Una reina en el estrado (16 page)

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Authors: Hilary Mantel

Tags: #Histórico

BOOK: Una reina en el estrado
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—Brindamos por el hombre que se sentó aquí antes que yo. El señor interventor anterior. Sir Henry Guildford, de bendita memoria. Vos lo conocisteis, Cromwell, por supuesto.

Ciertamente: ¿quién no conoció a Guildford, aquel experto diplomático, que era el más docto de los cortesanos? Un hombre de la misma edad que el rey, que había sido el brazo derecho de Enrique desde que éste había subido al trono, un príncipe de diecinueve años, inexperto, bien intencionado y optimista. Amo y criado habían crecido juntos, dos espíritus brillantes, ansiosos de alcanzar la gloria y de pasarlo bien. Habrías apostado que Guildford era capaz de sobrevivir a un terremoto; pero no sobrevivió a Ana Bolena. Su fidelidad estaba clara: estimaba a la reina Catalina y lo dijo así. (O aunque no la estimase, dijo, eso ya adecuadamente solo, mi conciencia cristiana me obligaría a respaldar su causa.) El rey le había excusado por su larga amistad; sólo le había dicho: dejemos el asunto y no lo mencionemos, no saquemos a colación la discrepancia. No hablemos de Ana Bolena. Hagamos lo posible por seguir siendo amigos.

Pero Ana no se había dado por satisfecha con el silencio. El día que sea reina, le había dicho a Guildford, ese día mismo perderéis vuestro cargo.

Madame
, dijo sir Henry Guildford, el día que vos os convirtáis en reina, será el día que yo renunciaré.

Y así lo hizo. Enrique dijo: ¡vamos, hombre! ¡No dejéis que una mujer os haga abandonar el cargo! Son sólo celos y despecho de mujer, no le hagáis caso.

Pero yo temo por mí mismo, dijo Guildford. Por mi familia y por mi nombre.

No me abandonéis, dijo el rey.

Culpad de ello a vuestra nueva esposa, dijo Henry Guildford.

Y así fue como abandonó la corte. Y se fue a su casa, al campo.

—Y murió —dice William Fitzwilliam— al cabo de unos meses. Dicen que de pesar.

Un suspiro recorre la mesa. Eso es lo que les pasa a los hombres; el trabajo de tu vida se acaba, el predio rural se extiende ante ti: un desfile de días, de domingo a domingo, todos sin contenido. ¿Qué hay ya, sin Enrique? ¿Sin el brillo de su sonrisa? Es como un noviembre perpetuo, una vida en la oscuridad.

—Por esa razón le recordamos —dice sir Nicholas Carew—. Nuestro viejo amigo. Y hacemos un brindis (a Paulet no le importa) por el hombre que aún sería interventor del reino si no se hubiese trastornado todo.

Tiene una forma sombría de hacer un brindis, sir Nicholas Carew. Alguien tan digno como él desconoce la desenvoltura. Él, Cromwell, había estado una semana entera sentándose a aquella misma mesa sin que sir Nicholas se dignase posar en él sus fríos ojos, y empujar el cordero en su dirección. Pero sus relaciones se han hecho más fáciles desde entonces; después de todo, él, Cromwell, es un hombre con el que resulta fácil llevarse bien. Ve que hay una camaradería entre hombres como éstos, hombres que han perdido frente a los Bolena: una camaradería desafiante, como la que existe entre esos sectarios de Europa que están esperando permanentemente el fin del mundo, pero que tienen la esperanza de que, una vez consumida la tierra por el fuego, ellos estarán sentados en la gloria: un poco tostados, churruscados por los bordes y ennegrecidos en partes, pero aun así, gracias a Dios, vivos por toda la eternidad, y sentados a su diestra.

Él conoció personalmente a Henry Guildford, como le recuerda Paulet. Debe de hacer cinco años ya que fue agasajado por él espléndidamente, en el castillo de Leeds, en Kent. Sólo porque Guildford quería algo, por supuesto: un favor de mi señor el cardenal. Pero aun así, aprendió de la charla de sobremesa de Guildford, de cómo daba órdenes a los suyos, de su buen juicio y su discreto ingenio. Más tarde, había aprendido del ejemplo de Guildford cómo Ana Bolena podía destruir una carrera; y lo lejos que estaban de perdonarla sus compañeros de mesa. Sabe también que hombres como Carew tienden a culparle, a él, a Cromwell, por la ascensión de Ana en el mundo; él la facilitó, él rompió el viejo matrimonio e introdujo el nuevo. No espera que se ablanden con él, que le incluyan en su camaradería; sólo quiere que no le escupan en la comida. Pero la rigidez de Carew se dulcifica un poco cuando él se incorpora a su charla; a veces el caballerizo real vuelve hacia él su cabeza, larga y un poco equina, ciertamente; a veces le otorga un parpadeo lento de corcel y dice: «Bueno, señor secretario, ¿cómo os encontráis hoy?».

Y mientras él busca una respuesta que Nicholas comprenda, William Fitzwilliam le mirará a los ojos y sonreirá.

Durante el mes de diciembre ha pasado por su escritorio todo un alud, una avalancha de documentos. Termina la jornada a menudo encogido y frustrado, porque ha enviado mensajes urgentes y vitales a Enrique, y los gentilhombres de la cámara privada han decidido que es más cómodo para ellos bloquear los asuntos hasta que Enrique esté de un humor propicio para ellos. Pese a las buenas noticias que ha tenido de la reina, Enrique está irritable, caprichoso. Puede pedir de pronto la información más inesperada, o plantear preguntas que no tienen respuesta. ¿Cuál es el precio de mercado de la lana de Berkshire? ¿Habláis turco? ¿Por qué no? ¿Quién habla turco? ¿Quién fue el fundador del monasterio de Hexham?

Siete chelines el saco, y subiendo, majestad. No. Porque nunca estuve en esas tierras. Buscaré un hombre si es que puede conseguirse uno. San Wilfredo, señor. Él cierra los ojos. «Creo que lo asolaron los escoceses, y que se reconstruyó de nuevo en tiempos del primer Enrique».

—¿Por qué cree Lutero —quiere saber el rey— que yo debería someterme a su Iglesia? ¿No debería él someterse a mí?

El día de santa Lucía le llama Ana obligándole a abandonar los asuntos de la Universidad de Cambridge. Pero allí está lady Rochford para inspeccionarle antes de que llegue a ella, le pone una mano en el brazo.

—Está hecha una lástima. Lloriquea sin parar. ¿No os habéis enterado? Su perrito está muerto. No nos atrevíamos a decírselo. Tuvimos que pedir al propio rey que lo hiciera.

¿
Purkoy
? ¿Su favorito? Jane Rochford le introduce, mira a Ana. Pobre señora: tiene los ojos como ranuras de tanto llorar.

—¿Sabéis —murmura lady Rochford— que cuando abortó la última vez, no derramó una lágrima?

Las mujeres están alrededor de Ana, pero mantienen la distancia como si estuviese cubierta de púas. Él recuerda lo que dijo Gregory: Ana es toda codos y puntas. No podías confortarla; hasta extender una mano le parecería una petulancia, o una amenaza. Catalina tiene razón. Una reina está sola cuando pierde a su marido, a su podenco o a su hijo.

Vuelve la cabeza hacia él: «Cremuel». Ordena a sus damas que se vayan: un gesto vehemente, un niño que espanta a los cuervos. Sin prisa, como audaces corvinos de algún género sedoso y nuevo, las damas se recogen las colas de los vestidos y se van aleteando lánguidamente; sus voces, como voces que llegasen del aire, se arrastran tras ellas: su murmuración interrumpida, sus risueños gorjeos cómplices. Lady Rochford es la última en levantar el vuelo, arrastrando las plumas, reacia a ceder el terreno.

Ya no están en el aposento más que él y Ana, y su bufona, que tararea en un rincón, moviendo los dedos delante de la cara.

—Lo siento mucho —dice él, con la mirada baja. Sabe lo suficiente para no decir: podéis conseguir otro perro.

—Lo encontraron… —extiende bruscamente una mano— ahí fuera. Abajo, en el patio. La ventana de arriba estaba abierta. Se rompió el cuello.

No dice: debe de haber caído. Porque es evidente que no es lo que ella piensa.

—¿Os acordáis? Vos estabais aquí, aquel día que mi primo Francis Bryan lo trajo de Calais. Francis entró y yo le quité a
Purkoy
del brazo en un pestañeo. Era una criatura que no hacía daño a nadie. ¿Qué monstruo albergaría en su corazón la idea de cogerlo y matarlo?

Él quiere calmarla; parece tan destrozada, tan herida, como si el ataque hubiese sido contra su persona.

—Probablemente subiese él mismo al alféizar y luego resbalase. Esos perritos, uno espera que caigan de pie como un gato, pero no es así. Yo tuve una perrita, una podenca, que saltó de los brazos de mi hijo porque vio un ratón y se rompió una pata. Es fácil que suceda.

—¿Y qué pasó con ella?

—No pudimos curarla —dice él gentilmente. Alza la vista hacia la enana. Sonríe en su rincón, y mueve los puños como si los chasqueara. ¿Por qué conserva Ana esa cosa? Debería enviarla a un hospital. Ana se frota las mejillas; todos sus delicados modales franceses perdidos, usa los nudillos, igual que una niña.

—¿Qué noticias hay de Kimbolton? —Busca un pañuelo y se suena—. Dicen que Catalina podría vivir seis meses.

No sabe qué decir a eso. ¿Lo querrá ella para que envíe un hombre a Kimbolton que tire a Catalina desde un lugar alto?

—El embajador francés se queja de que fue dos veces a vuestra casa y no le recibisteis.

—Estaba ocupado. —Se encoge de hombros.

—¿Con?

—Estaba jugando a los bolos en el jardín. Sí, dos veces. Practico sin cesar, porque si pierdo una partida estoy luego furioso todo el día, y ando buscando papistas para darles patadas.

Antes se habría reído. Ahora no.

—Me da igual ese embajador. No muestra conmigo la misma deferencia que el anterior. De todos modos, tenéis que ser cuidadoso con él. Debéis honrarle, porque el rey Francisco es el único que mantiene al papa alejado de nuestro cuello.

El papa Farnese es como un lobo. Rugiendo y goteando baba ensangrentada. No está seguro de que ella esté de humor para hablarle, pero lo intentará.

—Francisco no nos ayuda por que nos ame.

—Sé que no lo hace por amor. —Examina su mojado pañuelo, buscando un trocito que esté seco—. No por amor a mí, desde luego. No soy tan tonta.

—Es sólo porque no quiere que el emperador Carlos nos domine y se convierta en el dueño del mundo. Y no le gusta la bula de excomunión. No cree que sea justo que el obispo de Roma o cualquier sacerdote se crea con derecho a privar a un rey de su propio país. Pero ojalá Francia se diese cuenta de cuáles son sus propios intereses. Es una lástima que no haya alguien con la inteligencia suficiente para convencerlo de las ventajas de hacer lo que ha hecho nuestro soberano, y asuma la dirección de su propia Iglesia.

—Pero no hay dos Cremuel —dice ella, y consigue esbozar una sonrisa agria.

Él espera. ¿Sabe ella cómo la ven ahora los franceses? No creen ya que pueda influir en Enrique. Creen que es una fuerza agotada. Y aunque toda Inglaterra haya jurado apoyar a sus hijos, nadie cree en el extranjero que pueda llegar a reinar la pequeña Elizabeth, si ella no consigue darle un heredero varón a Enrique. Como le dijo a él el embajador francés (la última vez que accedió a recibirle): si la elección es entre dos mujeres, ¿por qué no preferir a la mayor? Aunque la sangre de María sea española, al menos es real. Y al menos ella puede caminar derecha y controlar las tripas.

La criatura, la enana, desde su rincón, se arrastra sobre el trasero acercándose a Ana; le tira de las faldas.

—Déjame, María —dice Ana. Se ríe ante la expresión de él.

—¿No sabíais que he rebautizado a mi bufona? La hija del rey es también enana, ¿no? Aún más achaparrada que su madre. Los franceses se quedarían pasmados si la viesen, creo que con que le echasen un vistazo cambiarían de intenciones. Oh, ya lo sé, Cremuel, ya sé lo que andan intentando hacer a mis espaldas. Hacían ir y venir a mi hermano para conversaciones, pero nunca se propusieron acordar un matrimonio con Elizabeth.

Ah, piensa él, por fin lo comprende.

—Están intentando un enlace entre el delfín y la bastarda española. No hacen más que sonreírme pero por detrás andan buscando eso. Vos lo sabíais y no me lo dijisteis.


Madame
—murmura él—, lo intenté.

—Es como si yo no existiese. Como si mi hija no hubiese nacido. Como si Catalina aún fuese reina —su voz se hace más aguda—. No lo soportaré.

¿Y qué haréis? En el aliento siguiente ella se lo cuenta:

—He pensado en una solución. Con María. —Él espera—. Yo podría visitarla —dice—. Y no sola. Con algún gentilhombre joven y apuesto.

—No os faltan, desde luego.

—O ¿por qué no la visitáis vos, Cremuel? Vos tenéis algunos muchachos apuestos en vuestro cortejo. ¿Sabéis que a esa desgraciada no le han dicho un cumplido en su vida?

—Yo creo que su padre sí lo ha hecho.

—Cuando una muchacha tiene dieciocho años, su padre ya no cuenta para ella. Anhela otra compañía. Creedme, lo sé, porque también yo fui en tiempos tan tonta como cualquier muchacha. Una doncella de esa edad quiere que alguien le escriba unos versos. Que alguien vuelva la vista hacia ella y suspire cuando entre en la habitación. Admitidlo, eso es lo que no hemos intentado. Adularla, seducirla.

—¿Queréis que yo la comprometa?

—Podemos disponerlo entre nosotros. Podéis hacerlo vos, incluso, a mí no me importa, alguien me dijo que le agradabais. Y me gustaría ver a Cremuel fingiendo estar enamorado.

—El que se atreviese a acercarse a María sería un necio. Creo que el rey le mataría.

—No estoy sugiriendo que la llevase a la cama. Dios me libre, no se lo impondría a ningún amigo mío. Lo único que hace falta es conseguir que haga el ridículo, y que lo haga en público, para que pierda su reputación.

—No —dice él.

—¿Qué?

—Ése no es mi objetivo y ésos no son mis métodos.

Ana se sonroja. La cólera le colorea el cuello. Es capaz de cualquier cosa, piensa él, no tiene límites.

—Os arrepentiréis —dice— de hablarme así. Creéis que os habéis hecho grande y que ya no me necesitáis —le tiembla la voz—. Sé que estáis hablando con los Seymour. Creéis que es secreto pero nada es secreto para mí. Me chocó cuando me enteré, os lo aseguro, me pareció increíble que os arriesgaseis a invertir vuestro dinero en una operación tan peligrosa. ¿Qué tiene en realidad Jane Seymour más que la virginidad? ¿Y de qué vale la virginidad a la mañana siguiente? Antes del asunto, ella es la reina de su corazón, y después no es más que otra furcia que no sabe tener las faldas bajadas. Jane no tiene ni belleza ni inteligencia. No retendrá a Enrique una semana. Será despachada a Wolf Hall y olvidada.

—Tal vez —dice él. Hay una posibilidad de que ella tenga razón; él no la desecharía—.
Madame
, las cosas iban mejor antes entre nosotros. Solíais escuchar mis consejos. Dejad que os aconseje ahora. Abandonad vuestros planes y proyectos. Quitaos esa carga de encima. Conservad la serenidad hasta que nazca el niño. No pongáis en peligro su bienestar agitando vuestra mente. Vos misma lo habéis dicho, disputas y conflictos pueden marcar a un niño antes incluso de que vea la luz. Acomodaos a los deseos del rey. En cuanto a Jane, es pálida y discreta, ¿verdad que sí? Fingid que no la veis. Apartad la vista de miradas que no son para vos.

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