Ahora, el corazón me latía alocada y febrilmente. La última vez que me sentí tan nervioso estaba trabajando con mi padre. En su compañía, siempre había buenas razones para sentirse aterrorizado. Por ejemplo, revolver en el mundo del arte y ser conocidos como los terribles Didios habría sido un juego de niños comparado con lo de ahora.
—Aulo, no espero que me acompañes; puedes quedarte fuera, de guardia. He hecho cosas peores. Lo único que debo hacer ahora es saltar, entrar y rondar un poco hasta dar con la puerta del dormitorio de Constanza.
—No puedo creer que las vestales tengan una placa con su nombre en la puerta de su celda.
—Veo que eres el miembro de la familia que tiene la mente más lógica.
Habíamos dejado la casa del senador (tras dar al portero un mensaje en clave respecto a nuestros futuros movimientos). Nos encaminamos a la puerta Capena, tomamos a la derecha frente al templo del divino Claudio y bajamos por la Vía Sacra hasta llegar a la calle de Vesta. Nos encaminamos directamente al recinto de las vestales rodeado por el muro, cuya verja no estaba cerrada.
—¡Sorpresa! —murmuró Eliano.
—No, no; tienen obreros que trabajan en esta parte. Los obreros nunca echan el candado en la propiedad ajena.
Capté el olor del fuego sagrado que se alzaba en volutas de humo a través del agujero del techo del templo. Ya era demasiado oscuro como para distinguir la fina columna de humo. El tambor ornamental del templo parecía cernerse sobre nosotros, con su imponente majestuosidad, con un brillo blanco pálido. Fuera, el Foro se volvería espectral en poco rato. Parecía desierto, pero estaría lleno por todas partes de siniestros susurros y ruidos de pasos. Probablemente también se producían allí encuentros amorosos y otros asuntos deshonestos. De haber estado abierto, los vagabundos se habrían calentado a la lumbre del fuego sagrado.
En la zona había patrullas rondando que echaban a patadas a los merodeadores. Cuando las criaturas de la noche se apoderaban de Roma, los ciudadanos nos hallábamos bajo una doble amenaza, la suya y la de quienes nos protegían contra ellas. Teníamos que actuar deprisa.
Unas pálidas luces parpadearon en la gran capilla jónica anexa al bloque de entrada. No podíamos arriesgarnos a prender una antorcha. Ni siquiera se nos había ocurrido traer una. Las lámparas vacilantes de la capilla hacían de ésta el mejor lugar para intentar la entrada. Cualquier otro resultaba, simplemente, demasiado oscuro. Pero aquel punto también significaba que, si se acercaba alguien, nos vería claramente.
Sabía perfectamente dónde encontrar una escalera. Por la mañana, cuando estuve allí, no perdí el tiempo. Como en todos los demás lugares que había visitado esos días, los contratistas de obras que habían trabajado en la casa de las vestales después de su destrucción durante el gran incendio habían dejado una zona para almacén que abarcaba un lado del recinto, probablemente sin permiso. Para ellos no había nada sagrado. Finalmente, me decidí a tomar prestada una lámpara de la capilla para explorar qué habían dejado los hombres. Con gran esfuerzo por no hacer ruido, cogimos la escalera más próxima. Al principio, la movimos sin problemas; después, cuando apartamos un extremo del resto del material allí guardado, dio la impresión de que la escalera se hacía más pesada y más engorrosa de transportar.
La dejamos en el suelo y cubrí la luz con la mano.
Nada.
Mientras me lamía la palma de la mano chamuscada, presté atención a los sonidos nocturnos de Roma. Unas voces distantes; unos débiles acordes de vaga música de flauta; dioses santos, un búho. Más bien un vigía de alguna banda de delincuentes que daba una señal a sus compinches. Quizás un primer aviso de que su presa se acercaba; tal vez un aviso sobre los vigiles.
Ya se oían chirriar las ruedas en todos los caminos de acceso a la ciudad. El ruido aumentaría cuando los carromatos de reparto avanzaran uno tras otro en una caravana sin fin por apresurar el aprovisionamiento. Productos manufacturados y alimentos frescos; bocados delicados y utensilios para el hogar; mármoles y maderas; cestos y ánforas; carruajes de potentados. Por lo menos, toda esa barahúnda nos cubriría si teníamos algún accidente.
Aunque estábamos a primeros de junio, la temperatura había descendido con la llegada de la oscuridad. El aire frío heló mi rostro vuelto hacia el cielo. Era hora de moverse.
Eliano me tocó el brazo y asentí con un resoplido. Entre los dos, levantamos la escalera y la trasladamos hasta el costado de la capilla. Me remangué la toga y me la colgué del hombro. Una diosa altiva, bien esculpida, me observó críticamente. Eliano sonrió y la cubrió con la capa que había terminado por quitarse. Era peor que yo.
Trepé por la escalera. La pared era demasiado alta. Habría podido descolgarme de un salto al otro lado sin sufrir más que ligeras magulladuras, pero así no habría tenido manera de huir. Con una maldición, descendí y susurré a Eliano la conveniencia de traer otra escalera y levantarla. Entonces, yo me sentaría a horcajadas sobre el muro, izaría la escalera y la colocaría al otro lado. Los albañiles profesionales lo hacían así cada día. Ojala hubiera llevado conmigo a uno de ellos para que se encargara de estas menudencias.
Esto me llevó un buen rato. Maniobrar con escaleras no es ninguna broma. Quien no lo ha intentado no tiene la más remota idea. Las escaleras de los albañiles de la construcción son toscas; los largueros no son más que meros troncos de árboles jóvenes y delgados, con los travesaños clavados a demasiada distancia unos de otros como para subirlos con facilidad. Si uno resbala, las manos se le quedan despellejadas. Si uno quiere, puede probar su ingenio, su fuerza bruta y su tranquilidad en situaciones apuradas intentando mover escaleras en silencio y a oscuras, mientras piensa en todo momento que ha llegado su última hora.
—Bien hecho, Aulo. Voy a pasar. Si oyes que se acerca alguien, no lo dudes, quita la escalera exterior. Y si se presenta aquí un puñado de lictores, guarda silencio. A esos tipejos no les importa un pimiento dónde dan con sus porras.
—¿Qué hago si algo sale mal?
—Huye para salvar la vida.
Estaba hablando con el preciado hermano de Helena. Debería haberle dicho que se marchara a casa.
Al parecer, no había nadie por allí.
Descendí por la esquina de la zona del jardín. Cerca, en el lado interior de la verja, encontré una oportuna linterna colgada de un gancho. Probablemente la habían dejado allí a la espera de la sacerdotisa que estaba de guardia esa noche, a la cual correspondía mantener el fuego sagrado.
La tomé prestada.
Si el fuego sagrado llegara a apagarse por falta de atención de una de las vírgenes, a la responsable la desnudarían y la azotaría el pontífice máximo (a oscuras y detrás de una recatada cortina). A continuación, el pontífice tendría que reavivar la llama mediante fricción en una corteza de árbol frutal. Todo un trabajo. Las vírgenes son mujeres santas que respetan sus deberes tradicionales, pero no tenía duda de que si la llama vacilaba y se apagaba en mitad de la noche, cuando no había testigos, la vestal de guardia se limitaba a prenderla de nuevo con la llama de la lámpara. Inquieto ante la posibilidad de que se echara de menos la lámpara, decidí devolverla a su sitio.
Me dediqué a explorar y, al cabo de unos minutos, uno de mis pies no encontró apoyo y me vi metido hasta la rodilla en las aguas frías de un estanque ornamental. Conseguí sofocar un grito y, con esfuerzo, saqué la bota empapada, aparté un puñado de plantas acuáticas que se habían enredado en ella y retrocedí hasta la lámpara.
Protegí mis ojos de la luz y volví a alejarme de la verja, siguiendo esta vez una larga columnata silenciosa y tranquila. El modesto recinto, que había quedado destruido en el gran incendio de Nerón, estaba siendo remozado, aunque parecía que los contratiempos habituales hacían que las obras no estuvieran demasiado avanzadas. Bajo la pendiente húmeda y oscura del Palatino, la mole chamuscada de la residencia principal estaba envuelta en andamios. Sucia de fino polvo, a la columnata le faltaban los pilares superiores y, en aquellos momentos, los inferiores estaban reemplazados por refuerzos provisionales. El hueco de la escalera, por su parte, era una especie de pozo sin fondo abierto en la estructura de ladrillo.
En el otro extremo encontré las cuatro paredes de un nuevo gran salón en plena construcción, al que se accedía por unos peldaños de madera provisionales y que, al parecer, estaría flanqueado por seis estancias menores; el lugar representaba la cabaña regia del monarca y seis celdas para sus hijas solteras pero, aunque hubiera estado completo, las vírgenes modernas no habrían dormido nunca allí. Sin duda, su casa contenía numerosas habitaciones para invitados… y otras dependencias de lujo para cada uno de ellos.
Todo seguía en calma. Tal vez aquellas damas preferían las primeras horas de la noche para recogerse, y, lo más seguro, el resto del personal se escabullía hacia las tabernas de la zona del Circo Máximo cuando quería correrse una juerga.
Desanduve mis pasos, esta vez por la columnata del bloque que se extiende a lo largo de la Vía Nova. Allí había más señales de ocupación. Probé suavemente puertas y ventanas, pero todas estaban cerradas con pestillo. Tenían que estarlo, no tanto para mantener encerradas a las vírgenes como para mantener a distancia a los obreros de la construcción de dedos rápidos y precisos capaces de despojarlas de sus joyas.
Esto no es más que un libelo, me dije. Las vírgenes vestales no se adornan nunca, ni con un simple collar.
LIMITACIÓN DE RESPONSABILIDADES:
Cualquier imputación de vanidad a las vestales queda revocada por consejo legal.
Supuse que las vestales se hacían personalmente la colada de sus prendas íntimas. Oí que una voz de mujer tarareaba algo, salí al jardín y eché un vistazo al edificio que se alzaba encima de mí. La luz se filtró en un fino rayo por una ventana del piso superior, donde las contraventanas estaban abiertas. Colgaba una cuerda de tender la ropa como la que se puede ver cualquier día sobre cualquier calleja del Aventino, en las que se secan al aire nocturno unas largas cintas blancas. Estas cintas, ornamentos capilares que emplean las vestales, eran lo único que no se ve, normalmente, en los tendederos de las casas.
La tonada que tarareaban era demasiado animada para tratarse de un himno, pero se me ocurrió darle una gran sorpresa a una de las mujeres más serias y majestuosas del Imperio, una mujer que no tenía absolutamente ninguna razón para aceptar la presencia de un intruso bajo el alféizar de su ventana. Ella también corría un riesgo. Una virgen sospechosa de haber roto su voto de castidad afrontaba sin más la pena de muerte. El presunto amante sería lapidado; ella, enterrada viva.
Me encontraba en un apuro, pero, es que, a decir verdad, toda la aventura era de estar loco. No había marcha atrás. Intenté quedarme en las sombras y silbar levemente para ver qué efecto producía, pero el animado murmullo continuó como antes. Fui a buscar la escalera con la que había descendido del muro y recogí la toga, aunque mal podía servirme de disfraz.
La escalera era muy larga; en vertical, oscilaba peligrosamente sobre mi cabeza. Cuando la trasladé procuré con muchísimo cuidado no hacer ruido mientras la colocaba exactamente bajo la ventana iluminada. Pasé unos momentos difíciles hasta encontrar un lugar plano en el que apoyarla. Cuando pude soltarla, me apoyé en los travesaños entre audibles jadeos. Tenía el corazón en un puño. Desde luego, aquélla era la mayor tontería que había cometido en mi vida.
Ya había ascendido la mitad de la distancia cuando se produjo el desastre. La bota mojada, todavía con el légamo del fondo del estanque pegado a la suela, resbaló en uno de los peldaños. Conseguí recuperar el equilibrio pero hice demasiado ruido. Enseguida me agarré a la escalera y permanecí sin moverme, como paralizado.
Pensé que no había sucedido nada irremediable hasta que oí que la ventana se abría un poco más. Una luz bañó la pared bajo el alféizar. Levanté la mirada y vi una silueta femenina con la diadema rígida que lucen las vestales. Me llegó un sonido apagado, que en otras circunstancias habría tomado por una risilla. A continuación, una voz cuchicheó en tono jocoso:
—¡Oh, querido! ¡Pensaba que no llegarías nunca!
Era broma. Por lo menos, esperaba que lo fuera.
En cualquier caso, no tuve tiempo para discutir. Constanza alargó los brazos hacia mí, me agarró por la espalda de la túnica, me izó sobre el alféizar de la ventana y me entró a tirones.
—¡Qué sitio tan bonito!
—Gracias.
—¿Constanza? —Generalmente, a las vestales se les conoce por un solo nombre aunque, al parecer, ella tenía dos.
—Soy yo. ¿Y tú?
—Marco Didio Falco —respondí, intentando transmitir cierta formalidad.
—¡Oh, Falco! He oído hablar de ti. ¡Eres muy osado! ¿Qué habrías hecho si yo hubiese chillado?
—Fingir que era un pintor de ventanas haciendo turno de noche y gritar más fuerte que tú me habías atacado primero.
—Bueno, tal vez habría colado.
—No voy a verificar la teoría. Tenía la esperanza de que fueras tú. He estado en el jardín intentando comprobar si esa dulce voz de soprano era la misma que esta mañana gruñó «cojones».
—¡Oh, lo oíste! —comentó Constanza en tono indiferente—. Siéntate en el sofá y disculpa un momento. Voy a quitarme el uniforme.
Sus delgados dedos deshicieron el nudo de Hércules bajo su pechera blanca. Tragué saliva. Por un momento, creí que iba a ser agasajado por una representación en directo de
Afrodita desnudándose para el baño
. Pero además del espacioso camarín donde me había recibido, a Constanza también le habían asignado un vestidor donde podía quitarse decentemente su túnica blanca. Ella, sin embargo, vio mi pánico y tras guiñarme el ojo, desapareció en su recinto interior.
—Quédate ahí sentado. ¡No te muevas!
No era el momento de que un niño valiente empezara a llorar llamando a su madre. Me acomodé en aquella especie de triclinio tal como me había ordenado. Sólo había uno. Me pregunté dónde se sentaría Constanza cuando regresara.
Era un mueble elegante hecho con una lujosa madera extranjera y cubierto con unos cojines de lana hermosamente tejidos. Mis botas descubrieron un escabel a juego. Hundí el hombro en un cojín cilíndrico adornado con borlas. Al mirar a mi alrededor vi que la habitación era un dechado de buen gusto. Murales arquitectónicos rojos y negros en las paredes, con mediacañas enmarcando sencillas urnas. Soportes para las luces y lámparas de bronce. Discretas alfombras de piel de venado. Novelas griegas. Uno no podía esperar que la chica se sentase ahí, noche tras noche, jugando interminables partidas de soldados contra ella misma.