Pero la verdad era que Luke siempre se había dejado arrastrar por las preocupaciones. Desde la infancia se preocupaba indiscriminadamente, poco más o menos de la misma manera que se enamoraba.
Podía preocuparse tanto por si su reloj se adelantaba o atrasaba diez segundos como por los derroteros de un matrimonio que estaba anulado en todas las habitaciones excepto la cocina.
Se preocupaba de si las pataletas de Ben escondían algo aparte de los dolores del crecimiento, y de si Ben no quería a su padre por orden de su madre.
Se preocupaba por el hecho de sentirse en paz cuando trabajaba, y de ser un cúmulo de cabos inconexos cuando no trabajaba, incluso en ese momento, mientras caminaba a solas.
Se preocupaba por si debería haberse tragado el orgullo y aceptado el psicólogo ofrecido por la Reina Humana.
Se preocupaba por Gail, y por su deseo hacia ella, o hacia alguna chica como ella: una chica con verdadera luz en la cara en lugar de la sombra que seguía a Eloise a todas partes incluso cuando la iluminaba el sol.
Se preocupaba por Perry y procuraba no envidiarlo. Se preocupaba ante la duda de qué parte de él se impondría en una situación de emergencia operacional: sería el intrépido montañero o el moralista universitario con poco mundo, y en todo caso, ¿había alguna diferencia?
Se preocupaba por el inminente duelo entre Héctor y Billy Boy Matlock, y por cuál de ellos perdería antes los estribos, o lo haría ver.
Al abandonar el refugio del Regent's Park, se adentró en la muchedumbre de compradores dominicales en busca de alguna ganga. Cálmate, se dijo. Todo saldrá bien. Héctor está al frente, no tú.
Iba tomando nota de los jalones que dejaba atrás. Desde Colombia, los jalones eran importantes para él. Si llegaban a secuestrarlo, esas serían las últimas cosas que vería antes de ponerle la venda en los ojos.
El restaurante chino.
El club nocturno Big Archway.
La librería Gentle Reader.
Este es el café molido que olí mientras forcejeaba con mis agresores.
Esos son los últimos pinos nevados que vi en el escaparate de la tienda de material artístico antes de perder el conocimiento de un golpe.
Este es el número 9, la casa donde volví a nacer, tres peldaños hasta la puerta de entrada y actúa como un vecino cualquiera.
No hubo formalidades entre Héctor y Matlock, ni cordiales ni de ningún otro tipo, y quizá nunca las había habido: solo el gesto de saludo y el silencioso apretón de manos propios de dos veteranos contrincantes preparándose para otro asalto. Matlock llegó a pie, después de acercarlo su chófer hasta la esquina.
—Una moqueta Wilton muy bonita, Héctor —comentó, y con parsimonia echó una ojeada alrededor, confirmando al parecer sus peores sospechas—. Wilton es insuperable, sobre todo en lo que se refiere a la relación calidad/precio. Buenos días, Luke. Estáis solo vosotros dos, ¿no? —entregando el abrigo a Héctor.
—El resto del personal se ha ido a las carreras —contestó Héctor mientras lo colgaba.
Matlock el Matón era un hombre de espaldas anchas —un auténtico gorila, como inducía a pensar su apodo—, frente amplia y aspecto a primera vista paternal, siempre medio contraído e inclinado hacia delante, en una postura que a Luke le recordaba la de un delantero de rugby entrado en años. Su acento de las Midlands, según los chismorreos de la planta baja, era más perceptible desde la llegada del Nuevo Laborismo, pero empezaba a remitir ante la perspectiva de derrota electoral.
—Trabajaremos en el sótano, si no tienes inconveniente, Billy —dijo Héctor.
—¿Inconveniente? No me queda otra elección, Héctor, pero gracias por preguntarlo —respondió Matlock, ni cortés ni groseramente, y los precedió escalera abajo—. Por cierto, ¿cuánto pagamos por esta casa?
—No la pagáis vosotros. De momento, corre de mi cuenta.
—Eres tú quien está en la nómina de la Agencia, no al revés.
—En cuanto des luz verde a la operación, presentaré la factura.
—Y yo la comprobaré —dijo Matlock—. Conque te has dado a la bebida, ¿eh?
—Antes esto era una bodega.
Ocuparon sus lugares. Matlock se situó a la cabecera de la mesa. Héctor, por lo general un tecnófobo recalcitrante, se situó a la izquierda de Matlock con la intención de ponerse delante de una grabadora y una consola de control. Y a la izquierda de Héctor se sentó Luke. Así, los tres veían bien la pantalla de plasma que Ollie, ahora ausente, había instalado la noche anterior.
—¿Has tenido tiempo de revisar todo el material que te endilgamos, Billy? —preguntó Héctor con tono jovial—. Ah, y perdona si por culpa de eso has tenido que privarte de tu golf.
—Si con eso de «todo», te refieres a lo que me mandaste, sí, Héctor, lo he revisado, gracias —contestó Matlock—. Aunque tratándose de ti, como he podido ver con el tiempo, la palabra «todo» es un término un tanto relativo. Por cierto, no juego al golf, y no me apasionan los resúmenes, si puedo evitarlos. Y menos aún los tuyos. Habría preferido un poco más de materia prima y un poco menos de presión.
—En ese caso, ¿qué tal si te enseñamos ahora parte de esa materia prima, y en paz? —propuso Héctor con igual gentileza—. Aún hablamos ruso, supongo, ¿no, Billy?
—A no ser que el tuyo se haya oxidado mientras te dedicabas a amasar fortuna, sí, creo que lo hablamos.
Son un viejo matrimonio, pensó Luke, mientras Héctor pulsaba el botón de reproducción de la grabadora. Cada discusión entre ellos es repetición de otra anterior.
Para Luke, el mero sonido de la voz de Dima ejercía el mismo efecto que el principio de una película en tecnicolor. Cada vez que escuchaba la cinta introducida en el país dentro de un neceser por el ingenuo de Perry, se representaba a Dima en cuclillas entre los árboles del bosque que rodeaba Las Tres Chimeneas, sosteniendo un dictáfono firmemente en la mano, tan delicada contra todo pronóstico, a distancia suficiente de la casa para eludir los micrófonos reales o imaginarios de Tamara, pero relativamente cerca con la idea de volver corriendo si ella reclamaba a gritos su presencia para atender el teléfono una vez más.
Oía los tres vientos pugnar sobre la calva reluciente de Dima. Veía agitarse las copas de los árboles por encima de él. Oía el fragor del follaje y un borboteo de agua, y sabía que era la misma lluvia tropical bajo la que se había calado él en los bosques colombianos. ¿Habría grabado Dima esa cinta en una sola sesión o en varias? ¿Tuvo que fortalecerse a golpe de vodka entre sesiones para vencer sus inhibiciones de
vor?
De pronto su bramido ruso pasa al inglés, quizá para recordarse quiénes son sus confesores. De pronto apela a Perry. De pronto a un puñado de Perrys:
¡Caballeros ingleses! ¡Por favor! ¡Ustedes practican el juego limpio, ustedes tienen un país de ley! ¡Ustedes son puros! Confío en ustedes. ¡Ustedes también confiarán en Dima!
Luego vuelta a su ruso materno, pero tan atento a las sutilezas gramaticales, tan exquisito en la elección de palabras y en la vocalización, que el propósito, imagina Luke, es limpiarse de la mancha contraída en Kolyma en previsión de un futuro alterne con los caballeros de Ascot y sus señoras:
El hombre a quien llaman Dima, el número uno en blanqueo de dinero al servicio de los Siete Hermanos, cerebro financiero del retrógrado usurpador que se hace llamar «Príncipe», presenta sus saludos al famoso Servicio Secreto inglés y desea hacer el siguiente ofrecimiento de valiosa información a cambio de garantías fiables por parte del gobierno británico. Ejemplo.
A continuación solo hablan los vientos, y Luke imagina a Dima enjugándose el sudor y las lágrimas con un gran pañuelo de seda —glosa personal de Luke, pero Perry ha mencionado repetidamente un pañuelo— antes de tomar otro trago de la botella y proceder al acto de traición total e irreversible.
Ejemplo. Las operaciones de la organización criminal del Príncipe, ahora conocida como los Siete Hermanos, incluyen:
Uno: importaciones y recalificación de petróleo embargado en Oriente Próximo. Conozco esas transacciones. Hay involucrados muchos italianos corruptos y muchos abogados británicos.
Dos: inyección de dinero negro en multimillonarias compras e inversiones en el sector petrolero. En eso mi amigo Mijaíl, llamado Misha, era el especialista de las siete hermandades de
vory.
Por eso vivía también en Roma.
Volvió a quebrársele la voz, y quizá brindó en silencio por el difunto Misha, para continuar de inmediato con renovado entusiasmo en un inglés roto:
Ejemplo tres: mercado negro de la madera, África. Primero convertimos la madera negra en madera blanca. Después convertimos el dinero negro en dinero blanco. Es normal. Es sencillo. Muchos, muchos delincuentes rusos en el África tropical. También diamantes negros, un nuevo tráfico muy interesante para las hermandades.
Todavía en inglés:
Cuatro: medicamentos de imitación, fabricados en la India. Pésimos, no curan, provocan vómitos, tal vez matan. El Estado oficial de Rusia tiene relaciones muy interesantes con el Estado oficial de la India. También relaciones muy interesantes entre las hermandades indias y rusas. El que llaman Dima conoce muchos nombres interesantes, también ingleses, en relación con estas conexiones verticales y ciertos acuerdos económicos privados, con base en Suiza.
Luke, con su propensión a las preocupaciones, sufre en nombre de Héctor la crisis de confianza propia de todo representante teatral.
—¿A este volumen te va bien, Billy? —pregunta Héctor a la vez que detiene la cinta.
—Ese volumen es perfecto —responde Matlock, poniendo en la palabra «volumen» justo el énfasis necesario para insinuar que el contenido ya es otro cantar.
—Sigamos, pues —dice Héctor un poco demasiado dócilmente para el gusto de Luke cuando Dima vuelve, agradecido, a su ruso materno:
Ejemplo: en Turquía, Creta, Chipre, en Madeira, en muchos centros turísticos costeros: hoteles negros, sin huéspedes, veinte millones de dólares negros por semana. Este dinero también es blanqueado por el que llaman Dima. Son cómplices algunas supuestas empresas inmobiliarias británicas.
Ejemplo: relación personal corrupta entre funcionarios de la Unión Europea y contratistas deshonestos del sector cárnico. Estos contratistas deben certificar carne italiana de alta calidad, muy cara, para exportar a la República Rusa. Mi amigo Misha también fue responsable personalmente de este acuerdo.
Héctor para otra vez la grabadora. Matlock ha levantado la mano.
—¿En qué puedo ayudarte, Billy?
—Está leyendo.
—¿Qué hay de malo en que lea?
—Nada. Siempre y cuando sepamos de dónde lee.
—Tenemos entendido que su mujer Tamara le escribió parte del texto.
—Ella le indicó lo que debía decir, ¿no? —preguntó Matlock—. Eso no acaba de gustarme, creo. ¿Y quién se lo indicó a ella?
—¿Quieres que haga correr la cinta hacia delante? Aquí solo habla sobre ciertos colegas nuestros de la Unión Europea que envenenan a la gente. Si no cae dentro de nuestras atribuciones, no tienes más que decirlo.
—Ten la amabilidad de continuar como hasta ahora, Héctor. En adelante me reservaré mis comentarios hasta más avanzada la función. No estoy muy seguro de si se nos ha solicitado o no información sobre ventas de carne a Rusia, a decir verdad, pero procuraré averiguarlo, no te quepa duda.
Para Luke, la historia que Dima estaba a punto de contar era una verdadera aberración. No se le habían embotado los sentidos a causa de las experiencias de la vida. Pero era difícil adivinar qué conclusión extraería Matlock de aquello. El arma elegida por Dima es una vez más el inglés de Tamara:
El sistema corrupto es como sigue. Primero, a través de funcionarios corruptos de Moscú, el Príncipe consigue que cierta carne se clasifique como «carne para la beneficencia».
Para considerarse destinada a la beneficencia, una carne debe distribuirse solo entre los sectores necesitados de la sociedad rusa. Por tanto, la carne dirigida fraudulentamente a la beneficencia no está gravada por los impuestos rusos. Segundo: mi amigo Misha, que está muerto, compra muchas piezas de carne en Bulgaria. Es peligroso comer esa carne, malísima, muy barata. Tercero: mi amigo Misha consigue, por mediación de funcionarios muy corruptos de Bruselas, que todas las piezas de carne búlgara se marquen una por una con el sello de certificación de la Unión Europea, identificándola como carne de alta calidad, excelente, la mejor carne italiana conforme a la normativa europea. Por este servicio delictivo, yo personalmente, Dima, ingreso cien euros por pieza de carne en la cuenta suiza del funcionario de Bruselas muy corrupto, veinte euros por pieza en la cuenta suiza del funcionario de Moscú muy corrupto. Beneficio neto para el Príncipe, una vez deducidos los gastos generales: mil doscientos euros por pieza. A lo mejor, por culpa de esa carne búlgara malísima, enfermaron y murieron cincuenta rusos, incluidos niños. Y eso es solo un cálculo aproximado. Fuentes oficiales desmienten esta información. Sé los nombres de estos funcionarios muy corruptos, también sus números de cuenta en bancos suizos.
Y una tensa posdata, declamada en tono grandilocuente:
Es opinión personal de mi esposa, Tamara L'vovna, que la distribución inmoral de mala carne búlgara por funcionarios europeos y rusos criminalmente corruptos debe ser motivo de preocupación para todo cristiano de buen corazón en el mundo entero. Es la voluntad de Dios.
La inconcebible intervención de Dios en la situación había creado un pequeño paréntesis.
—¿A alguien le importaría aclararme qué es un «hotel negro»? —preguntó Matlock al aire, manteniendo la mirada al frente—. Resulta que yo voy de vacaciones a Madeira, y nunca me ha parecido que mi hotel tenga nada de negro.
Movido por la necesidad de proteger a Héctor en su versión amansada, Luke asumió el papel de ese «alguien» que explicaría a Matlock qué era un hotel negro:
—Verás, Billy. Compras una parcela de tierra de primera, generalmente al lado del mar. Pagas al contado, construyes un complejo hotelero de cinco estrellas. Tal vez varios. Todo al contado. Y añades unos cincuenta bungalows si te queda sitio. Llevas los mejores muebles, cubertería, porcelana, ropa blanca. A partir de ese momento los hoteles y los bungalows están llenos. Solo que allí nunca se aloja nadie, ¿entiendes? Si llama una agencia de viajes: lo sentimos, está todo reservado. Una vez al mes se presenta en el banco un furgón de una compañía de seguridad y descarga todo el dinero recaudado por el alojamiento en habitaciones y bungalows, y en restaurantes, casinos, clubes nocturnos y bares. Al cabo de un par de años, los complejos están en óptimas condiciones para venderse, con un historial comercial excelente.