Una tienda en París

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Authors: Màxim Huerta

Tags: #Romántico

BOOK: Una tienda en París
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¿Alguna vez has pensado empezar de cero en otra ciudad? Fue entonces cuando todo cambió. Justo al acercarme a aquel viejo cartel de madera escrito en francés que vendían en un anticuario improvisado de Madrid.
Aux tissus des Vosges, Alice HUMBERT, nouveautés
.

Entré sin decir nada. Tenía la mirada perdida del que logra lo que quiere. En pocos segundos presentí un vuelco y una irreprimible necesidad de cambiar de vida. Traducido quería decir: tejidos de los Vosgos, Alice Humbert, novedades. Significaba más, mucho más…

Màxim Huerta
nos transporta al París de los felices años veinte de la mano de dos mujeres maravillosas, irresistibles y arrebatadoras. Una novela conmovedora, sensible y terriblemente sentimental que te hará soñar. Sin duda alguna, el libro más romántico del año.

Màxim Huerta

Una tienda en París

ePUB v1.1

Crubiera
02.11.12

Título original:
Una tienda en París

Màxim Huerta, 2012.

Diseño portada: Image Source/Corbis/Cordon Press

Editor original: Crubiera (v1.1)

Corrección de erratas: Enylu, Mística

Agradecimientos: Natg, Mística y Enylu (Sois muy grandes)

ePub base v2.0

Para ti, que siempre quisiste volar

«Siempre hace falta un golpe de locura

para desafiar un destino».

M
ARGUERITE
Y
OURCENAR

Esta historia es casi verdad.

CAPÍTULO 1

Nada se había movido en años. Lo más exótico que hacía era coleccionar en una maleta un trocito de tela de todos los vestidos que he llevado en mi vida. Desde pequeña venía alimentando esta absurda nostalgia por mi ropa. Esa maleta y yo éramos una sola. Mi primera acción cuando, obligada por mi tía, había que abandonar un vestido era sacar las tijeras, recortar un pedazo que pasara desapercibido cuando lo metíamos en las bolsas para donarlo a la beneficencia y esconder ese fragmento con los demás cachos de tela en mi maleta. El tiempo me dio la razón: los colores habían ido apagándose en mi forma de vestir.

—Siempre vas vestida de gris.

—No es gris, es azul, tía.

—Me vas a decir a mí lo que es el gris…

—Es que es azul.

—¡No me hables así! Tan joven y tan obtusa. Al menos ponte algo encima que te haga parecer femenina. A tu edad yo… Vamos. Anda, coge el pañuelo que te regalé en tu santo que te alegre la cara algo. Está colgado en la entrada. Parece que todavía vayas de luto.

Mi madre había muerto cuando yo era una niña. Tenía siete años para ocho. La tutela había caído como una losa en manos de mi tía Brígida. Su hermana gemela. Olía a coñac y a perfume a partes iguales y así seguía veintitantos años después. Me había gestionado la vida a su imagen y semejanza, diciendo cómo y cuándo tenía que hablar, qué debía ponerme y cómo, y estableciendo una rigidez de horarios y estudios férreos. La asignatura más difícil de mi vida había sido encontrar grietas para escapar, por eso había conseguido una habilidad incomprensible: aguantar dos minutos sin respirar. Lo hacía sin que se notara, delante incluso de los invitados de una de sus cenas de «gente como nosotros».

Así habían pasado los años.

Así había pasado los años. Aguantando la respiración. Hasta ahora.

Después de un invierno largo de un frío terrible, de nieves y heladas, la ciudad había despertado en una primavera prometedora. Seguía soltera y languidecía en el piso más maravilloso de la capital. Vivía en el ático de mis padres, trabajaba en la fundación que heredé de ellos y me pasaba las tardes leyendo libros que elegía por las cubiertas y buscando postales antiguas de París en anticuarios. Se me puede calificar de metódica, tal vez, pero yo lo prefiero definir como cuidadosa. A fin de cuentas hacía años que nadie cuidaba de mí, yo era mi propio encargo y gestionaba mi tiempo caprichosamente. ¿Solitaria? Digamos inhabitada.

Aquella tarde de primavera venía de mis clases de pintura en las que cuatro mujeres como yo me hacían compañía dos días a la semana, martes y jueves, durante tres horas. Digo como yo, que es como decir que eran otras cuatro que también tenían tiempo y dinero para aburrirse en una sala acristalada del barrio de Chamberí, en el que un viejo pintor de 83 años nos hacía las veces de maestro y de psicólogo. Habíamos empezado con carboncillo retratando frutas, botellas y jarrones desportillados, luego cogimos lápices de mina blanda, más adecuados por su flexibilidad y su expresividad, y empezamos con líneas más vivas; pero como las cinco teníamos más afición que facultad, regresamos al carboncillo, en el que las sombras acaban corrigiendo todo defecto. Esto es aplicable a la vida.

El carboncillo permite trabajar con rapidez, fluidez y, una vez aplicado, puedes pasar una esponja, la mano o un difumino y mejorar la falta. Es un espejismo que oculta la destreza con disimulo. Como la vida, también.

En esos días habíamos empezado a dibujar aburridos desnudos femeninos que copiábamos de unas láminas que el viejo pintor guardaba en cajones estrechos repartidos a modo de catálogo en botánica, objetos, cuerpos, paisajes y bodegones. Todas queríamos llegar al color, pero la vida nos instaló durante meses en el blanco y negro. Dos de mis compañeras llegaban siempre juntas, asidas del brazo en un estado de continua contrariedad disimulada y dispuestas con sus bolsos a pasar la tarde subidas a un taburete en el que la incomodidad te hacía estar erguida como una vara de pastor. Una se llamaba Rosa y la otra Maribel, casi idénticas, casi mimetizadas en el paso con el que subían los últimos escalones de la clase y con rebecas de planchado similar. Hablaban en voz baja, casi imperceptible hasta para ellas, con lo que optaban por la mirada cómplice de dos mujeres, tal vez parientes, que han sido decepcionadas muchas veces por la vida. La tercera era Isabel, debía de tener mi edad, creo que he dicho que ya me acercaba a los cuarenta, y su presencia en la clase era sutil como una mariposa, era delgada y frágil, con los codos huesudos como sus rodillas secas de piel, sonriente y alicaída o debilitada al mismo tiempo. Tenía un trazo con el carboncillo estupendo, tanto que para el viejo pintor era «sobresaliente», cosa que a las demás nos daba igual porque con compartir unas horas con otras mujeres nos bastaba. Su forma de dibujar era delicada, casi no hacía ruido con el carboncillo en el papel y se deslizaba con una musicalidad que hacía inexistente el trazo porque con las yemas de los dedos sombreaba al mismo tiempo que rayaba el pliego. No hacía borrones, silueteaba con una precisión que apuesto que habría proyectado un mapa de Europa sin necesidad de copiar de un atlas. Yo siempre la llamaba Inés, no sé por qué razón. «Hola, Inés, buenas tardes. Me gusta cómo llevas tu dibujo».

—Isabel, me llamo Isabel.

—Disculpa de nuevo, Inés, perdón, Isabel.

Pedía perdón espantada por la eterna equivocación como si fuera a aparecer mi tía agarrotada de ira por el pasillo. Tantas veces erré que estuve a punto de pedirle: «¿Me dejas que te llame Inés?», pero me sentí absurda. Ella también estaba callada en la clase de dibujo como la cuarta. La cuarta era la mayor de todas, Inmaculada; estaba viuda desde hacía siempre —esta expresión es suya— porque su marido murió en casa apenas se casaron. Un día llegó y se lo encontró dormido en el sofá, no le dijo nada por no molestarle y estuvo con el muerto durante horas, hasta que se hizo la hora de la cena y ya no tuvo más opción que acercarse y tocarle el hombro. «Se desplomó en el suelo», dijo la señora cuando salió el tema de la viudez. «Me he acostumbrado, soy así, creo que nací viuda, ya no tengo ni el recuerdo de haber estado casada, mi matrimonio forma parte de unas dos o tres fotos que guardo en algún cajón, sin más, no hay dolor», contaba fuera de todo daño.

—¿Le recuerda? —pregunté a la señora desde mi butaca, en la que estaba enderezada intentando dibujar una botella de coñac y dos copas usadas que se habría apurado el viejo.

—Lo único que recuerdo es que era un hombre —dijo volviendo la mirada a su papel, tiró de trazo largo en la silueta negra que tenía entre manos, miró de soslayo el bodegón y se volvió hacia mí—. Era un hombre, sin más. Su cara ya pertenece a otro mundo, se me hace raro hasta ponerme a pensar en cómo era o cómo era yo con él. No es voluntario, es que ya se ha ido.

—Ni… ¿su perfume?

—Lo tiré todo. De hecho, la única que se perfumaba era yo.

A Inés o Isabel, o comoquiera que se llamara, la enternecía escucharla de forma evidente, porque su gesto cambiaba discretamente al arrugar los ojos ofreciendo una caricaturesca condescendencia de señora a señora. Yo, la verdad sea dicha, apreciaba más incomodidad en el resto que escuchaba su perorata de viuda que en ella contando el drama; el sufrimiento estaba tan dormido que no había sombras de recuerdo triste en sus palabras. Tal vez una música de fondo invisible que servía más como banda sonora de su relato al punzar cada frase de la memoria que de evocación de la muerte. Solas. Estábamos solas. Las pinturas y nosotras. Rosa, Maribel, Isabel, Inmaculada y yo.

Creo que no lo he dicho todavía, pero me llamo Teresa y una vez estuve enamorada de un pintor llamado Laurent.

CAPÍTULO 2

—El secreto de la vida está en la confianza. La vida, por ejemplo, es este lienzo…

Era evidente que ese lienzo era mi vida. Quiero decir que, aparte de la tela blanca, también pensaba qué es lo que debía pintar. Unos pintan y luego lo explican. No es mi caso, yo buscaba motivaciones hasta para situar el lienzo en horizontal o vertical. El viejo pintor apenas tenía agilidad para moverse por la sala de las pinturas con su bastón, como los ciegos que se saben el camino, se fatigaba con frecuencia y necesitaba ir apoyándose en los respaldos de las butacas para coger aire y dirigir la clase. En un principio parecía adusto, huraño por su aspecto ajado por los años, pero enternecía por esa forma que tenía de parlotear: ponía la mirada perdida en el horizonte para hablar, de espaldas a nosotras. Supongo que para no ver nuestros desastres. Daba dos palmadas huecas antes de las explicaciones y todas levantábamos la cabeza como palomas espantadas. A mí me conmovía reparar en esos restos de comida que siempre llevaba entre los pelos de la barba y que, sin duda, eran ese reflejo que da la eterna viudez, del desierto que deja la soledad.

Hablaba apasionadamente. O lo contaba todo muy despacio. Quizá cuando barruntaba que éramos unas ociosas sin voluntad pero con tiempo.

—Ustedes deberían tener más confianza en sus posibilidades. Deben difuminar el carboncillo para conseguir el gris deseado, cojan el paño de algodón para corregir ese trazo… o su dedo.

Gesticulaba al hablar haciendo molinillos con la mano derecha.

—La tiza blanca es solo para dar puntadas de luz, la utilizaremos únicamente para resaltar las partes más brillantes del dibujo. Por ejemplo, el brillo de esa manzana, ahí deberíamos dar un toque de tiza para que sea un destello. Es como dar luz en la zona de sombras. Aunque de momento la luz la vamos a dejar apartada.

La luz apartada,

La luz apartada,

La luz apartada…

Todas se ponían a pintar. Todas menos yo. A mí esa frase me dejaba desencajada: «Dejemos la luz apartada». Iba directamente a mi bote de la ansiedad, ese frasco imaginario que fue llenando mi tía con sus imponentes formas de hablar y de mandar. «No debes andar tan lánguida. ¡Estírate bien el pelo, que quede la coleta bien hecha! Así pareces una zarrapastrosa, levanta la barbilla. Vístete bien. ¡Quieres no poner los codos encima de la mesa! Qué poco te pareces a tu madre…».

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