Una mala noche la tiene cualquiera

BOOK: Una mala noche la tiene cualquiera
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La Madelón —travestido comunistoide y solidario, emotivo y lúcido— quedó aterrado la fatídica noche del 23 de febrero de 1981, al enterarse de la toma del Congreso por la Guardia Civil. Y, dicharachero, con su inolvidable expresividad andaluza, se dispone a narrar sus peripecias durante aquellas terribles horas, sus ocurrencias, sus recuerdos de otros tiempos. Y en su fervorosa declaración de amor a la libertad, da voz a todos aquellos españoles que durante años tuvieron que vivir en la clandestinidad por razones políticas, culturales, económicas o sexuales y que, aquella larguísima noche, ante la posibilidad de un golpe de Estado, volvieron a temer por su derecho a vivir a su aire.

Eduardo Mendicutti

Una mala noche la tiene cualquiera

ePUB v1.1

Polifemo7
01.06.11

1.a edición en colección La Flauta Mágica: octubre de 1988

1.a edición en Fábula: octubre de 1994

2.aedición en Fábula: marzo de 2001

3.a edición en Fábula: noviembre de 2008

Eduardo Mendicutti, 1988

Diseño de la colección: Pierluigi Cerri

Ilustración de la cubierta: Rod (1977), de Mel Odom, dibujo de 21 x 30 cm., para la revista norteamericana Blueboy. Reproducida con la autorización de Mel Odom

Reservados todos los derechos de esta edición para Tusquets Editores, S.A. - Cesare Cantù, 8 - 08023 Barcelona www.tusquetseditores.com

ISBN: 978-84-7223-832-9

Depósito legal: B. 44.445-2008

Fotocomposición: Foinsa-Edifilm, S.L.

Impresión y encuademación: GRAFOS, S.A. Arte sobre papel Sector C, Calle D, n.° 36, Zona Franca - 08040 Barcelona

1

Qué sobresalto, por Dios. El Paco se fue a su casa, en taxi, que cuesta un dineral hasta el pueblo de Vallecas, y yo me vine a la mía, a encerrarme con siete llaves, nerviosísima, que hacía siglos que no me sentía tan descontrolada, ni siquiera por un hombre. En seguida puse el loro, o sea Radio Nacional, pero allí sólo daban música de zarzuela; bueno, para mí que era zarzuela. Me quedé quieta, en cuclillas, pegadita al transistor, a ver si decían algo, si daban el parte. Claro que cuando yo llegué a casa y puse el transistor eran sólo menos diez —las ocho menos diez—, me acuerdo divinamente, y hay que ver cómo son siempre de puntuales esas mujeres de Radio Nacional; una cosa mala, puntuales hasta morir. Qué coraje. Allí estaba yo, con el corazón en un puño, arrugadita como un perrillo enfermo, lo mismo que la Bautista en
Locura de amor
junto al ataúd de su hombre —que menudo pendón tenía que ser el gachó, todo hay que decirlo— y las de Radio Nacional impertérritas, oye, hay que ser sangregordas. Y a mí es que iba a darme algo: un ataque, un soponcio, una alferecía. Malísima me estaba poniendo. Una descomposición de cuerpo estaba entrándome que no la puedo ni explicar. En cinco minutos que faltaban para las ocho a lo mejor me daba tiempo a prepararme algo. No quería perderme del parte ni media palabra. Claro que yo necesitaba algo urgentemente: una tila, un Valium, lo que fuera. Un tío. La verdad es que a mí lo que me arregla el cuerpo es un tío, y hasta creo que lo dije en voz alta. Qué espanto. Menos mal que no me escuchaba nadie.

Qué número, por Dios, como en Sudamérica: hala, a tiro limpio, todas al suelo, se acabó lo que se daba, guapos. Qué cosa más ordinaria. ¿Qué nos iba a pasar ahora? Ahí pudo servidora comprobar que nada hay más malo que no saber, qué angustia. Y dieron las ocho y las de Radio Nacional como si nada, mudas; igual habían caído todas muertas. Eso sí, yo de Radio Nacional no me cambiaba ni loca. Algo tendrían que decir. Lo mío por Radio Nacional ha sido siempre una devoción, desde que era chica. Bueno, desde que era chico, que con esto de mi juventud me hago un lío horroroso. Nunca sé por dónde tirar. A veces lo pienso, y es como si no fuera conmigo: La Madelón no tuvo juventud, nació con la verde. Ahora a la cartilla militar le llaman la blanca, porque es blanca —por lo menos la de los paracaidistas—, pero antes, en mis tiempos, le llamábamos la verde, porque era verde. Si es que una cuando se pone a explicarse es una eminencia. Ya me lo decía mi madre, que en gloria esté, la pobre: «Manolito, tú como Pemán». Y es que a mí de chavea, aparte de disfrazarme de la Rivelles en
La leona de Castilla
y de Lola Flores en
La Marquesa de Benamejí,
me daba por escribir y me salían unos versitos preciosos. Luego lo dejé porque siempre me salían los mismos, para qué voy a decir otra cosa. Lo que no dejé fue aquel empeño de ser artista, que para eso estaba La Mediopolvo —una de mi pueblo— que viajaba a Madrid una barbaridad y siempre me contaba cómo era de maravilloso en la capital el mundo del teatro. Así que nada más terminar la «mili» me vine a Madrid, que allí en mi pueblo uno no podía realizarse ni nada —un pueblo grande, precioso, que se estudia en la escuela porque allí desemboca el Guadalquivir— y como a los cinco meses, aquí en Madrid, nació La Madelón. Al comienzo, de tapadillo. Servidora y La Begum —que por entonces todavía quería llamarse Fátima, porque sonaba medio moro y medio cristiano y le daba menos apuro, que eso de La Begum queda mono y tiene la mar de empaque, pero resulta un poquito exagerado, la verdad— nos pasábamos horas pintándonos como un coche, a escondidas, en el cuarto de la fonda, por Argüelles, delante de aquel espejo chiquitísimo en el que nos teníamos que mirar por turnos. Qué tiempos. Ayer como quien dice. De pronto, no sé por qué, allí pegado al transistor y en cuclillas, que ya me empezaban a doler las corvas, me dio por pensar en todo aquello, en nuestros primeros meses en Madrid, nuestro primer trabajo de dependientes en una mercería grandísima que todavía existe, junto a la Puerta del Sol, pegadita a la Dirección General de Seguridad —nos hicimos la mar de amigas de un montón de grises, casi todos andaluces o extremeños, o sea paisanos, y guapos de morir—, nuestras noches del sábado en las tascas de Echegaray, que se ponían de bote en bote de gente de ambiente, y aquellas maravillosas tardes de domingo en el cine Carretas, cuando aún se hacían las cosas con un miramiento y una compostura y lo mismo te hacías a un conde o a un marqués de los de antes, de los de verdad... Aquello fue mi juventud, o sea la juventud de Manuel García Rebollo, que es mi gracia. La Madelón nació después y, como cualquier mujer divina que se precie, no tiene pasado.

Cuando pienso que La Madelón —o sea, servidora de un tiempo a esta parte— no ha tenido juventud, me entran unos repelucos la mar de dramáticos. Claro que, para repelucos, los de aquella noche de febrero. Para mí que por Radio Nacional lo que daban era
La Verbena de la paloma
, pero luego me dijeron que no, que era música militar; o sea, «El novio de la muerte» o algo así, me imagino. Qué raro que a mí no me sonara, con lo que es una para lo militar. Pero tampoco me extraña, que lo descompuesta que yo estaba es como para no creérselo. Y, para colmo, La Begum sin aparecer. ¿Dónde se habría metido? De pronto me dio por pensar en eso. Claro que la gachí lo mismo estaba en primera fila, hala, como en el hipódromo; inconsciente siempre fue como para eso y para mucho más. Y las de Radio Nacional seguían en plan Belinda, qué mujeres. Así que, como no había noticias, con algo tenía que entretenerme, y me dio por pensar que La Begum estaba ya camino de un campo de concentración. Una es así de novelera. En seguida pienso en cosas horribles. Tampoco es que una sea de mucho pensar, las cosas como son, pero de vez en cuando sí que me gusta, me encuentro yo de lo más intelectual y de lo más etérea, sobre todo porque casi siempre pienso en cosas de mucho sufrir y me encanta. De modo que ya veía yo a mi Begum hecha unos zorros, sin pintar y sin nada, rodeadita de porquería y de unos soldados alemanes maravillosos de guapos, y ella en los huesos, demacrada, zarrapastrosa, pero divina a pesar de todo, lo mismo que Vanessa Redgrave en
Julia,
qué mujer tan ideal. Yo de repente es que no cabía en mi cuerpo con sólo pensar en aquella chiquilla suelta por ahí, con la que podía armarse en cualquier momento. En circunstancias así, una se siente como una madre, no puedo remediarlo. Y eso que La Begum sólo es un año más joven que yo, las cosas claras, pero es que se comporta como una criatura: se desquicia en cuanto ve a uno con cara de mojamé. Y mira que hay. Cantidad. Pues por ahí andaría, detrás —o más bien delante y boca abajo— de un Hassan cualquiera. Si es que se pierde. Y aquella noche se podía perder del todo. Yo no lo podía comprender. ¿Es que no se había enterado de nada? Pero si a las siete y media de la tarde —a los diez minutos justos de que empezara la movida— ya lo sabía todo Madrid... En la calle me enteré yo. Iba de lo más maqueada, bajando desde la Telefónica —había venido en el Metro y salí por José Antonio— hacia Callao, que había quedado con mi Paco en la puerta de la cafetería Nebraska, la grande, la que está enfrente de la cafetería Zahara, y venga a pasar coches de la pasma armando una bulla espantosa, y yo diciéndome ¿qué pasará?, pero no pregunté, que ya una llama suficientemente la atención de por sí como para andar encima por ahí preguntando cosas. De modo que me aguanté como pude la curiosidad, y eso que todo el mundo hacía corrillos en las aceras y mi Paco andaba por allí, por delante de la cafetería, mirando de un lado a otro, con esa cara de retrasadillo mental que se le pone a veces al angelito —en compensación, Dios le dio otras cosas muy desarrolladas— y hecho un brazo de mar, con su traje gris marengo con chaleco, su camisa celeste, su corbata burdeos, su abrigo azul marino: guapo de desmayarse. A mí, la verdad, como me gusta mi Paco es con uniforme de conductor de autobús —ay, un uniforme es un uniforme y una reconoce su cojera—, pero la verdad es que aquella tarde mi Paco estaba guapísimo vestido de corriente. Así que me colgué de su brazo, muy peliculera, y le pregunté ¿qué es lo que pasa, nene?, y él, que tiene una facilidad graciosísima para imaginarse cosas, me dijo no sé, tú, seguro que es la ETA. Porque eso sí, venga a pasar coches de maderos con el pito a tope: lecheras atiborradas de policías de uniforme y coches camuflados de la social. Planes, lo que se dice planes, no teníamos ninguno, lo único que teníamos que pasarnos por la tienda de unas amigas, de esas que van de discretas por la vida, dos chicos muy majos, la verdad —son filatélicos y numismáticos, y a mí eso siempre me ha sonado como a vicio de la India o de por ahí, cosa del
Kamasutra,
algo como incestuoso y hereditario, pero bien visto, un vicio como muy tranquilo, aunque de muchas posturitas—, porque tenía que encargarles un juego de monedas del Mundial 82 para un novio legionario que venía a verme algunos fines de semana, desde Leganés —mi Paco de eso no sabía ni palabra; mi Paco no sabía ni palabra del rollo de los paracaidistas; mi Paco estaba en Babia (bueno, eso pensaba yo: a lo mejor lo sabía todo y le importaba un higo)—. Allí, en la tienda, me lo dijeron: «Ha entrado la Guardia Civil en el Congreso, y los tienen a todos secuestrados».

Así que allí andaban lo que se dice todas, la
creme de la creme,
por la moqueta, y las cosas, a las ocho y cuarto de la tarde, debían de seguir igual, porque en la radio seguían sin decir ni pío. A mí estaba a punto de darme el ataque. ¿Qué sería de nosotras? Lo mismo les daba por volver a lo de antes. Qué sofoco. Agua de azahar me hubiera venido de perlas. Bueno, cualquier cosa. Un té, una manzanilla, algo que me entonase el estómago, que lo tenía engurruñido del susto. ¿Y qué iba a pasar ahora con la libertad? Me dio por pensar en eso.

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