Una voz en la niebla (43 page)

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Authors: Laurent Botti

Tags: #Misterio, Terror

BOOK: Una voz en la niebla
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Movido por un poderoso instinto de supervivencia, sacudido por una descarga de adrenalina, Bastien les dio la espalda para buscar la llave apropiada. Había seis en total. Unos pocos segundos para probarlas todas, ¡lo que faltaba!

¿Y si no estaba la llave que era? ¿Era ese, al menos, el manojo?

Echó un vistazo a su espalda. En el jardín había ya siete u ocho criaturas sacudiéndose, a cámara lenta. Sus ojos cerrados empezaban a abrirse dejando ver unas cavidades negras, sin alma.

¡Una llave! ¡Dos llaves!

Detrás de él, la niña del columpio estaba ya solo a unos pocos metros, y extendía un brazo hacia él. Los demás se pusieron plácidamente en marcha, incluido el bebé, con una lentitud vaporosa.

¡Tres llaves! Cuatro… Clic. ¡Sí! Esa era la buena.

Abrió la puerta de par en par, se lanzó dentro golpeándose contra un mueble en la oscuridad, se dio la vuelta para cerrar de un portazo tras de sí y escapar de ellos y…

… y nada. Fuera, la niebla yacía tranquila como una blanca alfombra de espuma. El jardín no había estado nunca tan apacible. Hasta el columpio había cesado su movimiento de balanceo.

Las sombras blancas habían vuelto a sumergirse en el vientre de la niebla.

Si es que alguna vez habían llegado a salir de él.

Capítulo 47

«

A
ve María purísima…»

En la somnolencia vagamente consciente que se había adueñado del padre Cartelot, en la suave voluptuosidad del alcohol pacientemente trasegado en el transcurso de la noche, la voz adquiría una resonancia hueca y profunda, como si el eco de las cien, las mil veces que la había oído, se repitiera contra las paredes interminables de una gruta… Aquella noche, como las anteriores, mientras estaba sentado ante un televisor antediluviano de toscos contrastes, cuyos colores constituían la única fuente de luz en el pequeño cuarto de estar, con la cabeza levemente inclinada, en equilibrio inestable, con la boca medio abierta, la voz no lo conducía a ningún lado… bueno sí, a una especie de paraíso, o de infierno, que el padre Cartelot imaginaba así: una estancia negra en la que lo esperaba una botella de ginebra encima de un gran piano de cola, inundada por la luz cegadora de un foco, cuyo brillo atravesaba el líquido con brillantes reflejos de diamante.

«—Ave María purísima… Creo que lo he encontrado.»

«—¿A quién?»

«—Al niño… en París. Es de París. Quizá esté aún ahí… voy a seguir su pista.» Suzy Belair había pasado aquella tarde, a deshora como siempre. La reconoció por su manera de caminar, por esa forma suya de avanzar deslizándose, como si flotase en vez de andar… y cada vez que aspiraba el repugnante aroma de su palidez en el confesionario, le entraban unas ganas locas de refugiarse en la estancia negra adonde lo conducía esa voz.

Pensaba que había descubierto al niño. Así que realmente lo había buscado. Así que aún creía en ello. ¡Ella, la astróloga, creía! En su poder, en su capacidad de enfrentarse a las fuerzas en juego. Y tenía pinta de pensar que él también creía en ello.

Sin duda, no importaba que fuera aquí o lejos, el padre Cartelot la habría alentado, apoyado, ayudado hasta la extenuación. Después de todo, cuando el obispado lo envió ahí, a Laville-Saint-Jour, era un cura joven lleno de fervor místico, que no solo creía, sino que también predicaba unas prácticas tradicionales —algunos las calificarían de severas— y vibraba ante una misión a la que deseaba consagrarse en cuerpo y alma. Sí, en otro lado, aún creería. Pero no ahí… No en Laville-Saint-Jour. No con esas… criaturas en el frontispicio de su iglesia. No con todo lo que había sabido, oído, visto. Cualquier sacerdote soñaría sin duda con poner a prueba su fe frente al poder de las fuerzas del mal, antes que frente a la mediocridad cotidiana. ¿Cuántos podían ganar el combate, al final?

Él lo había perdido. Él y otros. Mientras Suzy Belair y, en menor medida, Odile le Garrec seguían en la brecha, los demás habían desertado, uno tras otro, año tras año. Sin duda, después del caso Talcot, los medios de comunicación y los procesos, habían pensado que había terminado. Era mentira, evidentemente, y durante algún tiempo, él mismo había luchado, esperado… Odile le Garrec, por ejemplo, había representado una pequeña victoria: aún la recordaba, perdida, todavía bajo la impresión de todos aquellos horrores. Las horas que pasó con ella rezando, arrepintiéndose, reconstruyendo. Pero solo había habido una Odile le Garrec. ¡Una sola en treinta años!

«Ave María purísima…» Un ruido en el pequeño vestíbulo de abajo le hizo entreabrir un ojo: sus apartamentos, dos pequeñas habitaciones encima de la sacristía, se veían en todo momento asaltados por los ruidos de la iglesia… los ruidos huecos de las cosas muy antiguas, que gustan de manifestar su presencia a los vivos.

El padre Cartelot volvió a cerrar los ojos, detrás de las antiparras que llevaba en la nariz, dispuestas para seguir con el libro que se le había caído de las rodillas un cuarto de hora antes; se encontraba en el punto exacto en que su mente vagaba ya por el limbo, pero aún no había caído en el sueño profundo, de manera que, como alcohólico experimentado, decidió esperar aún unos minutos antes de darse la puntilla…

… abajo, un nuevo ruido. No, abajo no… En la escalera. Una madera que cruje. Un sonido apenas audible, pero reconocible: el del último escalón. El que conducía a sus apartamentos.

En la líquida confusión de sus pensamientos, una pregunta: ¿por qué se pondría a crujir solo ese peldaño? Nunca antes lo había hecho, ¿o sí? ¿O era otro trozo de madera, de algún otro tramo de la escalera? ¿Se quejaría la barandilla con cansancio justificado?

Abrió los ojos. La habitación apareció ante él con las proporciones deformadas, y se dio cuenta pasados unos segundos de que aún llevaba puestas las gafas de leer, y de que el televisor producía una inestable luz azulada. Con gesto cansino, se las quitó, enfocó su vista: vaga sensación de un salón moviéndose al ritmo de la pantalla.

Aguzó el oído. Estaba claro que la señora Moussonet nunca se pasaría a esas horas, y mucho menos sin avisarle. Y el caso es que la señora Moussonet era la única que tenía llaves: la única también que lo sabía todo de él, hasta lo peor.

Volvió a aguzar el oído; la tele tenía el sonido quitado, el cacharro servía más que nada de lámpara.

No, debía de ser su cerebro el que había crujido, no había ninguna razón para que…

Nuevo chasquido. Justo detrás de la puerta.

El padre Cartelot se estremeció, esforzándose por luchar contra el embotamiento para ponerse en pie.

Se encontraba en equilibrio inestable, con los codos todavía apoyados en el reposabrazos, cuando vio que giraba el pomo de la puerta. Un segundo después, una sombra ancha, alta, se recortó en la entrada.

Durante unos instantes, el padre Cartelot miró a la criatura, sin miedo alguno. Sin embargo, sabía de qué se trataba; bueno, no exactamente, en realidad: en ese momento su identidad aún era confusa, pero era necesariamente un hijo de Laville, cuyas intenciones no eran lo que se dice buenas. De todos modos, siempre había sabido que la cosa terminaría de aquel modo: ese era el momento exacto en el que debería haber empuñado su crucifijo y asperjado su agua bendita, en el que una luz divina debería haber inundado la habitación, si la vida fuera como una novela…

Sin embargo, y a su pesar, entre los vapores del alcohol, en el seno de la fría lógica de su razón y de las certidumbres de su destino, el miedo encontró un camino. Y cuando la cosa se arrancó de golpe la piel del rostro, al cura de la iglesia de San Miguel lo traspasó la fugaz esperanza de que hallaría la fuerza para darle tiempo a Suzy Belair a llevar a buen término sus proyectos. Y también la certeza de que Dios no lo perdonaría jamás.

Capítulo 48

B
astien llevaba ya varios minutos en el cobertizo. En tres ocasiones había entreabierto la puerta para aventurarse a echar un vistazo al jardín: nada. Ni un alma, viva o muerta, inmaterial o carnal. Solo la lechosa quietud de la niebla; hasta parecía más ligera ahora.

Su aventura con las sombras blancas lo había desviado de su misión, y estaba ahí, esperando no sabía muy bien qué, sin duda que se le pasara el susto (pero ¿llegaría a desaparecer del todo alguna vez?) sin prestar atención a ese entorno desconocido para él —el pequeño sofá salido de no sabía dónde, repleto de cojines, todo un fárrago de pinturas, tarros, tubos, que atestaban una vieja mesa de madera, jarrones de flores por todos lados—, preguntándose, repitiéndose: ¿qué es lo que he visto en realidad? ¿Qué es lo que ha pasado realmente?

No lo entendía. Pensaba en esas adolescentes que, cuando les venía la regla, eran capaces de producir tal cantidad de energía que rompían vasos o bombillas en algún arrebato de ira. En esas madres que podían levantar camiones cuando su hijo se encontraba debajo. ¿Habría creado él mismo aquellas… cosas? ¿Energía? ¿Materializada en la niebla? Y si no era así: ¿por qué?

Zozobraba en un mar de confusión. Preguntas…

Preguntas…

Entreabrió la puerta por última vez. El jardín continuaba imbuido de una quietud vegetal.

La cerró lentamente.

Allí estaban los cuadros. Cuatro lienzos: tres apoyados en la pared. Uno sobre el caballete. Estaban todos vueltos (salvo el del caballete, cubierto con una tela), pero estaba seguro de que se trataba de pinturas que jamás había visto, pues su madre nunca había actuado así antes, escondiendo sus cuadros.

Con precaución, como si fuera a despertar a alguien, se acercó.

Echó mano al primer lienzo. Vaciló. Le pareció que estaba a punto de cometer un acto absolutamente prohibido… algo terrible.

Le dio la vuelta.

Bastien no sabía lo que había esperado. En cualquier caso, eso no: un fondo azulado, casi campestre, como un cielo de verano, cantarín, luminoso… Magnífico. Era el azul más perfecto que su madre había logrado jamás, veteado en algunos sitios con luces que parecían surgir de la propia tela, como si hubiera conseguido captar la luz violenta de un sol filtrado a través de un fino velo de nubes.

¿Por qué les ocultaba ese lienzo?

Retrocedió. Ya conocía el proceso. Había que buscar las manchas, darles un sentido. Era más difícil con los cuadros monocromos… pero bueno, ninguno de los cuadros de su madre tenía un solo color… Sencillamente, a veces, diluía entre sí manchas de tonalidades diferentes y, aunque los contornos fueran borrosos, las formas adquirían un sentido más rápidamente que cuando aquellas se unían en el mismo tono.

Se concentró, entornó los ojos. ¿Un árbol? Había un árbol… Bueno, un tronco, nudoso. La forma era poco habitual, como si se tratara de un árbol viviente, un anim…

¿Una pareja besándose? La impresión había sido fugaz, por un momento había seguido un contorno y lo había visto. Luego, la imagen había desaparecido: ese era el lado fascinante, y molesto, de la obra de su madre.

Veamos, ¿dónde estaba? ¡Ah, ahí! Ya lo tenía… Ahora, ya no veía nada más: al principio había confundido los dos cuerpos enlazados con el tronco de un árbol.

¿O era que el recuerdo del beso de Opale lo llevaba inevitablemente a eso?

No, estaba seguro. El beso no era lo que él quería ver, sino lo que ella había querido ocultar. Y la pareja estaba desnuda… De píe, como cuando se besa en la calle, pero desnudos, como para hacer el amor.

Permaneció aún un rato admirando la obra: era sin lugar a dudas la más bella de la colección, un cuadro que merecía un lugar de honor en casa por el amor que irradiaba la serena violencia de aquel azul.

Sintió que recobraba fuerzas, y de pronto, una loca esperanza le infundió ánimo: ¿querría darles una sorpresa? ¿Era sencillamente la perfección de su trabajo lo que la absorbía de aquella manera?

Sin dudar, descubrió el segundo lienzo, impaciente ahora por ver confirmadas sus esperanzas.

Retrocedió, horrorizado.

El fondo era gris: un gris antracita, oscuro, negruzco… que se confundía con una especie de aura púrpura que en el centro se hacía más intensa hasta el escarlata. ¡El lienzo no era feo en absoluto! Pero… no parecía de su madre. De no haber sido por el estilo, nunca se habría atribuido ambos cuadros al mismo autor, a causa de lo opuesto de las emociones, con esos colores que te daban un vuelco al estómago… eran tonalidades que conocía: las había visto arrebolar el cielo el día en que murió Jules.

Cerró los ojos un instante: ¿realmente quería dar cuerpo a esas manchas?

Cuando volvió a abrirlos, lo vio claramente: en el centro mismo del cuadro, allí donde el rojo era tan intenso que parecía arder, se dibujaba el cuerpo de un niño pequeño. Un niño sajado como una herida abierta de la que fluyera la sangre. Siguiendo el recorrido de un filamento que se estiraba desde el rojo al púrpura para ir a fundirse en los grises, entrevió, perdido en las cenizas del cuadro, la punta de un cuchillo… un cuchillo desmesurado en comparación con el tamaño del niño… era casi un bebé, de hecho.

Una inmensa desolación le provocó un nudo en la garganta: es mi madre la que ha pintado esto… ¡mi madre!

Con el estómago en la boca, volvió a apoyar el cuadro de cara a la pared. ¿Había visto ya suficiente?, se preguntó. Decidió que no. Había querido la verdad. Y llegaría hasta el final.

Con gesto firme, dio la vuelta al tercer cuadro. El primer pensamiento que le vino a la cabeza: fuego… una tela que se fundía. A semejanza de ese azul mediterráneo que iluminaba el primer lienzo, una combinación de rojos, amarillos y anaranjados inflamaba esta. Una vez más, Bastien se sorprendió ante la cruda violencia del talento de su madre: un talento que descubría ahora, como si la pintora que siempre había conocido estuviera de pronto poseída por el genio… al menos, así era como lo percibía con sus doce años. Ante sus ojos, había llamas que parecían bailar… salvo que, evidentemente, Caroline Moreau no pintaba llamas, sino nubes. Hacía falta una técnica muy especial para encender las nubes.

Ese lienzo se le resistía: imposible darle un sentido. Si acaso lo tenía, también parecía verse consumido por las llamas… o bien era esa precisamente la idea general: ¿había sido destruido lo que debía haber habido ahí y ya no podía, por tanto, ser representado?

Era confuso; Bastien se enfrentaba ahora a ideas, conceptos, que necesitaban una mayor madurez, si bien nunca se había sentido tan «mayor» como en ese momento, después de haber fumado, entrado en contacto con los muertos, besado a una chica, escapado a las sombras blancas y profanado el trabajo de su madre, en medio de la noche, en un pequeño cobertizo engullido por la niebla de Laville-Saint-Jour.

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