Yngvar empezó a susurrar, rápido y como resoplando.
—Esto va contra el reglamento —comenzó el abogado Rønbeck, que se levantó a medias de la silla.
—Cien mil dólares —dijo Gerhard, estaba casi gritando—. ¡Me dieron cien mil dólares!
Yngvar lo golpeó en el hombro.
—Cien mil dólares —repitió despacio—. Ya me doy cuenta de que me he equivocado de profesión.
—Había cincuenta mil en la guantera, y luego el tipo ese me dio la misma cantidad en un sobre cuando habíamos acabado. El que iba en el coche, quiero decir.
Incluso al abogado le costaba ocultar su sorpresa. Cayó de vuelta en la silla y empezó a acariciarse nerviosamente la cara. Era como si estuviera buscando algo sensato que decir, pero sin éxito. Acabó rebuscando en los bolsillos y sacando un caramelo. Se lo metió en la boca como si fuera un calmante.
—¿Y dónde está ahora ese dinero? —preguntó Yngvar, con la mano posada pesadamente sobre el hombro de Gerhard.
—Está en Suecia.
—En Suecia. Muy bien. ¿Dónde en Suecia?
—No lo sé. Se lo he dado a un tipo al que le debía dinero.
—Le debías cien mil dólares a alguien —resumió Yngvar con lentitud exagerada, cada vez le apretaba más fuerte el hombro—. Y ya te ha dado tiempo a entregárselo a tu acreedor. ¿Cuándo sucedió eso?
—Esta mañana. Apareció en mi casa. Muy temprano, y esos tipos, la gente de Goteburgo, no son de los que…
—Espera —dijo Yngvar elevando las manos con un brusco gesto de cansancio—. ¡Para! Tienes razón, Gerhard.
El detenido lo miró. Daba la impresión de ser más pequeño, de haber encogido, y era evidente que estaba cansado. La inquietud había pasado a ser un temblor perceptible y tenía agua en los ojos cuando levantó la vista y preguntó débilmente:
—¿Razón en qué?
—En que te tenemos que mantener aquí dentro con nosotros. Da la impresión de que hay mucha más madeja que desenrollar. Necesitas un descanso, y desde luego yo… —el reloj de la pared indicada las nueve menos cuarto— también.
Recogió sus notas y se las metió debajo del brazo. La purera cayó al suelo. Yngvar le lanzó un vistazo, vaciló y la dejó estar. Gerhard Skrøder se levantó con rigidez y siguió voluntariamente al policía que lo iba a llevar a una celda del sótano.
—¿Quién paga cien mil dólares por un trabajo así? —preguntó el abogado Rønbeck en voz baja mientras recogía sus cosas.
Daba la impresión de que hablaba para sí mismo.
—Alguien que tiene una cantidad ilimitada de dinero y que quiere estar cien por cien seguro de que el trabajo se hace —dijo Yngvar—. Alguien con tanto capital como para no preocuparse por lo que cuestan las cosas.
—Da miedo —dijo Rønbeck, tenía la boca tan rígida como la abertura de una hucha.
Pero Yngvar Stubø no contestó. Había sacado el teléfono móvil para ver si tenía alguna llamada perdida.
Ninguna.
—¿A la Policía la llamo yo o la llamas tú? —susurró Inger Johanne, con el teléfono en la mano.
—Ninguna de las dos —dijo Hanne Wilhelmsen en voz baja—. Por ahora.
La presidenta de los Estados Unidos estaba sentada en un sofá rojo chillón con un vaso de agua en la mano. El hedor a excrementos, orina y sudor del miedo era tan fuerte que Marry sin demasiada discreción, abrió de par en par una de las ventanas del salón.
—La mujer necesita un baño —les regañó—. No entiendo por qué la tenéis que tener ahí sentada floreciendo en ese olor a mierda. Presidenta y
tó,
y luego la humillamos así.
—Ahora te vas a calmar —dijo Hanne con decisión—. Por supuesto que la mujer se va a poder dar un baño. Y dentro de un rato seguro que también tiene hambre. Ve a hacer algo de comer, por favor. Una sopa. ¿No crees que es lo mejor? ¿Una buena sopa?
Marry salió de salón con sus zapatillas de andar por casa y no dejó de farfullar hasta que llegó a la cocina. Incluso después de que cerrara la puerta detrás de sí, seguían oyendo sus pequeñas maldiciones entre los ruidos de las ollas y las cacerolas que golpeaban secamente la encimera de acero.
—Pero tenemos que llamar —repitió Inger Johanne—. Por Dios… Todo el mundo está esperando…
—Diez minutos más o menos carecen de importancia —dijo Hanne, y empezó a maniobrar la silla hacia el sofá—. Lleva más de día y medio desaparecida. La verdad es que me parece que una presidenta tiene derecho a participar en la decisión. Quizá no quieran que la vean en este estado. Los demás, aparte de nosotras, quiero decir.
—¡Hanne!
Inger Johanne colocó la mano sobre el respaldo de la silla de ruedas para detenerla.
—Tú eres la que has trabajado en la Policía —dijo indignada, al mismo tiempo que intentaba contener el volumen de la voz—. ¡No puede lavarse ni cambiarse de ropa antes de que la investiguen! ¡Es una montaña andante de pruebas! No tenemos ni idea, podría…
—Me importa una mierda la Policía —la interrumpió Hanne—. Pero lo cierto es que ella no me importa una mierda. Y no pienso desperdiciar ni una mota de las pruebas.
Alzó la vista. Tenía los ojos más azules de lo que Inger Johanne recordaba haber visto antes. El círculo negro en torno al iris hacía que parecieran demasiado grandes para su estrecho rostro. Su resolución borraba las arrugas en torno a la boca y hacía que pareciera más joven. No apartó la mirada y, con un pequeño movimiento de la ceja derecha, consiguió que Inger Johanne soltara la silla de ruedas, como si se hubiera quemado. Por primera vez desde que se conocieron apenas medio año antes, Inger Johanne vislumbró a la Hanne sobre la que había oído hablar, pero a la que nunca había visto: la detective brillante, analíticamente cínica y porfiada de cabo a rabo.
—Gracias —dijo Hanne en voz baja, y continuó camino al sofá.
La presidenta seguía en silencio. El vaso de agua, del que apenas había bebido, estaba sobre la mesa ante ella. Mantenía la espalda erguida, las manos reposaban sobre su regazo y miraba un enorme cuadro de la pared.
—
Who are you?
—dijo de pronto, cuando Hanne se le acercó.
Era lo primero que decía desde que Marry la había metido a rastras en el piso.
—
I'm Hanne Wilhelmsen, Madame Président. I'm a retired police officer.
Y ésta es Inger Johanne Vik. Puede confiar en ella. La mujer que la encontró en el sótano es Marry Olsen, mi asistenta. Queremos lo mejor para usted,
Madame Président.
Inger Johanne no sabía si le sorprendía más que la presidenta pudiera hablar en el estado en que se encontraba, que Hanne hablara de ella como alguien en quien se podía confiar o que el lenguaje que usaba sonara tan inusualmente solemne. Era como si incluso Hanne Wilhelmsen sintiera sumisión al encontrarse ante la presidenta de Estados Unidos, por muy desvalida que pareciera Helen Bentley.
Inger Johanne tampoco sabía bien dónde meterse. No le parecía correcto sentarse, al mismo tiempo que se sentía completamente ridícula, ahí de pie en medio de la habitación, como público no deseado de una conversación íntima. La situación le parecía tan absurda que le costaba aclarar su cabeza.
—Evidentemente vamos a llamar a las autoridades correspondientes —dijo Hanne en voz baja—. Pero he pensado que tal vez quisiera usted asearse antes. En caso de que sea su deseo, por supuesto. Si prefiere…
—No lo haga —la interrumpió Helen Bentley, aún sin moverse, con la mirada todavía fija en el cuadro abstracto de la pared opuesta—. No llame a nadie. ¿Cómo está mi familia? Mi hija… ¿Cómo…?
—Su hija está bien —respondió Hanne con calma—. Según dicen los medios de comunicación, los han puesto bajo protección especial en un lugar secreto, pero dadas las circunstancias están bien.
Inger Johanne estaba como petrificada.
La mujer del sofá tenía la ropa sucia, un ojo destrozado y olía mal. El grotesco chichón del ojo y la sangre seca que le apelmazaba el pelo hacían que se pareciera a las mujeres destrozadas que tanto Inger Johanne como Hanne habían visto con demasiada frecuencia. La presidenta le recordaba algo en lo que Inger Johanne no pensaba nunca, en lo que nunca quería pensar, y por un momento se sintió mareada.
Tras más de diez años investigando sobre violaciones, casi había conseguido olvidar por qué había empezado con eso. El motor que la impulsaba siempre había sido un inmenso deseo de comprender, el profundo sentimiento de necesitar entender lo que en el fondo le resultaba completamente inexplicable. Ni siquiera en aquel momento, después de una tesis doctoral, dos libros y más de una docena de artículos científicos, se sentía mucho más cerca de la verdad acerca del motivo por el que algunos hombres emplean su superioridad física contra las mujeres y los niños. Y cuando escogió ampliar el permiso de maternidad, disfrazó la decisión con una mentira inconsciente: la consideración hacia la familia.
Por consideración hacia las niñas se iba a quedar otro año en casa.
La verdad era que había llegado al final del camino. Estaba atrapada en una calle cortada y no sabía qué hacer. Había empleado su vida adulta en intentar comprender a los criminales porque no era capaz de asumir las consecuencias de ser una víctima. No soportaba la vergüenza, el fiel escudero de la violencia; ni su propia vergüenza ni la de los demás.
Helen Bentley no parecía avergonzada y a Inger Johanne le resultaba inconcebible. Nunca había visto a una mujer que hubiera recibido una paliza como ésa mantenerse tan orgullosa y erguida. Tenía la barbilla alzada, no era una mujer que agachara la cabeza, y los hombros rectos como si los hubieran trazado con una regla. No parecía en absoluto humillada. Al contrario.
Cuando su ojo sano de pronto se trasladó hacia Inger Johanne, ésta sintió un pinchazo. La mirada era poderosa y directa, y era como si la presidenta, de algún modo inexplicable, hubiera entendido que la que quería llamar para pedir ayuda era Inger Johanne.
—Insisto —dijo la presidenta—. Tengo razones para no querer que me encuentren. Aún no. Apreciaría poder bañarme… —Su intento de sonreír cortésmente le reventó su henchido labio inferior cuando se giró hacia Hanne—. Y le agradecería mucho que me dieran algo de ropa.
Hanne asintió.
—Me encargaré de eso inmediatamente,
Madame Président.
Sin embargo, espero que comprenda que necesito una razón para no avisar de que está usted aquí. En sentido estricto, estoy cometiendo una falta al no llamar a la Policía…
Inger Johanne frunció el ceño. Así sobre la marcha no recordaba ni una sola disposición penal que impidiera dejar en paz a una mujer magullada. No dijo nada.
—Por eso debo insistir en que me proporcione una explicación. —Hanne sonrió antes de añadir—: O al menos una pequeña parte de ella.
La presidenta intentó levantarse. Se tambaleó e Inger Johanne acudió corriendo en su ayuda para impedir que se cayera. A medio camino del suelo se detuvo en seco.
—
No thanks. I'm fine.
Helen Bentley se mantuvo sorprendentemente estable cuando se llevó la mano a la sien e intentó soltarse un sanguinolento mechón de pelo que tenía pegado a la piel. Una mueca de dolor desapareció con la misma velocidad que había surgido. Carraspeó y trasladó la vista desde Hanne a Inger Johanne, y de vuelta.
—¿Estoy segura aquí?
—Completamente. —Hanne asintió con la cabeza—. No podrías haber llegado a un lugar más aislado en el centro de Oslo.
—¿Así que es ahí donde estoy? —preguntó la presidenta—. ¿En Oslo?
—Sí.
La mujer se colocó la chaqueta destrozada. Por primera vez desde que llegó, se vio un leve gesto de turbación en torno a su boca y dijo:
—Evidentemente me encargaré de que se arreglen los destrozos. Tanto aquí… —con la mano indicó las manchas oscuras del sofá— como en… ¿el sótano?
—Sí. Estaba usted en el sótano. En un estudio de sonido abandonado.
—Eso explica las paredes. Eran como mullidas. ¿Me podría mostrar el baño? Tengo necesidad de asearme un poco.
De nuevo una sonrisa hinchada pasó por su cara.
Hanne le devolvió la sonrisa.
Inger Johanne estaba desesperada. No se podía creer el aparente control de sí misma de la presidenta. El contraste entre el lastimoso aspecto externo de la mujer y su tono cortés y decidido le resultaba demasiado grande. Lo que más deseaba hacer era cogerle las manos. Agarrarla con fuerza y limpiarle la sangre de la frente con un trapo caliente. Quería ayudarla, pero no tenía la menor idea de cómo se consuela a una mujer como Helen Bentley.
—En realidad nadie me ha maltratado —dijo la presidenta, como si pudiera leer lo que sentía Inger Johanne—. Debía de estar anestesiada, o algo así, y tenía las manos atadas. Me resulta todo un poco confuso. Pero en todo caso me caí de una silla. Con bastante dureza. Y no tengo… —Se interrumpió a sí misma—. ¿Qué día es hoy?
—18 de mayo —dijo Hanne—. Y son las diez menos veinte de la noche.
—Pronto hará cuarenta y ocho horas —dijo la presidenta, era como si hablara para sí misma—. Tengo unas cuantas cosas que hacer. ¿Tienen conexión a Internet?
—Sí —dijo Hanne—. Pero como le he dicho antes, tengo que pedirle una explicación sobre…
—¿Se me da por muerta?
—No. No se asume nada. Se está más bien… aturdido. En Estados Unidos creen más bien que…
—Tiene usted mi palabra —dijo la presidenta tendiéndole una mano, que se tambaleó y tuvo que dar un paso al costado para recuperar el equilibrio—. Tiene usted mi palabra de que es de suprema importancia que no se sepa que he sido encontrada. Mi palabra debería ser más que suficiente.
Hanne aceptó su mano y se la estrechó. Estaba helada.
Se miraron.
La presidenta se tambaleó otro poco. Era como si le fallara una rodilla, intentó enderezarse tras una cómica reverencia, luego soltó la mano de Hanne y susurró.
—No llame a nadie. Por nada del mundo, ¡no permita que nadie lo sepa!
Lentamente se dejó caer en el sofá. Cayó de lado, floja como una muñeca de trapo abandonada. La cabeza dio con una almohada. Así tumbada, con una mano sobre la cadera y la otra aprisionada bajo la mejilla, dio la impresión de que de pronto había decidido descansar un rato.
—Aquí está la sopa —dijo Marry.
Se paró en seco en medio de la habitación con un cuenco humeante entre las manos.
—La pobre tiene que estar agotada —dijo, y se dio la vuelta—. Si alguien más quiere sopa, que venga a la cocina.