Una mañana de mayo (33 page)

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Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaco

BOOK: Una mañana de mayo
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En todo caso tenían que venir con frecuencia, pensó Helen Bentley. La niña parecía adorar al espantapájaros. Se fueron al salón. El sonido de la charla de la niña y la regañina de la mujer sonó cada vez más lejano, hasta que desapareció del todo. Debían de haberse ido a otra habitación.

Tenía que volver al ordenador. De un modo u otro tenía que encontrar las respuestas que le faltaban. Tenía que seguir buscando. En algún lugar del caos de información que vagaba por el ciberespacio, tenía que encontrar lo que estaba buscando, antes de darse a conocer y devolver el planeta a su curso normal.

Era evidente que no iba a encontrar las respuestas en un ordenador. Hasta que no entrara en sus propias páginas, no había nada ahí fuera que pudiera ayudarla.

Se dio cuenta de que se estaba mirando fijamente las manos. Tenía la piel seca y se había partido una uña. El anillo de casada parecía demasiado grande, le quedaba suelto y estuvo a punto de caerse cuando lo cogió entre dos dedos y lo giró. Alzó la cabeza.

La mujer de la silla de ruedas la miró. Tenía los ojos más extraños que Helen Bentley hubiera visto nunca. Eran azules como el hielo, casi transparentes, pero al mismo tiempo eran profundos y oscuros. Resultaba imposible leer nada en su mirada, ni preguntas ni exigencias. Nada. La mujer se limitaba a mirarla; eso la aturdía e intentó retirar la mirada. Pero no era posible.

—Me engañaron —dijo Helen Bentley calladamente—. Sabían qué hacer para que me entrara el pánico y yo caí en la trampa.

La mujer que se llamaba Hanne Wilhelmsen guiñó los ojos.

—¿Quieres contarme lo que sucedió? —preguntó plegando el periódico despacio.

—Creo que he de hacerlo —dijo la mujer inspirando hondo—. Creo que no me queda más remedio.

Capítulo 7

—¿Y eso es todo lo que puedes decir?

El jefe de vigilancia Peter Salhus puso cara de insatisfacción y se rascó el corto pelo de la coronilla. Yngvar Stubø desplegó los brazos e intentó sentarse mejor en la incómoda silla. El televisor sobre el armario archivador estaba encendido. El sonido era bajo y poco claro, era la cuarta vez que Yngvar veía exactamente las mismas noticias.

—Me rindo —dijo—. Tras el episodio de anoche, es imposible sacarle una palabra a Warren Scifford. Casi estoy empezando a creer los rumores de que el FBI está haciendo su propia carrera. Alguien ha dicho hoy en la cantina que esta noche incluso han llegado a entrar por la fuerza en un piso. En Huseby. O… tal vez fuera en un chalé.

—Eso no son más que burdos rumores —dijo Peter Salhus abriendo un cajón—. Se toman sus libertades, pero también saben que no pueden jugar a los vaqueros. Como es obvio, habríamos recibido un informe completo sobre el asunto si eso fuera cierto.

—Los dioses sabrán. Todo esto me parece… muy frustrante.

—¿El qué? ¿Que los norteamericanos se suelten en el territorio de otro país?

—No. Bueno, sí, hasta cierto punto sí. Pero… ¡Gracias!

Se alargó hacia la caja roja que le ofrecía Peter Salhus. Delicadamente, como si estuviera cogiendo un valioso tesoro, cogió un grueso puro, se quedó mirándolo durante unos segundos y se lo pasó por debajo de la nariz.

—CAO Maduro número 4 —dijo con solemnidad—. ¡El puro de
Los Soprano
! Pero… ¿podemos fumar aquí?

—Estado de excepción —dijo Salhus, que sacó un cortapuros y una caja de cerillas grandes—. Con todos mis respetos, me importa una mierda.

Yngvar profirió una carcajada y preparó el cigarro con manos diestras antes de encenderlo.

—Estabas diciendo algo —dijo Peter Salhus reclinándose en la silla.

El humo del puro dibujaba suaves círculos bajo el techo. Aún era pronto por la mañana, pero Yngvar de pronto se sintió tan cansado como después de una gran comilona.

—Todo —murmuró mientras echaba el humo hacia el techo.

—¿Cómo?

—Que me frustra todo el asunto. Tenemos a Dios sabe cuánta gente buscando una respuesta sobre quién secuestró a la presidenta y sobre cómo lo hicieron, y en el fondo no tiene la menor importancia.

—Por supuesto que tiene importancia, es…

—¿Has estado mirando últimamente la caja esa? —Yngvar señaló el televisor con la cabeza—. Es todo política con mayúsculas.

—¿Qué te esperabas? ¿Que este caso fuera como cualquier otra desaparición?

—No, pero ¿por qué nos estamos dejando la salud para encontrar a un granujilla como Gerhard Skrøder y a un paquistaní que se caga en los pantalones en cuanto miramos en su dirección, si de todos modos los estadounidenses ya han decidido lo que ha sucedido?

Salhus parecía estarse divirtiendo. Sin responder, se puso el puro en la boca y colocó las piernas sobre la mesa.

—Quiero decir —dijo Yngvar mirando a su alrededor en busca de algo que pudiera servir de cenicero—. Ayer tuvimos a tres hombres durante cinco horas dedicados a montar el rompecabezas que muestra cómo se lo montó Jeffrey Hunter en el conducto de ventilación. Era complicado. Había un montón de cabos sueltos. La última vez que se inspeccionó la suite presidencial, cuándo estuvieron allí los perros, cuándo se pasó al aspirador en consideración a la alergia de la presidenta, cuándo se encendieron y se apagaron las cámaras, cuándo…, en fin, ya me entiendes. Y al final lo consiguieron. Pero ¿qué sentido tiene?

—El sentido está en que tenemos un caso que resolver.

—Pero a los norteamericanos les importa una mierda. —Miró con escepticismo la taza de plástico que le ofrecía Salhus, luego se encogió de hombros y tiró dentro la ceniza con cuidado—. La Policía detiene a un criminal detrás de otro y resulta que todos han estado implicados en el secuestro. Han encontrado al segundo conductor. Incluso han cogido a una de las mujeres que se hacían pasar por la presidenta. Pero ninguno de los detenidos tiene nada que contar, aparte de que les ofrecieron un buen trabajo por un buen precio, sin tener ni idea de quién los contrataba. ¡Antes de que acabe el día vamos a tener el sótano lleno de malditos secuestradores!

Peter Salhus se rio cordialmente.

—Pero ¿eso les interesa algo? —preguntó Yngvar de modo retórico y se inclinó por encima de la mesa—. ¿Muestra la embajada el más mínimo interés por lo que estamos haciendo? ¿Acaso tienen ganas de recibir alguna información? Qué va. Ellos están a lo suyo, mientras el mundo entero está a punto de descarrilar. Me rindo. Así de sencillo, me rindo.

Le dio otra calada al puro.

—Tienes fama de ser flemático —dijo Salhus—. Se dice que eres el hombre más sereno de Kripos. Me está dando la impresión de que no te mereces del todo esa fama. ¿Y qué dice tu mujer, por cierto?

—¿Mi mujer? ¿Inger Johanne?

—¿Tienes más de una?

—¿Por qué tendría que decir ella algo sobre este asunto?

—Por lo que tengo entendido, tiene un doctorado en Criminología y una especie de pasado en el FBI —dijo Salhus levantando las manos para protegerse—. Yo diría que está cualificada para tener una opinión, como mínimo.

—Es posible —dijo Yngvar mirando fijamente la ceniza del puro, de la que cayó un poco sobre la pernera—. Pero la verdad es que no sé qué piensa. No tengo la menor idea de lo que piensa sobre este asunto.

—Así están las cosas —dijo Peter Salhus con ligereza, y puso la taza de plástico aún más cerca de Yngvar—. Supongo que apenas hemos pasado por casa en los dos últimos días.

—Así están las cosas —repitió Yngvar, que apagó el puro mucho antes de haberlo acabado de fumar, como si la ilegalidad hubiera sido demasiado buena para ser verdad—. Así debemos de estar todos.

Eran las once menos veinte de la mañana e Inger Johanne aún no había dado señales de vida.

Capítulo 8

Inger Johanne no tenía ni idea de qué hora era. Se sentía trasladada a otra dimensión. La conmoción que sintió la noche anterior al ver aparecer a Marry con la maltrecha presidenta en los brazos se había transformado en la sensación de encontrarse completamente al margen de todo lo que sucedía fuera del piso de la calle Kruse. Había conseguido ver algún que otro telediario, pero no había salido a comprar los periódicos.

El piso era como un castillo cerrado. Nadie salía y nadie entraba. Era como si la apresurada decisión de Hanne de conceder a la presidenta su deseo de no dar la alarma hubiera cavado un foso en torno a su existencia. Inger Johanne tenía que pensarlo bien para saber si era por la mañana o por la noche.

—Tiene que tratarse de algo completamente distinto —dijo de pronto—. Estás enfocando sobre el secreto que no es.

Hacía rato que no hablaba, escuchaba a las otras dos mujeres en silencio. Llevaba tanto rato sin aportar nada a la conversación, unas veces animada y otras vacilante y reflexiva, entre Helen Bentley y Hanne Wilhelmsen que, al parecer, se habían olvidado de que estaba allí.

Hanne arqueó las cejas. Helen Bentley frunció las suyas, con un gesto de desconfianza que le cerró el ojo de la parte dañada de la cara.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Hanne.

—Creo que os preocupa el secreto que no es.

—No te estoy entendiendo —dijo Helen Bentley, que se reclinó en la silla y cruzó los brazos sobre el pecho, como si se sintiera ofendida—. Oigo lo que dices, pero ¿qué significa?

Inger Johanne apartó su taza de café y se colocó el pelo detrás de la oreja. Por un momento mantuvo la mirada fija sobre un punto de la mesa, con la boca medio abierta y sin respirar, como si no supiera por dónde empezar.

—Las personas nos dejamos llevar por nosotros mismos —dijo al fin, añadiendo una sonrisa encantadora—. Todos lo hacemos, de alguna manera. Tal vez especialmente… las mujeres.

Tuvo que volver a pensárselo. Ladeó la cabeza y se puso a juguetear con un rizo. Las otras dos mujeres aún parecían escépticas, pero la escuchaban. Cuando Inger Johanne empezó de nuevo a hablar, lo hizo en un tono más bajo que de costumbre.

—Cuentas que te despertó Jeffrey Hunter, que ya lo conocías. Como es natural, estabas muy cansada y, por lo que explicas, al principio también bastante aturdida. Muy aturdida, dices. Cosa que es lo más normal del mundo. La situación tenía que parecerte bastante… extraordinaria. —Inger Johanne se quitó las gafas y miró miopemente la habitación—. El hombre te enseña una carta. No recuerdas muy bien el contenido. Lo que recuerdas es que te entró pánico.

—No —dijo Helen Bentley con decisión—. Recuerdo que…

—Espera —la interrumpió Inger Johanne alzando la mano—. Por favor. Escúchame primero. La verdad es que esto es lo que estás diciendo. Subrayas todo el rato que te entró pánico. Es como si… te estuvieras saltando un paso. Es como si… te avergonzaras tanto de no haber estado a la altura de la situación que tampoco eres capaz de reconstruirla. —Hubiera jurado que un rubor se extendía por la cara de la presidenta—. Helen…

Inger Johanne tendió la mano hacia la suya. Era la primera vez que se dirigía a la presidenta usando su nombre de pila. La mano quedó intacta sobre la superficie de la mesa, con la palma hacia arriba. La retiró y continuó en voz baja.

—Eres la presidenta de Estados Unidos. No es la primera vez que estás en guerra, literalmente. —Helen Bentley esbozó una sonrisa—. El hecho de que te entrara pánico en una situación así no es demasiado… presidencial. No tal y como lo ves tú, pero te juzgas con demasiada dureza, Helen. No lo hagas. No resulta útil. Incluso una persona como tú tiene sus puntos flacos. Todos los tenemos. Lo único preocupante de este caso es que tú creíste que habían encontrado el tuyo. Pensemos en lo que pasó antes de que te diera la sensación de que el mundo se derrumbaba.

—Leí la carta de Warren —la cortó Helen Bentley.

—Sí. Y ponía algo de un niño. No recuerdas más que eso.

—Sí que recuerdo algo más. También ponía que lo sabían. Que los troyanos sabían…, de la niña.

Inger Johanne se limpió las gafas con una servilleta. Debía de haber grasa en el papel, cuando se las volvió a poner vio la habitación a través de un filtro difuso.

—Helen —probó otra vez—. Entiendo que no nos puedas contar en qué consiste eso de los troyanos. También respeto que quieras guardarte el secreto sobre tu hija, ese secreto que creíste que conocían y que hizo que… perdieras la cabeza. Pero podría ser…, podría ser…

Vaciló e hizo una mueca.

—Ahora te estás haciendo un lío —dijo Hanne.

—Sí. —Inger Johanne miró a la presidenta y se apresuró a añadir, para que no se le fuera—: ¿Podría ser que pensaras en ese secreto precisamente porque es el peor? ¿El más feo de todos?

—No estoy entendiendo lo que pretendes decir —dijo Helen Bentley.

Inger Johanne se levantó y se dirigió al fregadero. Echó una gota de lavavajillas sobre cada lente y dejó correr el agua mientras las restregaba con el pulgar.

—Tengo una hija de casi once años —dijo Inger Johanne secando las gafas—. Tiene una minusvalía psíquica que no consiguen determinar. Es… el punto más vulnerable de mi vida. Siempre tengo la sensación de que no la veo lo bastante bien, que no soy lo bastante buena para ella, lo bastante buena con ella. Eso me hace muy vulnerable. Hace que me… deje llevar por mí misma. Si escucho de pasada una conversación sobre alguien que no cumple sus responsabilidades hacia sus hijos, pienso automáticamente que están hablando de mí. Si veo un programa en la televisión sobre una cura milagrosa para autistas que se lleva a cabo en Estados Unidos, siento que soy una madre miserable por no haber buscado algo así. El programa se convierte en una acusación personal contra mí, y me paso toda la noche despierta sintiéndome fatal.

Tanto Helen Bentley como Hanne habían empezado a sonreír. Inger Johanne volvió a sentarse a la mesa.

—Veis —dijo Inger Johanne devolviéndoles la sonrisa—. Os reconocéis en lo que digo. Así somos, todos. Más o menos. Y la verdad es que creo que tú, Helen, pensaste en tu secreto porque es tu punto flaco, pero que en realidad la carta no se refería a eso. Que se refería a otra cosa. A otro secreto, tal vez. O a otro niño.

—Otro niño —repitió la presidenta sin entender.

—Sí. Insistes en que nadie, absolutamente nadie, puede saber… nada sobre eso que ocurrió hace tanto tiempo. Ni siquiera tu marido, según dices. Y entonces es lógico que… —Inger Johanne se inclinó sobre la mesa—. Hanne, tú que has sido detective durante un montón de años, ¿no te parece sensato asumir que cuando algo es completamente imposible…? Bueno, pues… ¡Es completamente imposible! Y hay que buscar otra explicación.

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