Nosotros
somos
esa gente. Nosotros
éramos
esas personas en el Norte remoto, obligadas a depender unas de otras. Y esos gestos y detalles que vemos en la pantalla no son las poco convincentes fórmulas de unos actores que intentan «crear un personaje», sino los gestos desconocidos y entrañables de personas a las que conocemos, y a las que vemos hacer su trabajo. Estamos viendo la verdadera revelación del carácter: cómo reacciona la gente bajo presión.
Y, como en cualquier obra de arte, el tema parece haberse impuesto mágicamente en todos los aspectos del trabajo: se trata de una película acerca de un hombre bueno que nunca regresará a su hogar, y nosotros somos este hombre bueno.
Transcurrida la primera media hora, todo el mundo está absorto en la pantalla cuando, de pronto, la copia de trabajo llega a su fin. Quedamos tan descontentos como si el proyector se hubiera averiado, pero no hay más que ver. Es todo lo que Billy y Fred han preparado. Queremos ver más. A nadie se le escapa que esta sensación y su expresión son el cumplido tradicional y esperado tras ver una copia de trabajo, pero, aun así, nos sorprende y nos complace sentirlo.
Todos felicitan calurosamente a Fred y Ian Baker. La compañía entera se pone de pie e intercambia sonrisas. «Señoras y caballeros», dice Fred, «la sesión ha terminado.»
Salimos rumbo a restaurantes, bares o cuartos de hotel, diciéndonos unos a otros lo brillante que es John Lone, que es Fred, que es Billy, que son Lindsay y Tim, qué genial es Ian…, diciéndonos unos a otros lo orgullosos que estamos de nosotros mismos en cuanto grupo. Y al día siguiente se celebra el partido de
softball
, y nuestro orgullo se ve aumentado por la manera en que vencemos al equipo del Arts Club Theatre.
Las tres últimas semanas de rodaje son cuesta abajo.
Todo ha terminado, Jim Tolkan se ha ido ya, Richard Monette acaba de filmar un día antes de lo previsto y se afeita la barba. Le espera el Festival de Stratford, donde representara siete papeles principales en obras clásicas. Patrick Palmer se cruza con él a la hora del almuerzo y le pregunta dónde está la barba. Monette le explica que ya ha hecho sus escenas y ha terminado con la película. «Te pagamos hasta mañana», dice Palmer, «conque vuelve a ponértela». Randy Johnson, nuestra diseñadora de vestuario, se ha retirado, molesta porque algunos de los trajes extra para la última secuencia aún no han sido elegidos. La han dejado ir, porque empieza a escasear el dinero. La cosa va muy justa. En el remolque del almuerzo aparece un cartel:
LOS BURRITOS DEL DESAYUNO NO SON GRATIS. SI NO ES USTED DEL REPARTO O PERSONAL DE PRODUCCIÓN, HA DE PAGAR 2,50 DOLARES
. Horst Grandt, el jefe de atrezzo, se queja de que han suprimido el chicle de las mesas para el equipo técnico. Mucha gente comenta: «Bueno, King, imagino que este caso está
cerrado
.»
Se organiza un segundo partido de
softball
. Vamos a jugar contra una emisora de radio de Vancouver. Tienen un equipo fijo, con uniforme y todo, y entrenan una vez por semana. Pero el partido cae en un fin de semana largo. En Canadá se celebra el Día de la Victoria y casi todo el personal de la emisora tiene fiesta y ha salido de la ciudad, así que nos enfrentamos con su equipo B y los arrollamos.
David Strathaim ha traído otro pomelo, pero, claro, ya no es lo mismo.
Agradecimientos
Deseo dar las gracias a mi editora DAWN SEFERIAN y a mi ayudante CATHERINE SHADDIX por su ayuda y entusiasmo en este libro.
Introducción
En junio de 1897, Constantin Slavyansky y Viadimir Nemirovich-Elanchenko, dos talentos del teatro aficionado, se reunieron a tomar café en el Bazar Slavyansky, un importante centro comercial de Moscú. Estuvieron hablando dieciocho horas y descubrieron que sus opiniones sobre la Vida, el Teatro y el Arte eran complementarias en los lugares adecuados e idénticas en los lugares adecuados. Formaron un matrimonio que engendró el Teatro Artístico de Moscú, hogar de los clásicos e inspiración de los nuevos autores de su época.
El nombre «Bazar Slavyansky» ha sido siempre un talismán para mí. Simbolizaba el Lugar Donde Confluyen Tres Caminos, la mística Conjunción de Opuestos para formar un Todo, la posibilidad del Amor Verdadero y, en un plano menos abstracto, la gratificación del deseo de bienestar, comodidad y compañía.
Me parecía que allí, en el Bazar Slavyansky, se encontraban todas las cosas buenas de la vida. Había buena comida, buena conversación, alcohol y tabaco, la alegría del descubrimiento mutuo, la sensación de que el universo tiene planes para nosotros y de que uno está emprendiendo una maravillosa aventura, repleta de la viril certidumbre de peligro y del indecible consuelo de la iniciación.
«Sí», se dijeron aquellos dos hombres. «Sí. ¿Verdad que la vida es así?»
Y yo atesoraba esa imagen como un hermoso sueño, y he tenido el privilegio de participar en él de vez en cuando.
Espero que les gusten estos ensayos.
(Una charla ante la
Signet Society
, Universidad de Harvard, 11 de diciembre de 1988)
Es tradicional desalentar a quienes piensan emprender una carrera en las Bellas Artes haciéndoles ver cuánto más segura resulta la dedicación a otras ocupaciones.
Estas otras ocupaciones, se me ocurre tras una veintena de años como escritor, tienen fama de ser más seguras, y de hecho lo son, porque en ellas el trabajo no se juzga por su utilidad y, en realidad, las propias ocupaciones son capaces de absorber cualquier número de aspirantes porque poseen muy poca o ninguna utilidad final; por tanto, y a diferencia de una carrera en las Bellas Artes, el público nunca puede verse abrumado ni por una superabundancia de practicantes ni por una superabundancia de practicantes no cualificados. Estas ocupaciones son, en palabras creo que del señor Veblen, una «conspiración contra los legos». Así pues, es natural que sean más seguras, ya que a cada minuto nace una.
Pero la ley de la vida es hacer el bien y el mal, comer y ser comido, y el bien que se supone más inocuo es quizá, al mismo tiempo y ocasionalmente, violencia disfrazada.
¿Qué significa ser un miembro de la
intelligentsia
? Se me ocurrió un día que se trata de algo comparable a ser el germen de un virus; que la
intelligentsia
, los «petimetres», nos vemos impulsados a buscar, a explorar, a sancionar, a ser, en fin, los primeros explotadores de ciertos aspectos del mundo material; que nosotros, en nuestra calidad de avatares de la moda, somos la primera noticia sobre la apropiación de lo hasta entonces natural.
¿Quién de nosotros no ha visto, oído y soñado en emular a aquel artista, pintor, escritor o lo que fuese, que abandonó la ciudad para disfrutar de la naturaleza, y que se extasió en la contemplación de aquello que los nativos daban por sentado: bellos paisajes, agua limpia, bosques profundos, playas transparentes, la sinceridad o el ingenio no corrompido de los nativos?
Bien, nosotros fuimos allí y ciertamente disfrutamos, y lo pintamos o escribimos sobre ello, o se lo contamos a nuestros amigos, o fuimos descubiertos por quienes siguen la estela de los espíritus libres como nosotros, de manera que lo único que quedó de aquella playa, aquellos bosques o aquel acento indígena fue la descripción que nosotros dejamos.
De un modo u otro tenía que suceder así, desde luego, pero se me ocurrió que nosotros éramos la enfermedad; los primeros en hablar de esa Cosa Nueva que, una vez advertida, debe, en consecuencia, convertirse en Vieja.
No pudimos evitar hacerlo, renovar aquella casa vieja, aquel viejo Barrio Fabril; y con ello impusimos la moda, y consignamos lo Intemporal a la Ronda del Tiempo, es decir, a la Muerte.
Pero al menos no nos pasábamos Todo El Día Trabajando En Una Oficina. No; nos pasábamos todo el día trabajando en una oficina, y luego nos llevábamos la oficina a casa dentro de la cabeza para el resto de la tarde y hasta entrada la noche, y enloquecíamos a nuestras familias con la melancolía de nuestra inquietud por lo oculto, por lo exquisito. ¿Quiénes nos habíamos creído que éramos?
Y qué útil resultaba, finalmente —en la medida en que nosotros, henchidos de orgullo, contemplábamos a quienes laboraban y se afanaban sin más efecto ni propósito que la acumulación de Oro, o de Nivel Social, o de Poder, o de cualquier cosa Quimérica e Inútil—, cuando se comparaba con la emoción que los artistas experimentábamos en nuestros descubrimientos, o en ser descubiertos por el Populacho. Tal como escribió el señor Ginsberg: «Los Hombres de Negocios son Serios, los Políticos son Serios, todo el mundo es serio menos yo…» Y así nos dirigíamos a quienquiera sugiriese que nuestro «trabajo» no era sino un juguete, la válvula de escape de una gran sociedad que eliminaba su exceso de vapor, y qué
précieux
que éramos, qué niños, al suponer que nuestro trabajo tenía una utilidad…
Aunque, naturalmente, ninguno de nosotros lo hacía porque tuviese una utilidad, lo hacíamos porque teníamos una idea. Lo hacíamos porque, como el hombre de negocios, como el promotor, no podíamos contenemos.
A veces surge un individuo
que no se adapta a la norma
. Uno lee sobre los indios de las Praderas. Sobre su magnífica sociedad. En la raza guerrera, a un muchacho sujeto a visiones, incapaz de integrarse, de asumir las cargas principales de la cultura, de ser, si quieren, un Hombre de la Cultura, se le daba la opción de hacerse Hombre por otra ruta más solitaria, como vidente, o sabio, u Hombre de Medicina, y así se le eximía de las tareas cotidianas de sus hermanos, y se le consentía cierta vida y un lugar en la sociedad. Y tanto aquel Individuo como la Sociedad en su conjunto se beneficiaban de ello.
Se beneficiaban tal vez de sus visiones, y se beneficiaban, tal vez en un sentido más importante, de su aceptación de la idea de que
todas
las personas que nacen en la sociedad son preciosas. ¿Qué es Valioso en una Sociedad? Supongo que eso depende de lo cerca que uno se halle, en el tiempo o en el espacio, del fenómeno en cuestión. En último término, las ocupaciones, los lugares y las personas se hacen románticos, es decir, irresistibles, y se hace que parezcan importantes a fin de atraernos hacia ellos como parte de un plan
que está más allá del plan de la razón
.
Siempre me intrigaron los versículos: «Pensad en los lirios del campo…, que ni hilan ni se afanan; pero en verdad os digo que ni Salomón con toda su gloria se vistió jamás como uno de ellos.»
A lo largo de los años, cada vez que oía estos versículos o pensaba en ellos se me antojaban especiosos; una condena del
trabajo
, y del
talento
, o quizá de la conjunción de ambos, o de la «fortuna», Y, finalmente, perdieron todo sentido para mí. Me parecían «débiles», un elogio de la debilidad.
Llevaba algún tiempo sin pensar en esta frase, había dejado atrás mi cuadragésimo aniversario, cuando me vino a la mente en relación con estos pensamientos y la comprendí por primera vez. Yo había cambiado desde la última vez que pensara en ella, y me dije: «Pues claro que es una condena; una benévola condena del enorgullecido amor por el trabajo y el talento, pues ese orgullo olvida lo que para el autor de la frase es evidente, que tanto ese trabajo como ese talento, esa ambición y esa recompensa, son dones de Dios.»
Que, llevada a sus extremos lógicos, la creación de las diversas profesiones, diversas ocupaciones y diversos niveles de logro, del caos de la competencia, de este darwinismo estético, como es el caso de las artes, se convierte en lo contrario de la visión aleatoria.
Todas las profesiones, logros e impulsos son arrojados para que compitan y luchen con vistas a un fin que
no
es aleatorio, sino que es efecto de alguna Voluntad Universal; y, con vistas a tal fin, todos estos esfuerzos, los de Salomón y los de los lirios del campo, son iguales. No nos es
dado
conocer el valor de nuestros impulsos, ni el de nuestras acciones. Para algunas personas, y en algunos momentos, los actos que los más sabios proclaman mejores pueden parecer nefandos.
Todos estamos sometidos al dominio de una inteligencia superior, y es en interés de esa potencia que cada uno de nosotros se ve abocado a sus ocupaciones.
Responde al interés del Todo, y, creo, a los cuidados de algo más allá del todo, que algunos se sientan impulsados a ocuparse de las artes, que algunos se sientan impulsados a buscar el poder, o la riqueza, o la soledad, o la muerte.
Siempre me he sentido orgulloso, y no poco ensoberbecido, por ser uno de esos fenómenos que gozan del privilegio de vivir en el mundo de las Artes. A medida que me hago viejo sigo sintiéndome feliz, y considero un privilegio poder trabajar en un terreno en el que soy feliz; pero me enorgullezco un poco menos, o eso espero, y cada vez experimento un mayor asombro reverente ante la meditada manera en que ha sido construido el universo para que dé cabida incluso a un fenómeno como yo.
Con esto no quiero dar a entender que me crea desprovisto de talento ni que mi trabajo carezca de valor, sino que mi
profesión
de visión artística surgió, me parece, no tanto para expresar cualesquiera ideas «individuales» que yo pueda tener o haber tenido, sino más bien para asumir y dar cabida a una personalidad anómala que en ninguna otra cosa hubiera podido hallar empleo. Es,
en gran medida
, como el auge del ordenador y de los negocios dirigidos por ordenador, ocurrido
casualmente
en el momento oportuno para dar cabida a un floreciente potencial de mano de obra que nada tenía que hacer. Esta mano de obra heredó un sistema económico-comercial y un mundo construido alrededor de una máquina que lo único que hace es barajar «datos», y estos «datos» originan un sistema empresarial infinitamente expansible. Y de esta manera, un mayor número de perdidos fue asumido en el todo floreciente.
Sea lo que fuere
lo que vosotros elijáis o sintáis que estáis llamados a hacer, aparte hacer aquello que quizá vuestro corazón os diga que está mal, y eso no os aconsejo que lo hagáis, creo que tanto vosotros como yo
somos
esas rarezas, o
somos
esos lirios del campo, y no nos es dado conocer el tiempo en que vivimos. Podemos pensar que estamos creando obras maestras (y, de hecho, bien puede ser así) o que estamos encorvados sobre nuestro tambor de bordar como mujeres de la época victoriana haciendo nuestras «labores». En todo caso, somos esto: una parte del excedente absuelto por la Madre Tierra.