Read Un talento para la guerra Online
Authors: Jack McDevitt
La ola llegaba ahora a los rompientes. Pero era muchísimo más grande y pesada. Un puñetero maremoto. Con una rara falta de liquidez, como si algo enorme se alojara en ella, como si fuera un ser vivo. El agua que la formaba era de un verde más oscuro que el océano, y a la luz del sol se discernía algo sombrío, fibroso y tenso. Una trama, una red.
Entre tanto, el ulular desesperado de los flotadores enredados había ganado en altura, pero descendido en volumen. Al parecer estaban siendo arrastrados por las aguas turbulentas.
Se veían pozos hechos por la marea en la playa. El agua lodosa y densa los desbordaba. Una ola alargada y lenta del color del barro rompió en la costa y penetró en la playa por donde yo iba, llegó hasta mí y me hizo caer y trató de chupar la arena bajo mis pies. Me liberé y salí corriendo.
Corrí a ciegas. Algo ululante pasó junto a mí. No podía respirar. La playa me ahogaba. Me caí. Cuando el agua salada rozó mi mano derecha, sentí un dolor que me arrancó lágrimas. Me desplacé hasta la arena seca y volví a correr. En el deslizador, la marea se abalanzaba sobre los patines y alrededor de la escalera. Yo avanzaba, paso a paso, asegurándome de tener las botas bien puestas.
La ola rompió en los bancos de arena y rodó por la playa.
Solo uno de los flotadores atrapados estaba todavía en el aire. Volaba en pequeños círculos quejándose sin cesar, aumentando mi propio terror.
El sol se había escondido.
—Vamos, Alex, ¡corre! —me animó la voz de Chase.
Me lancé desesperadamente sobre los metros finales. La profundidad del agua bajo mis pies crecía sin cesar. Mis ropas interiores estaban mojadas y comenzaban a arderme al rozar mi piel. Otra alga, fibrosa, verde y viva, se me enredó en el pie y me daba tirones. Llegué al aparato, empujé, esperé que se abriera la capota, me zambullí en la cabina, encendí los magnetos y esperé que el ordenador activara el resto de los sistemas. Luego, presioné el elevador y la cápsula se disparó al aire. La ola golpeó la cabina y los patines. El vehículo se inclinó a un costado y casi me arroja. Quedé suspendido sobre el agua hirviente y, durante un momento terrible, pensé que la cápsula se iba a hundir. Varios filamentos me acechaban; uno me rozó el pie; otro se enredó en el soporte bajo de tracción del vehículo.
Traté de acomodarme en la cabina y de asegurar la cubierta. En ese momento, el vehículo frenó y comenzó a caer. Miré alrededor desesperado, buscando un cuchillo y pensando salvajemente en lanzarme fuera. Tuve suerte: no encontré nada. Eso me dio tiempo para pensar.
Volví a oprimir el botón de despegue con rapidez. La cápsula cayó unos pocos metros más. Me golpeó de nuevo, pero volví a la carga. Nos elevamos arriba y adelante. Superada la paralización, nos liberamos. No lo sabía entonces, pero faltaba el soporte bajo y uno de los patines.
Arrojé la mayor parte de mi ropa.
Abajo, el agua pesada y gomosa había cubierto prácticamente la isla.
Me estremecí pensando en Christopher Sim y sus hombres.
Después de eso, dejé de pensar en investigar en las islas tropicales. Pensé que los conspiradores seguramente estarían al tanto de los peligros. Habrían buscado otra cosa.
A media mañana del día siguiente, mientras atravesaba un cielo tormentoso y sombrío, los monitores dibujaron una línea irregular en el horizonte. El océano estaba agitado y un pico de granito emergía desde la bruma a mi derecha. Era casi una aguja, erosionada por el viento y el agua.
Había otros más. Miles de torres que se elevaban desde el agua oscura y marchaban desde el noreste al sudoeste en un curso casi directamente paralelo a la órbita del
Corsario.
La tormenta los azotaba y amenazaba con derribar mi pequeña nave. Chase me pedía por favor que me elevara, que me alzara por encima de los picos.
—No —le dije—. Es aquí.
Los vientos me acercaron a los picos. Me desplazaba con toda la precaución de que era capaz. Pero pronto me sentí confuso y perdí el rastro de dónde me hallaba o de hacia dónde quería ir. Chase rehusó ayudarme desde el Centauro. Al final tuve que elevarme unos metros y esperar a que parara la tormenta. Mientras, se hizo oscuro.
Un sol rojizo brillaba en lo alto del cielo cuando me desperté. El aire era frío, diáfano.
Chase me dio los buenos días.
Me sentía sucio e incómodo. Necesitaba una ducha. Hice café y bajé a bañarme.
—Está aquí, en alguna parte —le dije.
Lo repetí durante todo el día, hasta que el día se terminó.
Las puntiagudas agujas brillaban con luces azules, blancas y grises. Y el océano rompía contra ellas. A veces, de golpe, en las paredes rocosas, se desprendía algún arbusto.
Gritaban los pájaros en las alturas y sobrevolaban el mar hirviente. Los flotadores, tal vez temiendo la combinación de ráfagas y rocas, no se veían por ningún lado. Tal vez eran más inteligentes de lo que yo pensaba.
En ese paisaje salvaje, no parecía haber lugar donde pudiera haberse establecido el hombre.
—Justo enfrente —indicó Chase espantada—. ¿Qué es?
Me puse los prismáticos para mirar las pantallas que ella estaba controlando. Todas estaban en blanco menos una: un pico de dimensiones moderadas, sin rasgos particulares. Debo advertir que yo buscaba un lugar que tuviera la parte superior aplanada, un lugar que hubiera sido modificado para hacerlo habitable.
No era este el caso. Más bien, lo que vi era un amplio refugio aproximadamente un tercio hacia abajo del precipicio.
Déjàvu.
El Peñasco de Sim.
Era demasiado nivelado, demasiado simétrico para ser natural.
—Lo veo.
Aumenté el tamaño. Había un objeto redondo que se erguía en la parte más ancha de la superficie. ¡Una cúpula!
Miré a través de los visores: no había ninguna ruta hacia arriba o abajo, hacia izquierda o derecha. Nada significativo.
Era increíble que un hombre que había tenido el espacio en sus manos terminara su vida confinado en unos cientos de metros cuadrados.
Salvo la superficie aplanada y la cúpula, no había otros signos de la mano del hombre. La escena poseía casi un aspecto doméstico. Me imaginé cómo sería por la noche, con luces en las ventanas y fieles lugartenientes, tal vez sentados delante, discutiendo vagamente su papel en la guerra. Esperando el rescate.
—No entiendo —dijo Chase con voz temblorosa.
—Chase, al final, Sim estaba desanimado. Decidió salvar lo que pudiera, llegar a un acuerdo.
El silencio en el otro extremo se interrumpió al fin:
—Ellos no podían tolerar eso.
—Sim era la figura central de la guerra. En cierta forma, él era la Confederación. No podían tolerar la rendición; al menos, mientras hubiera una oportunidad. De modo que lo detuvieron. De la única manera que pudieron sin llegar a asesinarlo.
—Tarien —exclamó ella.
—Sí. Él habría tenido que ser parte de esto. Y también algunos de sus oficiales principales. Quizá incluso Tanner.
—¡No lo creo!
—¿Por qué no?
—No lo sé. No creo que hayan hecho eso. No creo que pudieran.
—Bueno. Lo que sea. Ellos falsificaron la leyenda de la destrucción del
Corsario.
Lo trajeron hasta aquí y abandonaron a Sim y a la tripulación. Tal vez pensaban volver. Pero la mayoría de los conspiradores murieron en pocas semanas. Estaban todos probablemente a bordo del
Kudasai
cuando fue destruido. Si hubiera habido algún superviviente, no habría tenido coraje para hacer frente a sus víctimas. Excepto Tanner, quizá. Sea como fuere, ella sabía lo que habían hecho y sabía lo de la Rueda. La vio o, al menos, alguien se la describió.
Me dirigí a la plataforma.
—Me pregunto —dijo Chase— si Maurina lo sabría.
—Sabemos que Tanner fue a visitarla. Sería interesante tener una copia de esa conversación.
Chase murmuró algo que no pude descifrar.
—Hay algo que no encaja —repliqué enseguida—. La cúpula es mucho más pequeña de lo que me había parecido. Ahí nunca pudieron vivir ocho personas.
No. Y de pronto entendí con cortante y fría certeza qué equivocado había estado, y por qué los Siete no tenían nombre.
¡Dios mío! ¡Lo habían dejado allí solo!
Dos siglos después, yo flotaba en el mismo aire salado.
El viento limpio y fresco barría el terreno escarpado. Sin verdor ni criatura viviente alguna que anidara allí. Solo pedazos de roca esparcidos por el suelo y algunos escombros sueltos cerca del borde del promontorio, donde algunos riscos sobresalían como dientes afilados. El pico achatado de un lado se elevaba del otro con sus paredes irregulares. El océano estaba muy abajo. Como en Ilyanda.
Me dirigí directamente al frente de la cúpula.
El daño producido en la pelea con la ola (el soporte estropeado y un patín perdido) le daba a la cápsula una inclinación diferente, ladeada hacia el asiento del piloto. Puse las cámaras: una enfocando la cúpula, la otra para que me siguiera mientras escalaba.
—Se parece mucho a la unidad de supervivencia para dos personas que tenemos a bordo del Centauro —comentó Chase—. Con un buen aprovisionamiento, pudo haber sobrevivido bastante, si es que lo deseaba.
Había una antena en el techo. Las cortinas de las ventanas estaban corridas. El mar golpeaba sin cesar la base de la montaña. Incluso a esta altura me parecía que me iba a mojar.
—Alex. —El tono de voz de Chase se había transformado—. Será mejor que vuelvas. Tenemos visita.
—¿Quién? —pregunté, levantando la vista como si pudiera ver la nave.
—Parece una nave de guerra de los mudos. Pero no lo sé; no entiendo nada.
—¿Por qué?
—Está en ruta de interceptación. Pero esa jodida cosa se aproxima hacia aquí a velocidad relativista. No hay modo de que pueda detenerse aquí.
«Para mí, el sexo es secundario. Antes prefiero tener al enemigo justo en el blanco.»
Alois de Toxicón
(Discurso en la inauguración del Centro de Estudios Estratégicos)
—Necesito estar aquí algunos minutos más. ¿Cuánto tiempo tenemos?
—Media hora más o menos. No podrás llegar en ese lapso. Pero no veo la diferencia. Lo único que puede hacer es saludarnos con la mano al pasar. Le costará varios días dar la vuelta y volver.
—Bueno. —Estaba más interesado en la plataforma en ese momento—. Enfócalo.
No tenía un par de botas de repuesto, y el sol estaba calentando la roca. Me puse un par de calcetines y avancé hacia la cúpula. Estaba descolorida por las inclemencias del tiempo, rota en algunas partes, desteñida en otras. Las piedras que habían caído y los movimientos de la tierra la habían descentrado un poco.
La tumba de Christopher Sim.
La superficie se parecía mucho a la de Ilyanda, donde él había sufrido otra clase de muerte. No era un final muy elegante, en esta losa de granito, bajo la estrella blanca de la nave que lo había conducido con seguridad durante largo tiempo.
La puerta estaba diseñada para funcionar, de ser necesario, como compuerta. Estaba cerrada, pero no sellada. Pude levantar el pestillo y abrirla. Dentro, el sol se filtraba a través de cuatro ventanas y una claraboya para iluminar cuartos que parecían ser bastante cómodos en contraste con la austeridad exterior de la cúpula. Había dos sillas tapizadas según el estilo de la nave estelar, atornilladas al piso, varias mesas, un escritorio, un ordenador y una lámpara de pie. Una de las mesas tenía un tablero de ajedrez. Pero no estaban las piezas.
Me pregunté si Tarien habría venido en ese largo vuelo desde Abonai y si habría habido una disputa final desesperada, tal vez en este mismo cuarto, entre los hermanos. ¿Le habría pedido Tarien que continuara la batalla? Debió de ser un terrible dilema: los hombres tenían tan pocos símbolos y la hora era tan terrible…
No podían permitirle quedarse fuera de la batalla (como había hecho Aquiles). Al final, justo antes de Rigel, Tarien debió de sentir que no tenía más remedio que quitar del medio a su hermano y despedir a su tripulación con alguna historia conmovedora, o quizá el mismo Christopher Sim, en su enojo, ya los hubiese despedido antes de enfrentarse con su hermano. Entonces los conspiradores habrían inventado la leyenda de los Siete, vinculándola con la destrucción del
Corsario
, y cuando terminó la batalla, lo llevaron allí junto con su nave.
De pie en la puerta me preguntaba cuántos años lo habría albergado este espacio reducido.
Debió de comprenderlo
, pensé. Y si, de algún modo, pudo enterarse de que estaba equivocado y de que Rimway había intervenido junto con Toxicón y la Tierra, debió de hallar algún consuelo.
No había nada en el ordenador. Pensé que era extraño. Esperaba un mensaje final, tal vez a su esposa, tal vez a la gente que había defendido. Pero los bancos de datos estaban vacíos. Cuando me pareció que las paredes comenzaban a cerrarse sobre mí, salí volando del lugar, hacia la plataforma externa que había definido los límites de su existencia.
Helado, caminé alrededor del perímetro, observando las formaciones rocosas del límite norte, apurándome al pasar a la sombra de la pared de piedra y volviendo por el borde del precipicio. Traté de imaginarme (como había hecho en la isla hacía dos noches) cómo podía sentirse alguien abandonado en un lugar así, solo en un planeta, a miles de años luz de alguien con quien hablar. El océano debió ser muy tentador. Arriba volaba el
Corsario.
Lo vería moverse entre las estrellas, cruzando los cielos como una luna errante, un rato cada día.
Entonces vi la inscripción. Había grabado una línea de letras en la roca, a nivel del ojo, en un extremo de la superficie. Estaba profundamente marcada en la piedra, con trozos ásperos. Se notaba que la había hecho con furia. Pero no podía entender el idioma en que estaba escrito el mensaje: