Una mañana de mayo (25 page)

Read Una mañana de mayo Online

Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaco

BOOK: Una mañana de mayo
9.29Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Incluso madre se equivocaba a veces —dijo Fayed.

Al lo miró con incredulidad.

—¿Madre? Madre nunca nos confundía. ¡Tienes cuatro años más que yo, Fayed!

—Al morir —dijo Fayed, con un trasfondo en la voz que Al nunca había oído antes y que no era capaz de interpretar—, la verdad es que me confundió contigo. Probablemente porque siempre te quiso más a ti. Deseaba que hubiera sido así, que fuera su hijo favorito quien conversaba con ella en su último momento de claridad. Pero tú… no llegaste a tiempo.

La sonrisa era ambigua.

Al Muffet dejó los cubiertos. La habitación había empezado a dar vueltas. Sentía que la sangre abandonaba su cabeza y que la adrenalina se extendía por cada músculo, por cada nervio del cuerpo. Tenía las palmas de las manos pegadas a la mesa. Tuvo que agarrarse para no caerse de la silla.

—Está bien —dijo sin entonación, e intentando no asustar a las chicas, que lo miraban como si llevara una nariz de payaso—. Así que creyó…

—¡Estás raro, papá! ¿Qué te pasa?

Louise se estiró por encima de la mesa y colocó su manita de niña sobre la manaza de su padre.

—Estoy… Estoy perfectamente. Perfectamente. —Se forzó a hacer una mueca que pretendía ser una sonrisa tranquilizadora, pero que comprendió que tendría que acompañar de una explicación—. Me dolía mucho la tripa, por un momento. Puede que el caviar no me haya sentado bien. Se me pasará enseguida.

Fayed lo miró. Sus ojos parecían más oscuros de lo normal. El hombre daba la impresión de tener una capacidad sobrenatural de hundírselos en la cara, o de sacar la frente hacia fuera, de modo que la cara resultaba más lúgubre, más amenazadora. Al recordó que su hermano lo miraba así, exactamente así, cuando eran pequeños y Fayed había hecho algo malo y mentía por los codos durante las repetidas broncas de su padre, que con los años se fueron haciendo cada vez más furiosas. Al entendió lo que esto podía significar.

Y comprendió, sin saber a ciencia cierta por qué, lo que podía implicar que su madre hubiera confundido a los hijos en su lecho de muerte.

Lo que no conseguía entender de ninguna manera era por qué su hermano había decidido presentarse de pronto allí, tres años más tarde, como salido de la nada, para comportarse como un extraño y perturbar la vida normal y satisfactoria que Al Muffet había construido con sus hijas en un rincón del noreste de Estados Unidos.

—Creo que me voy a tener que echar un momento. Sólo un ratito.

«Algo va mal —pensó al dirigirse hacia las escaleras del segundo piso—. Algo va muy mal y yo me tengo que centrar. ¡Ali Shaeed Muffasa, tienes que pensar!»

Capítulo 32

Adallah al-Rahman se despertó con su propia risa.

Acostumbraba a dormir profundamente durante siete horas seguidas, desde las once de la noche hasta las seis de la mañana siguiente. Alguna que otra vez, sin embargo, se despertaba por una inquietud, por la agobiante sensación de no haberse entrenado como debía. Por temporadas, la vida se volvía demasiado ajetreada, incluso para un hombre que durante los últimos diez años había aprendido a delegar tanto como le parecía posible. En total poseía más de trescientas empresas por todo el mundo, de tamaños distintos y con diferente necesidad de su seguimiento personal. Gran parte de ellas eran dirigidas por gente que no tenía la menor idea de su existencia, del mismo modo que hacía ya tiempo que había llegado a la conclusión de que lo mejor era ocultar la gran mayoría de sus compañías con la ayuda de un ejército de abogados, la mayoría de ellos británicos o norteamericanos, asentados en las islas Caimán con unas oficinas impresionantes, viviendas de lujo y mujeres fuertemente anoréxicas cuyas manos Abdallah tenía grandes dificultades para estrechar.

Como era natural, a veces tenía demasiado quehacer. Abdallah al-Rahman rondaba los cincuenta y dependía de dos horas de duro entrenamiento diario para mantener la forma que consideraba adecuada para un hombre como él y que, además, lo bendecía con un sueño profundo y efectivo. Cuando no entrenaba, la noche se volvía inquieta. Por suerte, aquello era algo excepcional.

Nunca antes lo había despertado su propia risa.

Sorprendido se sentó en la cama.

Dormía solo.

Su mujer, trece años más joven que él y madre de todos sus hijos, tenía una suite propia en el palacio. Abdallah la visitaba con frecuencia, preferentemente a primera hora de la mañana, cuando el frío de la noche aún permanecía en las paredes y tornaba su cama aún más atractiva.

Pero siempre dormía solo.

Los números digitales de un reloj junto a la cama indicaban las 03.00. En punto.

Se incorporó y se restregó la cara. «En Noruega es medianoche», pensó. Estaban a punto de comenzar el día que se llamaría jueves 19 de mayo.

El día antes del día.

Se quedó inmóvil intentando recordar el sueño que lo había despertado. Le fue imposible. No recordaba nada. Pero estaba de mucho mejor humor que de costumbre.

Por un lado, todo había salido como debía. No sólo se había llevado a cabo el secuestro como estaba planeado, sino que era evidente que todos los demás detalles también habían funcionado. Le había costado dinero, mucho dinero, pero eso no le preocupaba lo más mínimo. Más caro le resultaba tener que quemar a tantos miembros del sistema. Pero daba igual.

Así tenía que ser. La naturaleza del asunto llevaba en sí que los objetos minuciosamente construidos y cuidados sólo podían ser utilizados una sola vez. Algunos de ellos eran mucho más valiosos que otros, por supuesto. La mayoría de ellos, como los que habían sido reclutados en Noruega, no eran más que granujas de medio pelo. Comprados y pagados para un trabajo a la vuelta de la esquina, y no merecía la pena pensar más en ellos. A otros, había llevado muchos años ennoblecerlos y prepararlos.

De algunos de ellos, como Tom O'Reilly, se había encargado personalmente.

Pero todos eran sustituibles.

Recordaba una broma que había hecho en cierta ocasión un suizo sonrosado durante una reunión de negocios en Houston. Se encontraban en el último piso de un edificio alto, cuando un limpiador de cristales se había descolgado en una cesta por el otro lado de las enormes ventanas panorámicas. El corpulento hombre de Ginebra había dicho algo sobre que sería mejor emplear mexicanos de usar y tirar. Los demás participantes de la reunión se habían quedado mirándolo sin entender nada. El tipo se echó a reír y describió una cola de mexicanos en el tejado, con un trapo en la mano cada uno. Luego no habría más que irlos arrojando por orden. Cada uno de ellos limpiaría una franja, y así te librabas a la vez de ellos y de la suciedad de las ventanas.

Nadie se rio. Eso había que reconocérselo a los norteamericanos presentes. No le vieron la más mínima gracia a la broma, y dio la impresión de que el suizo estuvo cohibido durante la siguiente media hora.

Si se iba a consumir a seres humanos, la utilidad debía ser mayor que la de limpiar unos cristales, pensaba Abdallah.

Se levantó de la cama. La alfombra, la fantástica alfombra, que le había anudado su madre y que era lo único que nunca, bajo ninguna circunstancia, vendería, era muy mullida. El juego de colores era maravilloso, incluso en la oscuridad de la habitación. El resplandor del reloj de noche y la luz del fino tubo junto a la ventana eran suficientes para que los tonos dorados se fueran transformando cuando atravesó la alfombra para llegar a la pantalla de plasma. Los mandos a distancia reposaban sobre una pequeña mesa de oro tallado y forjado a mano.

Una vez encendida la televisión, abrió una nevera y sacó una botella de agua mineral. Se volvió a echar en la cama, recostado sobre un mar de almohadas.

Se sentía excitado, casi feliz.

La diosa de la fortuna siempre estaba del lado de los vencedores, pensó Abdallah abriendo la botella. No había previsto, por ejemplo, que fueran a mandar a Warren Scifford a Noruega. Aunque al principio Abdallah lo consideró un problema, más tarde todo pareció indicar que era lo mejor que podía haber sucedido. Era mucho más fácil conseguir entrar en las habitaciones de los hoteles noruegos que en el piso de un jefe del FBI en Washington DC. Era obvio que no hubiera hecho falta devolver el reloj después de que la señorita de compañía pelirroja llegara a la conclusión de que habían pagado con generosidad.

Pero era un detalle elegante.

Como el estudio de sonido en uno de los mejores barrios de Oslo. Había llevado mucho tiempo encontrarlo, pero era absolutamente perfecto. Un trastero en un sótano, abandonado y aislado en sentido doble, en una zona en la que la gente apenas registraba lo que hacían los vecinos mientras no llamaran la atención y se tuviera el suficiente dinero como para ser uno de ellos. Como es obvio, lo mejor hubiera sido que Jeffrey Hunter matara a la presidenta antes de encerrarla. A Abdallah ni se le había pasado por la cabeza. Si ya habían sido necesarios medios muy duros para conseguir que el agente del Secret Service contribuyera al secuestro del sujeto a cuya protección había consagrado su vida, hubiera sido imposible conseguir que matara a su propia presidenta.

«Lo posible es siempre lo mejor», pensó Abdallah, y el estudio de sonido pareció la opción correcta. Haberse trasladado lejos, al campo, habría sido muy arriesgado: cuanto más tiempo pasara antes de que encerraran a la presidenta, más peligro corría todo el proyecto.

Aquello salió como debía.

La CNN seguía emitiendo noticias sobre el secuestro y sus consecuencias, sólo interrumpidas una vez a la hora por boletines de otras noticias, que en el fondo no interesaban a nadie. En aquellos momentos, la discusión versaba en torno a la bolsa de Nueva York, que en las últimas dos jornadas había caído estrepitosamente. Aunque la mayoría de los analistas pensaban que la caída en picado era una reacción hipernerviosa a una crisis aguda y que no continuaría cayendo de modo tan abrupto, todos sentían una profunda preocupación. Sobre todo porque el precio del petróleo subía de un modo inversamente proporcional. En las esferas políticas corrían rumores sobre el rapidísimo enfriamiento de las ya tensas relaciones entre Estados Unidos y los mayores productores de petróleo de Oriente Medio. No necesitaba estar especialmente informado respecto a la política para entender que el Gobierno de Estados Unidos, en sus investigaciones del secuestro de la presidenta, centraba la atención sobre los países árabes. Las persistentes afirmaciones sobre que el punto de mira se concentraba en Arabia Saudi e Irán habían provocado una intensa actividad en la diplomacia de ambos países. Hacía tres días, antes de la desaparición de Helen Bentley, el precio del petróleo estaba en 47 dólares por barril. Un hombre mayor, con nariz aguileña y título de catedrático, clavó su rabiosa mirada en el presentador y declaró:
«Seventy five dollars within a few days. That's my prediction. A hundred in a couple of weeks if this doesn't cool down».

Abdallah bebió más agua. Se le vertió un poco y parte del líquido gélido cayó sobre su pecho desnudo. Se estremeció y su sonrisa se amplió aún más.

Un hombre mucho más joven intentó señalar que Noruega también era una nación petrolera. Como tal, este pequeño país rico, situado en las afueras de Europa, ganaría muchos millones con la desaparición de la presidenta.

El humor de Abdallah no empeoró con la tensa situación que surgió en el estudio. Un consejero sénior del banco central norteamericano le dio al jovenzuelo una lección de unos treinta segundos. Aunque si se miraba de modo aislado era cierto que Noruega ganaría con el alza del precio del petróleo, sin embargo la economía del país estaba tan integrada y era tan dependiente de la economía global que el desplome de la bolsa de Nueva York, que evidentemente ya había afectado a las bolsas de gran parte del mundo, supondría una absoluta catástrofe para ellos.

El joven se obligó a sonreír y echó un vistazo a sus apuntes.

«Estos son los verdaderos valores norteamericanos —pensó Abdallah—. El consumo. Nos estamos acercando.»

Tras dieciséis años en Occidente, seis de ellos en Inglaterra y diez en Estados Unidos, le seguía sorprendiendo escuchar a gente, por lo demás educada, hablando de los valores estadounidenses como si realmente creyera que eran la familia, la paz y la democracia. Durante la campaña electoral del año anterior, el tema había ocupado un lugar central; la cuestión de los valores era el único billete de Bush hacia la reelección. Con un pueblo que ya se estaba empezando a cansar de la guerra y que en el fondo estaba abierto a un presidente que los pudiera sacar de Irak, con tal de que mantuviera la honra colectiva, George W. Bush intentó convertir en una cuestión de valores la sangrienta, fracasada y aparentemente eterna guerra en Irak. El hecho de que cada vez más jóvenes norteamericanos retornaran a casa en un ataúd cubierto con la bandera se transformó en un sacrificio necesario para la salvaguarda de la «idea norteamericana». La constante lucha por la paz, la libertad y la democracia en un país que a la mayoría de los estadounidenses no les importaba lo más mínimo, y que se encontraba a miles de kilómetros de la ciudad norteamericana más cercana, se transformó en la retórica de Bush en la lucha por la conservación de los valores norteamericanos más importantes.

La gente le había creído durante mucho tiempo. Demasiado. Eso empezaron a sentir cuando Helen Lardahl Bentley apareció en la campaña electoral ofreciéndoles una alternativa mejor. El hecho de que más tarde se demostrara que salir de ese infierno en el que se había convertido Irak era bastante más complicado de lo que había creído y defendido la candidata Bentley era otra cuestión. Estados Unidos todavía mantenía sus tropas en Irak, pero Bentley ya había sido elegida.

Abdallah se tumbó en la cama. Cogió el mando a distancia y bajó un poco el sonido. Ahora habían pasado la conexión al equipo de la CNN en Oslo, que parecía haberse instalado en una especie de jardín en el que se veía al fondo un alargado edificio con aires de los países del este europeo.

Cerró los ojos y recordó.

Abdallah recordaba la decisiva discusión como si hubiera tenido lugar la semana anterior.

Fue durante la época de Stanford, en una fiesta en la que, como siempre, se mantenía al margen de los acontecimientos y, con una botella de agua mineral, miraba con los ojos medio cerrados a los norteamericanos que montaban jaleo, reían, bailaban y bebían. Lo llamaron cuatro chicos que estaban sentados en torno a una mesa repleta de botellas de cerveza, tanto vacías como medio llenas. Él acudió vacilando.

Other books

The Fleethaven Trilogy by Margaret Dickinson
Lucian by Bethany-Kris
Motherless Brooklyn by Jonathan Lethem
Off the Field: Bad Boy Sports Romance by Heidi Hunter, Bad Boy Team
The Fragile Hour by Rosalind Laker