Pasé de largo por la tetería y vagabundeé en lo que me parecía la dirección general del Embankment, desde donde podría torcer a la izquierda y caminar hasta el puente de Waterloo, cruzar el puente y llegar al teatro.
Me desorienté, y acabé delante de no se qué palacio. Había dos miembros de la Guardia, montados en sendos caballos negros. Un espectáculo imponente. Aquellos monstruos inmóviles, con sus botas con borlas y sus cascos emplumados que llegan a cinco metros de altura. Qué cosa tan magnífica, pensé. El de la izquierda hizo algún tipo de señal y un soldado de infantería salió marcando el paso por el centro, giró a la derecha y marchó a paso lento hasta donde estaban los jinetes, y allí mantuvo con ellos, durante unos momentos, un escueto y militar coloquio, supongo que acerca de chicas.
Los dos tenían rostros genuinamente ingleses: redondos, sonrosados y francos. Su tipo de cara, e incluso sus siluetas con los cascos emplumados, eran idénticos a las de los
skinheads
de Londres: rostros sofocados y sonrosados, pelos de punta para aumentar la estatura y sugerir algo equino e inspirar algo dentro de la línea que va del respeto al terror. Tanto los
skinheads
como los guardias reales están proclamando «Soy más grande que tú y me rijo por un código superior al tuyo, que me permite cometer cualquier violencia. Tú no existes para mí».
Miré a aquellos muchachos en sus caballos y quedé lo suficientemente impresionado como para que en mi mente surgiera el siguiente pensamiento: «Sí, tíos, pero bien que os pateamos el culo en 1778, ¿que no?»
Y con aquel rastrero alarde de valor prestado, seguí mi camino y acabé descubriendo el Embankment y que tenía muchísima hambre.
Aún faltaba media hora para que se alzara el telón en el teatro y me senté en un café con vistas al Támesis. Un par de autobuses de turistas de Alemania y Francia se estaban llenando de gente junto a la acera, el café estaba cerrando y nadie quiso servirme, así que a los diez minutos me levanté y descubrí justo al lado una tetería «para llevar», donde compré una especie de pastel de manzana insípido y que era casi todo pasta. Lo engullí agradecido y caminé hasta el Embankment, intentando limpiarme los restos de pasta pegajosa que se me habían quedado en las manos, mientras sostenía un vaso de plástico lleno de té hirviente. Un artista callejero pintaba en la acera un cuadro al pastel que representaba a un encantador de serpientes. En alguna parte había leído u oído que estos tipos se aprenden al dedillo una escena y después se pasan el resto de su vida pintándola con tizas en las aceras; es el único cuadro que se saben.
Me quedé mirando a aquel hombre, que añadía toques totalmente superfluos a su encantador de serpientes. Hacía bastante frío, había muy poco dinero en su sombrero, y él seguía puliendo y repuliendo beligerantemente los bordes de su cuadro. Me habría gustado preguntarle si sólo sabía pintar aquella escena, pero el tipo irradiaba provocación. Arrojé unas monedas en su sombrero y seguí mi camino. Me sentía un poco raro bebiendo en plena calle, me parecía muy poco británico. De todas maneras, el té estaba malísimo y tenía un sabor espantoso a plástico. Lo vertí en la calle y tiré el vaso a una papelera.
Pasé ante los monumentos del Embankment, todos dedicados a los muertos. No A NUESTROS HÉROES, sino A LOS MUERTOS, los muertos de la marina, los de la aviación… un precioso monumento a los aviadores caídos en la Gran Guerra, con un patético complemento grabado en el pedestal: homenaje a los muertos de la Gran Guerra casi veinte años después.
Había un bonito grupo escultórico —una madre protegiendo a sus hijos— regalado por UNA BÉLGICA AGRADECIDA. El cuello de la madre parecía desproporcionado hasta que la veías de lado y entonces te dabas cuenta de su enorme solicitud.
Subí la escalinata que lleva del embarcadero al puente de Waterloo. En los escalones, alguien había pintado con aerosol ODIO A… y yo subí apresuradamente, ansioso por ver desde una buena perspectiva qué era lo que odiaba aquel alguien de Londres. Esperaba los tradicionales «negros» o «maricones», y tal vez incluso «judíos», y me sorprendió bastante leer LA POLICÍA.
Crucé el puente de Waterloo y llegué a las proximidades del Teatro Nacional. Como aún disponía de unos minutos, me metí en uno de sus magníficos cafés a tomar una taza de té.
Camden Town
Tengo una misión que cumplir: llevar la ropa a la lavandería. Además, quiero mirar todos los puestos de ropa vieja de Camden Town.
Es sábado y llueve mucho. Meto las prendas pequeñas en mi mochila y voy a Camden Town en taxi. La mochila es un chisme pequeño y negro, y lleva cosida una insignia de la compañía cinematográfica de mi socio, Filmhaus. En la insignia se ve una vaca mirando una cámara y las palabras NEW YORK/MONTANA. La mochila va llena de ropa interior sucia, y la presencia de este fenómeno tan mundano me reafirma y me da valor al adentrarme en el Londres Desconocido.
Llueve y hace demasiado frío para mirar ropa de segunda mano. Las calles están atestadas de gente joven con cazadoras de motorista que mira las tiendas y los puestos, buscando esa prenda definitiva, ese artículo perfecto que completará su atuendo. Los entiendo a la perfección y estoy de acuerdo con el señor Shaw en que no existe en el mundo una paz que supere a la paz de saber que uno va perfectamente vestido.
Toda esa gente de la calle es veinte años más joven que yo. Me acuerdo de mí cuando tenía su edad y escudriñaba en las tiendas de baratillo de Chicago, en busca de la cazadora de cuero perfecta (que entonces costaba unos cinco dólares, si tenías suerte, en Industrias Goodwill), el abrigo Harris Tweed perfecto (veinticinco centavos, de verdad), la perfecta camisa de algodón blanco casi sin usar, por diez centavos. Aquél era nuestro uniforme en los años sesenta, como «hijos de los sesenta», y hasta bien entrados los setenta, ya que nuestra profesión teatral nos autorizaba a vestir informalmente en cualquier circunstancia. Y aquí me tienen, veinte años después, y todavía persiguiendo en Camden Town esa imagen de tragedia elegante promulgada en primer lugar por Brando y James Dean. No, eso es mentira, y he cometido ese solecismo propio de los no profesionales: los actores se limitaban a ponerse la ropa, eran los diseñadores los que
creaban
la ropa. Y como estoy seguro de que cuando llegue el momento de escribir mis memorias teatrales, el mundo se revelará incapaz de imprimirlas, y no hablemos ya de apreciarlas, voy a compartir con ustedes un recuerdo de un banquete que tuvo lugar en Cambridge, Massachusetts, en 1988. La invitada de honor era Lucinda Ballard, diseñadora del vestuario de
Un tranvía llamado Deseo, La gata sobre el tejado de zinc, Sonrisas y lágrimas, Magnolia, El zoo de cristal
y otros muchos espectáculos de Broadway, y creadora de muchas imágenes clásicas de Norteamérica. Yo me sentaba a su lado y lo primero que hice fue preguntarle, como seguro que han hecho otros muchos a los largo de los años, por Brando y su mugrienta camiseta en
Un tranvía llamado Deseo
. Y ella me dijo que la idea se le ocurrió de repente, que todas las camisetas estaban cosidas a mano para que se amoldaran al torso de Brando, que las tiñeron a mano, de rosa descolorido, y que ella en persona fue raspando las camisetas con una cuchilla para crear signos artificiales de desgaste, hasta obtener el efecto deseado. Así que concedamos a cada cual el crédito que se merece. Y aquí estamos, cuarenta años después del evento (el
Tranvía
se estrenó en Broadway en 1947), suspirando por aquella gracia de Brando y admirándola en reliquias veneradas. Yo iba vestido como cualquiera de aquellos tipos de Camden Town. Como eran más jóvenes que yo, se mostraban más dispuestos a salir a la lluvia y rebuscar entre la ropa. A lo mejor yo ya estaba de vuelta de todo aquello y me había rendido. El caso es que aquel día me rendí, busqué una lavandería automática, cambié unas libras en monedas de diez chelines, descifré el funcionamiento de la máquina de detergente, hice mi colada y me sentí muy orgulloso de mí mismo.
En aquella calle lateral había una tienda que vendía «modelos aeronáuticos» y me quedé mirando las preciosidades que tenía en el escaparate; me gustaban tanto de pequeño… aquellas telarañas de madera de balsa, aquellos «pensamientos» capaces de volar, impulsados por un motor de gasolina del tamaño de mi dedo pulgar. Supongo que la palabra correcta es «aviones»; ¿qué norteamericano es capaz de pasear por Londres sin pensar en aviones? Desde luego, ningún norteamericano que fuera chaval en los años cincuenta.
Me detuve en la librería Penguin, fascinado como siempre por los diferentes formatos y tirulos de los libros. En nuestros Estados Aturdidos los libros se están volviendo demasiado reglamentarizados, ¿no creen? Cada año hay menos librerías de propiedad particular, se publican menos cosas fuera de lo normal o cuestionables, y la benevolencia de cualquier oligarquía actual debe necesariamente… bueno, vamos a dejarlo.
Compré un libro de T. H. White,
The Goshawk
, una crónica de varios meses que White pasó en la campiña inglesa en 1939, amaestrando un azor de gran tamaño con la única ayuda de un manual de hace trescientos años. Me llevé el libro a un comedero italiano que había a la vuelta de la esquina, con los precios escritos en pizarras colgadas de las paredes, lo que en Estados Unidos llamaríamos un
lunchroom
o una
luncheonette
. Dentro había muchos estudiantes leyendo, charlando y comiendo lo que parecía —y resultó ser— buena comida caliente. Pedí una pizza «napolitana», una variedad cuya traducción no recuerdo, pero sí que recuerdo que estaba muy buena. Y naturalmente, bebí gran cantidad de té oscuro y caliente, y la camarera sugirió para postre algo que no entendí, y por mucho que lo repitió no consiguió aclarármelo. Hizo una pausa y me explicó: «Es como una esponja», y decidí pasar.
Compré un ejemplar del
Time Out
, la revista de la vida nocturna, y me lo llevé a la lavandería, donde metí la ropa en la secadora y me puse a buscar algo que hacer.
Descubrí que aquella noche ponían una película que quería ver en el ICA, el Instituto de Artes Contemporáneas, y llamé a mis amigos Dick y Laura, dos norteamericanos que se habían presentado de improviso en Londres, y quedamos en encontrarnos en el ICA una hora después.
Tomé un taxi en medio de la lluvia para que me llevara al ICA, situado en un paseo con árboles. Nos costó bastante llegar. El taxista no hacía más que dar vueltas y, por fin, se volvió y me dijo: «Parece que estamos atrapados en un sistema de dirección única.» Así que pregunté el camino y me bajé, pasé por debajo de un trasto que parecía la Puerta de Brandenburgo, anduve cincuenta metros y llegué al ICA completamente empapado.
Eché un vistazo en la librería y contemplé unos cuantos cuadros del pintor soviético Erik Bulatov. Eran cosas muy serías, presentadas a manera de carteles, y parece que trataban de la vida en la sociedad soviética. Qué estupendo, pensé, vivir en un ambiente en el que no se insiste en que las cosas tienen que
significar
algo. En el café del ICA había hombres y mujeres jóvenes, muy serios y atractivos, jugando al ajedrez y mirándose unos a otros. Es imposible estar más delgado y masticar tabaco con más elegancia. En mi país ya no hay gente así. Como es natural, bebí té, aunque ya tenía los dientes flojos. Pero es como conducir campo a través: es más fácil seguir que detenerse. Llegaron Dick y Laura. Descubrimos que ya no ponían la película que queríamos ver; había leído mal el
Time Out
y lo que ponían era una cosa de semianimación de la Europa del Este. Éramos americanos mojados y ya habíamos tenido bastante seriedad para aquel día, así que nos largamos a Leicester Square y compramos entradas para un pase nocturno de
Las amistades peligrosas
. Para matar el tiempo hasta la hora de la sesión, nos metimos en un restaurante francés que hay enfrente del teatro Duque de York y nos emborrachamos como cubas, después de lo cual creo que entramos a ver la película.
Islington
Gran parte de mi carrera de turista en Londres la he pasado esperando. No estoy sincronizado con la vida que me rodea. El cambio de horario, la falta de sueño y las diferencias culturales me desconectan de cualquier rutina que pudiera adecuarse al ambiente, y me paso un montón de tiempo esperando que ocurra algo, esperando a quedarme dormido, esperando a que la ciudad cobre vida, esperando a que los amigos terminen de trabajar. Hoy estoy esperando en Islington. No sé muy bien dónde está cada sitio de Londres en relación con los demás, pero, dado que el taxi no ha cruzado el Támesis, supongo que Islington está en el norte.
Hemos pasado por una zona llena de tiendas de antigüedades, lo cual hace que me caiga bien. Me gustan las tiendas de antigüedades y los distritos de anticuarios, porque me parecen una señal de decadencia orgánica saludable. Por lo general, se trata de distritos de clase baja que han ido todavía a menos y ya no son capaces de mantener a sus habitantes, pero ofrecen alquileres muy bajos a los chamarileros. Los chamarileros van siendo sustituidos por sus equivalentes artísticos, de alquiler alto, y los anticuarios atraen a las clases altas con ganas de aventura, que acaban ennobleciendo la zona al establecer en ella sus domicilios. Una civilización que devora y es devorada. A mí me suena muy bien.
Además, por carácter y profesión, me gusta curiosear, y me siento a mis anchas en una zona dedicada al curioseo. Tengo que ocupar varias horas mientras mis amigos terminan una sesión de grabación en Islington.
Paseo calle abajo y compro una chapa de
LIBERTAD PARA NELSON MANDELA
en una tienda dedicada a libros y artículos en apoyo del Congreso Nacional Africano. Sigo calle abajo, pasando por numerosas tiendas de antigüedades, pero todas están cerradas este día concreto.
Más adelante hay tiendas que venden ropa americana «retro», y me propongo dar una vuelta por ese enclave al final de la jornada. Pero de pronto descubro algo que apenas puede llamarse tetería: es un agujero en la pared con cuatro mesas y una cafetera exprés al fondo. La radio atruena y por todas las paredes hay anuncios de cosas irlandesas. Muchos de ellos son de boxeo. La mujer de detrás del mostrador tiene un acento irlandés tan cerrado que no entiendo ni palabra de lo que dice, y lo mismo le pasa a ella conmigo. Le señalo lo que quiero en el menú: té, sopa minestrone y tostada. Ella asiente.