves, durante las emergencias, podían incrementar la potencia temporalmente. Los sistemas se agotaban con mayor rapidez, pero por un tiempo limitado se podía usar a la vez la potencia para las armas, las defensas y la propulsión.
La atmósfera planetaria en la que esperábamos perder a nuestros perseguidores se veía descorazonadoramente lejana. Tomábamos velocidad muy rápidamente. Pero en las pantallas, los destructores se acercaban a gran velocidad y se desplegaban en forma de abanico como una cuña.
Presioné mi cinta craneal. Estaba empapado en sudor.
—¡Monitor, sácame!
Nada de nada.
Se cerró una coraza por encima de mi puesto de observación. Las luces fueron perdiendo intensidad.
Las instrucciones decían que, si todo lo demás fallaba, se podía escapar del dispositivo simplemente sacándose uno la cinta craneal.
Se supone que no debería hacerse eso porque se puede dañar el equipo, la cinta o alguna otra cosa. No lo recuerdo con exactitud, pero lo cierto es que tiré. Nada cambió.
Cerré los ojos y traté de sentir el mullido sofá de la sala de la planta baja. Me encantaba ese bendito sofá. No obstante, la única conexión que tenía entre este mundo y el otro era la cinta craneal. Incluso mis ropas eran diferentes. (Usaba el uniforme de los dellacondanos y me habían otorgado dos círculos de plata; era un oficial.)
Se abrieron nuestras baterías. La nave vibró bajo la descarga. ¿Qué diablos iba a pasar?
Lo que yo ya sabía: si la nave se desgarraba, si yo era herido de gravedad en acción o muerto, mi cuerpo físico entraría en estado de choque. Alguna vez había sucedido. Y también había habido víctimas fatales.
—¡Jacob! ¿Estás ahí?
—Los destructores comienzan a maniobrar. Al menos, hemos ganado algo de tiempo.
En la parte superior, pude ver al
Corsario
junto a nosotros. Otra pantalla mostraba los restos de algún objeto atacado por el
Kudasai.
Alguien informaba sobre el abastecimiento de energía. Pero la mayor parte de la conversación en los intercomunicadores había cesado.
Los disparos pasaban sin hacer daño entre las naves mudas.
—Todo está perdido. Habrá que intentarlo otra vez.
—Esperen —dijo el capitán—. Conténganse hasta que estén más cerca. Les diré cuándo.
Durante un largo rato nadie dijo nada. Los únicos sonidos venían de los aparatos electrónicos, de los sistemas de soporte vital de la nave y de su sustento energético. El oficial de combate informó que los destructores habían disparado y que en respuesta habíamos tomado medidas defensivas. Estaban usando fotolos nucleares, que viajaban a la velocidad de la luz. Afortunadamente no nos dieron.
—En cuatro minutos ya estaremos dentro del hidrógeno —anunció el capitán.
Hubo un segundo intercambio de fuego. Uno de los destructores explotó y otro se balanceaba fuera de la formación. Alguien vitoreó.
—Podríamos hacerlo ya —dijo una voz femenina en el intercomunicador.
El capitán frunció el ceño. Tarien lo miró con curiosidad.
—¿Qué pasa? —le preguntó un momento después.
—El
Corsario
todavía no ha disparado.
—Capitán —gritó el piloto—, controle la pantalla del puerto.
Todos miramos. Era una visión del
Corsario. A
todos nos pareció no ver nada fuera de lo común. Al principio hubo perplejidad y enojo; después terror.
Miré de nuevo y entonces entendí: ¡las armas nos apuntaban a nosotros!
El capitán dio un salto en su asiento.
—
Corsario
—demandó—, ¿qué diablos está pasando?
No hubo respuesta.
—Ridículo —dijo Tarien inclinándose sobre su propio intercomunicador—. ¡Chris!
—¡A todo gas a refugiarse a puerto! —ordenó el capitán—. Huida. Vamos a autobloquearnos. Rompan la comunicación con el
Corsario.
Sigan mis órdenes: vamos a cero tres ocho, marca seis.
—¡No! —rugió Tarien—. Necesitamos hablarle. Averiguar qué está pasando.
—Hablaremos luego —respondió LeMara—. Por ahora no quiero que se nos aproxime ese lanzarrayos. —Se volvió impacientemente al oficial que estaba a su derecha—. Helmsman, ¡ejecute!
La nave se movió bajo mis pies. Volví a sentirme aplastado.
—Todavía está allí. —La mole del
Corsario
permanecía en línea recta a la dirección de mi vista—. Esto es físicamente imposible. —Susurré la frase en el intercomunicador sin esperar respuesta.
Pero la voz del monitor volvió.
—Tienes razón —dijo—. Así es. Pregunta al Ashiyyur. Ellos te dirán que el
Corsario
no está regido por las leyes físicas y que Christopher Sim es mucho más que humano.
La nave de Sim rotó mostrando otra línea de fuego.
—Pulsadores —ordenó el capitán.
—Extensión punto blanco —comentó una voz distante.
No hubo señal de advertencia. Los bólidos viajaban a la velocidad de la luz, de modo que solo podía percibirse un ruido de áspero metal, una repentina oscuridad, el gemido de la atmósfera y la ansiedad de la huida.
Se elevó un grito y se cortó enseguida. Un repentino escalofrío recorrió mi cabina. No había aire. Algo se deslizó entre mis costillas. Tomé conciencia del brazo de la silla que tenía a mi derecha. La nave, la cabina, el problema que tenía para respirar, todo se concentraba en esa pequeña manufactura de metal.
—El hijo de puta se prepara para disparar de nuevo.
«La chusma es la democracia en su forma más pura.»
Atribuido a Christopher Sim,
Anales dellacondanos
Tenía la frente fresca. Algo la rozó. Una tela, una mano, algo. Escuché el ritmo de mi respiración. Me dio cierta sensación de vértigo cuando traté de moverme. Me había lastimado las costillas y el cuello. Una luz cegadora me abrió los párpados.
—Alex, ¿estás bien?
Era la voz de Chase. Lejana.
Corría el agua por una pileta.
—Hola —respondí, todavía sumido en la oscuridad.
Ella tomó en sus manos mi cabeza y apretó sus labios contra mi frente.
—¡Qué suerte que te hayas recuperado! —Yo me aproximé tratando de que repitiera el beso, pero ella se alejó sonriendo. Aunque sus ojos continuaron pegados a mí—. ¿Cómo te sientes?
—Terriblemente mal.
—No te rompiste ningún hueso. Tan solo estás un poco magullado. ¿Qué hacías allí?
—Averiguaba qué había pasado con las naves.
—¿Quieres que llame a un médico?
—No, estoy bien.
—Pero tendrías que dejar que te viera uno. Yo no soy experta en esto. Por lo que sé, podrías tener daños internos.
Levanté la vista para mirar sus ojos grises. No era Quinda Arin, pero en ese momento me alegraba verla.
—Estoy bien —dije—. ¿Cómo has venido?
—Jacob me ha llamado.
—¿Jacob?
—Me parece que ha sido una buena ocurrencia —intervino Jacob.
—Notó que tenías problemas.
—Estabas rojo —explicó Jacob— y respirabas irregularmente.
—Así que él inspeccionó el equipo, se dio cuenta del desperfecto y te sacó de ahí.
Me alcanzó un vaso de agua.
—Gracias. —Bebí a grandes sorbos. Me dolía todo—. ¿Cómo sucedió?
—No lo sabemos bien; el simulador andaba mal.
Me reí en medio de espasmos.
—Alex-dijo Jacob—, miré todos los escenarios. Habría pasado lo mismo, sin importar cuál eligieras. Incluso Las Hilanderas. Si hubieras retomado la acción de Hrinwhar, habrías descubierto que el plan de deshacerse completamente del Ashiyyur tampoco funcionaba bien y que los dellacondanos fueron diezmados. Esas no son las mismas simulaciones que copiamos.
—El ladrón —exclamé.
—Sí —observó Jacob.
Aún trataba de incorporarme, pero Chase me hizo recostar.
—Quizá esto explique por qué desparramaron los papeles y robaron el libro.
—No veo la relación.
—¿Qué pasó con los papeles? —preguntó Chase, que parecía no haber oído bien.
—Ayer entró un ladrón que hizo algunas cosas extrañas en las habitaciones y robó una colección de Walford Candles.
—Fue una maniobra de distracción —dijo ella—. Para ocultar la verdadera razón por la que entraron. Hay alguien que quiere que estés muerto.
—No estoy de acuerdo —protestó Jacob—. Yo destruí el simulador tan pronto como me percaté de la situación. Pero si no lo hubiera hecho, el programa habría actuado para rescatarte rápidamente. Así sucede con todos los simuladores. No hubo intento de asesinato.
—A lo mejor trataban de asustarte, Alex —opinó Chase.
Y lo habían conseguido. Me di cuenta, por el modo en que me miraba, de que ella sabía tan bien como yo lo que me pasaba.
—Esto está relacionado con Gabe.
—Sin duda —acotó Jacob.
Yo estaba preguntándome cómo salir airoso de esta situación para que Chase no me considerara un cobarde.